Jornada Semanal,  17 de junio del 2001 
  João Guimarães Rosa
el cuento del domingo

Los hermanos Dagobé

 

“Demonios, los Dagobés, gente que no gustaba”: con ésta y un par más de pinceladas magistrales, João Guimarães Rosa perfila a los personajes que dan título a este cuento pasado por agua de lluvia, desde el principio hasta el final de un velorio que ha reunido a toda una comunidad temerosa de la venganza que de seguro caerá sobre Liojorge, azaroso responsable de la muerte de Damastor, “el Dagobé más viejo de los cuatro hermanos”. Guimarães Rosa resuelve el conflicto de esta historia llevando la tensión narrativa hasta el extremo del prodigio, para gusto y placer de los lectores que se asomen a este magnífico cuento del domingo.

Enorme desgracia. Estábase en el velatorio de Damastor Dagobé, el más viejo de los cuatro hermanos, absolutamente facinerosos. La casa no era pequeña, pero mal cabían en ella los que iban a hacer guardia. Todos preferían permanecer cerca del difunto, todos temían, más o menos, a los tres vivos.

Demonios, los Dagobés, gente que no gustaba. Vivían en estrecha desunión, sin mujer en el lar, sin más pariente, bajo la jefatura despótica del recién finado. Éste había sido el gran peor, el cabeza, fierabrás y maestro, que metió en la obligación de la mala fama a los jóvenes –“los nenes”, según su rudo decir.

Ahora, sin embargo, durante que muerto, en no-tales condiciones, dejaba de ofrecer peligro, poseyendo –en lo encendido de las velas, en su estar entre algunas flores– sólo aquella mueca sin querer, la mandíbula de piraña y la nariz muy torcida y su inventario de maldades. Debajo de las vistas de los tres de luto, se le debía, a pesar de todo, mostrar todavía acatamiento; convenía.

Se servían, de vez en cuando, café, aguardiente quemado, palomitas de maíz, así a-la-costumbre. Sonaba un voceo sencillo, bajo, de los grupos de personas, por los oscuros o en el foco de las lamparitas y lamparones. Allá afuera, la noche cerrada; había llovido un poco. Raramente, uno hablaba más fuerte y súbito se moderaba, y compungíase, despertando de su descuido. En fin, igual a lo igual la ceremonia, al estilo de allá. Pero todo tenía un aire espantoso.

He aquí que un mequetrefe pacífico y honesto, llamado Liojorge, estimado por todos, fue quien había enviado a Damastor Dagobé al destierro de los muertos. El Dagobé, sin sabida razón, le había amenazado con cortarle las orejas. Entonces, cuando le vio, avanzó hacía él, con puñal y punta; pero el tranquilo del muchacho, que administraba un pistolón, le pegó un tiro entre los dos pechos, por encima del corazón. Hasta entonces vivió Téllez.

Después de lo que mucho sucedió, sin embargo, se espantaban de que los hermanos no hubiesen realizado la venganza. En lugar, se apresuraron a organizar velatorio y entierro. Y era bien extraño.

Tanto más que aquel pobre Liojorge permanecía aún en la aldea, solitario en casa, resignado ya a lo pésimo, sin ánimo de ningún movimiento.

¿Podía entenderse aquello? Ellos, los Dagobés sobrevivos, hacían los debidos honores, serenos y hasta sin jaleo, pero con alguna alegría. Derval, el benjamín, principalmente, se movía social, tan diligente, con los que llegaban o estaban: “Perdone la molestias...” Doricón, el más viejo ahora, se mostraba ya solemne sucesor de Damastor, corpulento como él, entre leonino y mular, el mismo maxilar avanzado y los ojitos venenosos; miraba hacia lo alto, con especial compostura, pronunciaba: “¡Dios lo tenga en su gloria!” Y el de en medio, Dismundo, hermoso hombre, ponía una devoción sentimental, sostenida, en mirar al cuerpo en la mesa: “Mi buen hermano...”

En efecto, el finado, tan sórdidamente avaro, o más, cuanto mandón y cruel, se sabía que había dejado buena cuantía de dinero, en billetes, en el banco.

