Jornada Semanal,  10 de junio del 2001 
 Germaine Gómez Haro
entrevista con Fernando Botero

La exaltación del volumen

 

Más de cien obras de Fernando Botero componen la exposición que todavía puede visitarse en el Antiguo Colegio de San Ildefonso, con la que se celebran los cincuenta años de vida artística del más afamado pintor colombiano. A medio siglo de distancia, perduran los rollizos personajes boterianos, lo mismo que la postura estética de su autor, atinadamente destacada por Germaine Gómez Haro en esta profusa entrevista: “atreverse a crear un lenguaje personal a contracorriente de los ismos imperantes”. En sus respuestas, Botero se desmarca del riesgo de volverse canónico –como podrían sugerir su enorme celebridad de artista y el récord de exposiciones y libros acerca de su obra–, y reclama para sí la perspectiva histórica de Jan Van Eyck, con el que afirma compartir un sentido de humildad ante la obra terminada.

El pasado 20 de marzo se inauguró en el Antiguo Colegio de San Ildefonso la exposición retrospectiva del pintor y escultor colombiano Fernando Botero (Medellín, 1932), que celebra sus cincuenta años de trayectoria artística. La muestra está integrada por más de un centenar de piezas –óleos, dibujos, esculturas– producidas entre 1949 y 2000, pertenecientes a su colección particular. Se dice que Botero es el artista más “taquillero” del mundo; sus exposiciones rompen los récords de visitantes dondequiera que se presentan. Y, en efecto, cerca de cinco mil personas asistieron a esta inauguración, movidas por el interés de conocer al célebre creador que ha llevado a sus “gordos” a todos los rincones del orbe. Botero es el artista vivo que más exhibiciones ha tenido en los museos internacionales y sobre el que se ha escrito la mayor cantidad de libros. Siempre sonriente, cordial y de excelente talante, el colombiano saludó a las multitudes y atendió respetuoso a un sinnúmero de fans que hacían fila para que les firmara sus catálogos. Al día siguiente tuve la oportunidad de sostener con él una rica y amena charla en la que hicimos un breve recorrido por sus cinco décadas de creación.

Ante esta magnífica exposición que nos muestra con claridad el desarrollo de su trabajo desde sus inicios hasta nuestros días, surge la pregunta: ¿cómo ha evolucionado a través de los años la manera de hacer arte y la manera de ver el arte en Fernando Botero?

–Mi trabajo ha evolucionado en la piel, pero no en la idea central que ha sido y sigue siendo una exaltación del volumen. En mis primeras acuarelas ya se ve un interés muy grande en el volumen, sin que yo lo haya racionalizado entonces. Es algo que siempre hice intuitivamente. Años después viajé a Florencia y ahí adquirí la conciencia de la importancia del volumen. Creo que a través del tiempo he ido haciendo una pintura más madura desde el punto de vista técnico y de convicciones. Respecto a la producción artística hoy en día, mi visión es pesimista: hay una decadencia lamentable en las artes plásticas. Cuando comparamos el final del siglo XXcon el del XIX... Bueno, ahí estaban los impresionistas, Cézanne. En el XVIII Goya, Tiepolo... Todo este trabajo joven, experimental, técnico, no puede dar una idea grandiosa de lo que es el arte hoy en día. El siglo cierra con impresionantes logros científicos y en las comunicaciones, pero el resultado artístico me parece decepcionante. Mi visión no es muy optimista; sin embargo, como el arte suele cambiar por reacción a las “modas”, creo que es posible que un nuevo movimiento venga a renovar la expresión de los sentimientos, a contrarrestar todo este arte tecnificado y entonces la pintura volverá a surgir. 

–En los últimos tiempos se ha privilegiado el concepto sobre la estética, inclusive entre muchos artistas jóvenes existe el prejuicio de la “belleza” como algo light, sinónimo de “decorativo”...

–...y decadente, comercial, superficial. Sí, en efecto, esa palabra se ha convertido en tabú, cuando el objetivo del arte siempre ha sido precisamente crear belleza, tal y como la entienda cada quien. Para mí, el arte debe ser bello y provocar placer. 

–Su obra es sin duda bella y provoca placer. Aunque algo que se le ha criticado es que puede ser repetitiva...

–La obsesión del artista suele ser la misma a través de toda su vida, a pesar de que en la actualidad se dice que hay que estar cambiando para no repetirse. Eso no es cierto, los grandes pintores nunca cambiaron. En mi trabajo es muy claro, hay una evolución pero mi obsesión por el volumen no cambia. Yo nunca cambiaré de estilo y sostengo que el buen artista no debe cambiar de estilo. Si uno tiene una convicción casi sectaria, no puede hacer lo contrario. No se trata de repetirse sino de mantener una posición a lo largo de toda la vida. 