Si así, qué tales: a nadie engañaban. Sabían el hasta-qué-punto, lo que todavía no estaban haciendo. Aquello iba a ser cuando los tigres. Más después. Sólo querían ir por partes, nada de apresurados, tal su no rapidez. Sangre por sangre; pero por una noche, unas horas, mientras honraban al fallecido, podían suspenderse las armas, en el falso fiar. Después del cementerio, sí, agarraban al Liojorge, con él terminaban.

Siendo lo que se comentaba, en los rincones, sin ocio de lengua y labios, en un susurruido, de las tantas perturbaciones. Por lo que, aquellos Dagobés, brutos sólo de indicios, pero matreros también, de los que guardan la lumbre en el puchero, y los jefes de todo, no iban a dejar una paga en paz: se veía que ya tenían sus intenciones. Por eso mismo era por lo que no conseguían disimular el cierto experto contento, casi riéndose. Saboreaban ya el sangrar. Siempre, a cada podido momento, sutilmente tornaban a juntarse, en un vano de ventana, en el menudo confabuleo. Bebían. Nunca uno de los tres se distanciaba de los otros; ¿lo que era que se acautelaban? Y a ellos se llegaba, vez tras vez, algún compareciente, más compadre, más confioso, traía noticias, secreteaba.

¡Lo asombrable! Íbanse y veníanse, en el escapar de la noche, y: lo que trataban en el proponer, era sólo respecto al rapaz Liojorge, criminal de legítima defensa, por mano de quien el Dagobé Damastor hizo desde aquí el viaje. Se sabía ya de que, entre los velantes, siempre alguien, poco y a poco, pasaba palabras. El Liojorge, solo en su morada, sin compañeros, ¿se enlocaba? Por cierto, no tenía la expedición de aprovecharse para escapar, lo que de nada serviría: fuese adonde fuese, pronto lo agarraban los tres. Inútil resistir, inútil huir, inútil todo. Debía de estar en el agacharse, verse en las moradas: por allá, meado de miedo, sin medio, sin valor, sin armas. ¡Ya era alma para sufragios! Y, no es que, no sin embargo...

Sólo una primera idea. Con que, alguien que de allá viniendo volviendo, a los dueños del muerto iba a proporcionar información, la sustancia de este recado. Que el rapaz Liojorge, osado labrador, afianzaba que no había querido matar a hermano de ciudadano cristiano ninguno, sólo apretó el gatillo en el postrer instante, por deber de librarse, por destinos de desastre. Que había matado con respeto. Y que, por valor de prueba, estaba dispuesto a presentarse, desarmado, allí delante de, a dar fe de venir, personalmente, para declarar su fuerte falta de culpa, caso de que mostrasen lealtad.

El pálido pasmo. ¿Si caso que ya se vio? De miedo, aquel Liojorge se había enlocado, ya estaba sentenciado. ¿Tendría el valor? Que viniese: saltar de la sartén a las brasas. Y en suceso de hasta escalofríos –lo tanto cuanto se sabía– que, presente el matador, torna a brotar sangre del matado. Tiempos, estos. Y era que, en el lugar, allí no había autoridad.

La gente espiaba a los Dagobés, aquellos tres pestañeares, sólo: “¡Güeno’stá!”, decía el Dismundo. El Derval: “¡Haiga paz!”, hospedoso, la casa honraba. Severo, en sí, enorme el Doricón. Sólo hizo no decir. Subió en seriedad. De recelo, los circunstantes tomaban más aguardiente quemado. Había caído otra lluvia. El plazo de un velatorio, a veces, es muy dilatado.

Mal había acabado de oír. Se suspendió el indagar. Otros embajadores llegaban. ¿Querrían conciliar las paces, o poner urgencia en la maldad? ¡La extravagante proposición! La cual era: que el Liojorge se ofrecía a ayudar a cargar el ataúd. ¿Habían oído bien? Un loco –y las tres fieras locas, lo que ya había, ¿no bastaba?

Lo que nadie creía: tomó la orden de palabra el Doricón, con un gesto destemplado. Habló indiferentemente, se le dilataban los fríos ojos. Entonces, que sí, que viniese –dijo– después de cerrado el ataúd. La tramada situación. Uno ve lo inesperado.

¿Sí y sí? La gente iba a ver, a la espera. Con los soturnos pesos en los corazones; cierto esparcido susto por lo menos. Eran horas precarias. Y despertó despacio, despacio el día. Ya mañana. El difunto hedía un poco. Arre.

Sin escena, se cerró el ataúd, sin jaculatorias. El ataúd, de ancha tapa. Miraban con odio los Dagobés –sería odio al Liojorge–. Supuesto esto se cuchicheaba. Rumor general, el lugurmullo “Ya que ya, viene él...” y otras concisas palabras.

En efecto, llegaba. Había que abrir de par en par los ojos. Alto, el mozo Liojorge, despojado de todo atinar. No era animosamente, ni siendo para afrentar. Sería así con el alma entregada, una humildad mortal. Se dirigió a los tres: “Ave María purísima!” él, con firmeza. ¿Y entonces? Derval, Dismundo y Doricón –el cual, el demonio de modo humano– sólo habló el casi: “¡Hum... Ah!” Qué cosa.

Hubo de agarrar para cargar: tres hombres a cada lado. El Liojorge agarró el asa, al frente, por el lado izquierdo –le indicaron–. Y lo encuadraban los Dagobés, de odio en torno. Entonces fue saliendo el cortejo, terminado lo interminable. Surtió así, ramo de gente, una pequeña multitud. Toda la calle embarrada. Los entrometidos más adelante, los prudentes en la retaguardia. Se cataba el suelo con la mirada. Al frente de todo, el ataúd, con las vacilaciones naturales. Y los perversos Dagobés. Y el Liojorge, ladeado. El importante entierro. Se caminaba.

En el tentempié, muy de paso. En aquel intercalamiento, todos, en cuchicheo o silencio, se entendían, con hambre de preguntar. El Liojorge aquél, sin escapatoria. Tenía que hacer bien su parte: tener las orejas gachas. El valiente, sin retorno. Como un criado. El ataúd parecía tan pesado. Los tres Dagobés, armados. Capaces de cualquier sopetón, ya estaban con la mirada apuntada. Sin verse, se adivinaba. Y, en aquello, caía una lluviecita. Caras y ropas se empapaban. El Liojorge –¡tan aterrorizado!– su prudencia en el ir, su tranquilidad de esclavo. ¿Rezaba? No sabría parte de sí, sólo la presencia fatal.

Y, ahora, ya se sabía: bajado el cajón a la fosa, a quemarropa lo mataban; en el expirar de un credo. La lluviecita ya se ablandaba. ¿No se iba a pasar por la iglesia? No, en el lugar no había cura.

Se proseguía.

Y entraban en el cementerio. “Aquí, todos vienen a dormir” –era, en el portón, el letrero–. Se hizo el airado ayuntamiento, en el barro, al lado del hoyo; muchos, pero, más atrás, preparando el huye-huye. La fuerte circunspectancia. La ninguna despedida: al una-vez Dagobé, Damastor. Depositado hondo, en forma, por medio de tensas cuerdas. Tierra encima: pala y pala; asustaba a la gente, aquel son. ¿Y ahora?

El rapaz Liojorge esperaba, se escurrió dentro de sí. ¿Veía sólo siete palmos de tierra, de él delante de la nariz? Tuvo un mirar arduo. Se torcía el silencio. Los dos, Dismundo y Derval, exploraban al Doricón. Súbito, sí: el hombre se estiró de hombros, ¿sólo ahora veía al otro, en medio de aquello?

Le miró cortamente. ¿Se llevó la mano al cinturón? No. La gente era la que así preveía, la falsa noción del gesto. Sólo dijo, súbitamente, oyóse:

–Mozo, váyase usted, recójase. Sucede que mi añorado hermano era un condenado diablo...

Dijo aquello, bajo y mal-son. Pero se volvió hacia los presentes. Sus otros dos hermanos, también. A todos agradecían. Si no es que sonreían, apresurados. Se sacudían de los pies el barro, se limpiaban las caras del que les había saltado. Doricón, ya fugaz, dijo, completó: “...Nosotros nos vamos a vivir a un pueblo grande...” El entierro había terminado... Y otra lluvia empezaba.

Traducción de Mario Merlino
Ilustraciones de Mauricio Gómez Morín