–Es un acierto incluir en la exposición fotografías de sus primeras obras de 1949, para nosotros desconocidas. Como bien dice, ahí estaba la “semilla” premonitoria de su obsesión por el volumen. De inmediato me remitieron a José Clemente Orozco.

–Así es. El arte mexicano estaba muy en boga todavía en los años cuarenta, y uno como latinoamericano era muy sensible a esa pintura. Sin duda fue la primera influencia que tuve en mi vida. 

–En la acuarela Mujer llorando resulta muy evidente el eco orozquiano, pero además del aspecto formal, los temas de esas obras –Trabajadores, Entierro, Madre e hijo, etcétera– tienen que ver con la condición humana y los problemas sociales que retrataron los pintores de la llamada escuela mexicana.

–Es cierto, esos temas son poco frecuentes en mi trabajo posterior, pues yo más bien he representado el mundo parroquial en el que crecí, la provincia con sus personajes de clase media, y esos temas iniciales que mencionas definitivamente provenían de la escuela mexicana. Se puede decir que a los diecisiete años yo era muy permeable y mi trabajo, muy “a la mexicana”.

–En contraposición a esas acuarelas, llama mi atención la fotografía en la que aparece usted entre dos pinturas de naturalezas muertas, muy distintas a las que le conocemos, un poco a lo Morandi pero con mayor énfasis en el volumen...

–Sí, tienen algo de Morandi, sin haberlo conocido entonces. Era esa quietud que viene de los maestros italianos que recién había descubierto y admiraba enormemente. Todavía era muy vacilante y tímido, y tenía un deseo enorme de explotar y crear mi mundo propio pero había que ir con pasos muy cautelosos para conservar una línea de pensamiento y estilo personales.

–¿Se puede decir que esa “explosión” se dio durante su estancia en Nueva York en los cincuenta?

–Sí, ahí me sentí mucho más liberado. El impacto de llegar a esa ciudad y encontrarme con un movimiento tan importante como el expresionismo abstracto me llevó a incorporar a mi trabajo la pincelada agresiva. No podía evitar caer en eso; sin embargo, mi base siguió siendo la misma y conservé en todo momento mi interés por la figuración, el volumen y la monumentalidad.

–Encuentro que las cuatros obras de ese periodo que se presentan en la exposición –Niña perdida en un jardín (1959), Niño de Vallecas (1959), Niña sobre caballo (1961) y Homenaje a Ramón Hoyos (1959)– son significativas, pues denotan la voluntad del joven Botero de atreverse a crear un lenguaje personal a contracorriente de los ismos imperantes en esos años, especialmente del abstraccionismo. En estos cuadros vemos la huella gestual y feroz de los norteamericanos, como Rothko, De Kooning, Gottlieb, Guston, acaso Larry Rivers, uno de los pocos realistas gestuales, pero seguramente fue el paso decisivo para llegar a conformar un estilo propio...

–En realidad yo quería hacer un arte muy tranquilo, sereno, centrípeto, muy recogido en sí mismo, y el expresionismo abstracto se reñía con todo esto. Esa pincelada salvaje no era coherente con lo que yo quería expresar, de modo que hubo un momento en que la dejé y me dediqué a buscar una superficie lisa y suave.

–De estos cuadros me llama particularmente la atención Homenaje a Ramón Hoyos por su compleja composición y por la fuerza de sus trazos y colorido. ¿A qué hace alusión esta escena?

–En esa época me dio por extraer historias de los periódicos, lo cual era todavía algo bastante novedoso pues se esperaba que los temas fueran más tradicionales o grandiosos. En esta pintura tomé como inspiración la hazaña de Ramón Hoyos, un ciclista de Medellín que había ganado la vuelta a Colombia. Luego el pop art puso de moda estos tópicos sencillos, cotidianos. Recuerdo que también pinté la historia de una famosa prostituta llamada Teresita, que fue descuartizada, y al doctor Mata, un abogado que mataba viudas. En esos años era algo bastante fresco.

–Es un cuadro extraño. Desconocía la anécdota de Ramón Hoyos y mi imaginación me llevó a pensar más bien en una masacre, con todos esos cuerpos apilados uno encima del otro y sus rostros un tanto grotescos...

–No, en absoluto. La idea es que Ramón Hoyos, que además me entusiasmaba por ser de mi ciudad natal, había arrasado por mucho con todos los ciclistas del resto del país y por eso los coloqué a todos tirados en el suelo y él les pasa por encima como gran vencedor.

–He leído que en Nueva York, en esos años, su trabajo fue blanco de una crítica muy adversa, por lo que resulta admirable que el joven Botero haya permanecido fiel a sus convicciones artísticas.

–En esos años había una dictadura muy fuerte y sencillamente el que no era abstracto no era pintor. También existía cierta prevención contra todo lo latinoamericano. No éramos fácilmente aceptados.

–Sin embargo el MOMA adquiere en 1961 una obra suya para su acervo...

–Efectivamente, de hecho tuvo dos cuadros míos colgados durante años en forma prominente: uno de ellos al lado de un Matisse maravilloso y el otro en la escalera. Alfred H. Barr sí fue admirador de mi trabajo, pero también estaban los gurús de la crítica que predicaban que la abstracción era lo único válido y eran ellos quienes me criticaban muy duro. Yo seguí adelante y nunca cambié de estilo ni de posición; lentamente se me fue abriendo el camino y aquí estoy.

–Usted ha mencionado que una obra emblemática en la evolución de su estilo es Naturaleza muerta con mandolina, pintada en 1957 aquí en México. He buscado esa imagen en muchos libros y no la encuentro. ¿Cómo es esa pintura y por qué marcó un momento decisivo en su desarrollo artístico?

–Esa pintura fue un paso definitivo hacia adelante en mi carrera. Siempre había tenido el deseo de expresar el volumen en un lenguaje personal y crear un estilo propio plenamente reconocible. Era una mandolina de color claro sobre una mesa. Todavía estaba indigestado de Braque y Picasso. No era un cuadro muy coherente pues es difícil quitarse de encima todas las influencias; hay que asimilarlas. Resulta que al pintar esa mandolina decidí ponerle el hueco sonoro muy pequeño y así el instrumento se volvió enorme. Ahí comenzó mi exploración con la figura humana y las frutas. Es cierto que esa imagen ha sido muy poco reproducida, creo que está solamente en un par de ediciones. Lo que sucede es que la única foto que tengo es muy mala y por eso los editores la desechan, pero tienes razón, debería estar en todos mis libros.

–Ya entrada la década de los sesenta se consolida su estilo muy personal, con esa superficie lisa y la pincelada fina y rigurosa que ha seguido trabajando a lo largo de cuatro décadas. ¿Cómo se dio ese paso?

–Lentamente. Uno va volviéndose más estricto, más coherente, si se puede decir, más maduro. Al principio quiere uno aglutinar todo lo que ve y le gusta, y luego viene el proceso de renunciación y depuración para que lo aprendido corresponda a una sola idea clara.

–Dejando a un lado el volumen que es la característica principal de su trabajo, quisiera ahondar en la psicología de sus personajes. Si bien la mayoría de la gente los encuentra divertidos y simpáticos, quizá por su sesgo caricaturesco, a mí me inquietan y algunos me parecen inclusive perturbadores. 

–Yo he tratado, hasta donde me es posible, de no darle una dimensión psicológica a los personajes que pinto, incluso intento que su rostro no refleje ninguna emoción. Por ejemplo, me entusiasma la expresión “hacia adentro” del arte egipcio, con esas miradas perdidas que no se dirigen hacia ningún sitio. Pienso también en Piero della Francesca, en la escultura griega, o en Madame Cézanne, que no refleja en qué está pensando. Me gusta la “no expresión”. Yo pongo la misma intención en todos los elementos de la composición, sin hacer énfasis en los rostros de los personajes, de modo que si se ven tristes o contentos, no sé, yo sólo los veo como objetos plásticos. Siempre trabajo de pie, a la altura del ojo, nunca uso escaleras ni me siento en el piso. Este sistema de trabajar a la altura del ojo me da la oportunidad de dedicar la misma energía y concentración en cualquier parte del cuadro.

–Pero esa “no expresividad” en los rostros proyecta una actitud. Por ejemplo, la boca fruncida de los personajes evoca cierta arrogancia, sobre todo cuando se trata de figuras del clero, de los altos mandatarios o de la burguesía. 

–Bueno, sí, en esos temas hay una vena satírica pero es secundaria; la preocupación pictórica es más importante.

–Por el contrario, sus Cristos sí me parecen expresivos...

–Más bien están como muertos, yo no les veo mucha expresión.

–Hay un Ecce Homo de 1967 que apenas esboza una sonrisa, pero me parece que refleja paz y ternura, mientras que un pequeño dibujo muy hermoso de 1990 tiene un rostro francamente dolorido.

–¡Ah, sí!, es cierto, tienes toda la razón. Ese sí es muy expresivo. Pero son unos cuantos ejemplos.

–Aparte de lo que, para mí, por su novedad, es el plato fuerte de esta exhibición: la serie sobre la violencia en Colombia.

–Estos cuadros son como un pequeño testimonio de lo que está sucediendo en mi país. Yo siempre he pugnado por un arte que produzca placer, y aquí recuerdo una frase de Matisse que fue muy criticada en su momento: “El arte es una gran silla donde el hombre se sienta para experimentar un momento de placer.” Coincido plenamente con ello, pero en esta ocasión no pude dar la espalda a la situación que se vive en Colombia y sentí la necesidad de decir algo. Estas doce obras están fuera del mercado y mi única intención es dejar un vestigio de una situación que espero termine pronto y, finalmente, que estas pinturas queden en un museo colombiano como recuerdo de un momento histórico lamentable. Siempre he predicado que el arte debe dar paz y esta obra, con toda su violencia, es solamente un llamado de atención a la realidad que tenemos frente a nosotros. Nunca he creído que la pintura como arma política sea efectiva. Ahí está el Guernica: la obra maestra del siglo XX y no logró tumbar a Franco. Esta serie es sólo un testimonio y mi interés es seguir pintando mis recuerdos de la infancia y adolescencia. 

–Parte de esta serie, Un consuelo y Madre e hijo, son los únicos cuadros “simbólicos” que he visto dentro de su extensa producción.

–Sí, son altamente simbólicos por que ahí no se refleja ninguna situación real y recurrí a la calavera para crear la imagen más estremecedora posible. Los demás personajes provienen de la realidad de todos los días: las madres llorando por sus muertos, el descuartizado, el carro bomba... El colmo del horror. 

–Más allá del valor testimonial de estas pinturas, resalta su calidad plástica. De golpe me recordaron la serie sobre “La muerte de Santa Ana” de Manuel Rodríguez Lozano, en la que el pequeño formato encierra un gran drama contenido.

–Actualmente se trabaja muy poco el formato pequeño, más bien todo es gigantesco. Me pareció interesante trabajar esta pequeñas piezas con todo el rigor, la precisión, la fuerza y la composición de los cuadros grandes. De hecho, cuando la gente los ve reproducidos piensa que son telas de grandes dimensiones.

–En diversas ocasiones usted ha declarado que le importa mucho que su trabajo refleje “un alma latinoamericana”. Yo le pregunto: ¿la búsqueda en el arte de una identidad específicamente regional no puede convertirse en una limitante? 

–No, al revés. Yo pienso que, para ser universal, el arte tiene que pertenecer a un sitio determinado y afianzarse a sus raíces. Por ejemplo, cuando uno ve en conjunto el arte alemán, saltan de inmediato sus características: Cranach, Durero, Holbein, Grünewald, a pesar de sus diferencias tienen algo en común. El suelo, las raíces, dan cierta honestidad al arte de una región. Y cuando se representa algo local con honestidad, esto alcanza al público de cualquier latitud. Hay una sutil diferencia entre arte internacional y universal. El primero utiliza un léxico común a todos, ese tipo de lenguaje global de los medios de comunicación. El segundo parte de un sitio determinado y llega a ser sentido universalmente. En todo esto, el tema es importante: la conexión con la tradición, en nuestro caso el pasado precolombino, el colonial, y el arte popular. Todo lo que uno conoce y ama aparece en algún momento en el trabajo. Yo he tratado de ser visiblemente latinoamericano por el amor que le tengo a toda mi tradición. Mi pintura refleja mis recuerdos de la infancia, mi ciudad natal, el trópico. Mi escultura tiene que ver con las formas del pasado precolombino. Un europeo jamás podría hacer con honestidad lo que yo hago, y viceversa.

–Para terminar, me gustaría saber su opinión acerca de una sentencia lapidaria que arrojó Balthus, con su característica lucidez, poco antes de su muerte: “Los artistas modernos, con su vanidad, han envenenado a la pintura.”

–Una excelente frase de Balthus. Concuerdo con él. La vanidad... El arte moderno se ha ido desintegrando porque el artista se cree genial. El siglo xx promovió el culto a la genialidad del creador y con ello el arte se ha tomado con una ligereza extraordinaria. Hay una frase de Chagall que dice, con muy mala leche, algo similar: “¡Qué genio, Picasso! Lástima que se le olvidó pintar...” Sí, el artista en demasiadas ocasiones se siente genial, pero la arrogancia no es más que el resultado de su ignorancia, pues quien se haya dedicado a conocer eso tan vasto y maravilloso que es la historia del arte, no puede sino sentir humildad y respeto por la creación artística honesta.

–En ese sentido yo le manifiesto mi admiración, pues pienso que por más que el voraz mercado del arte, la crítica y sus miles de seguidores han hecho todo por “echarlo a perder” con tanto elogio, usted conserva la sencillez del hombre sensible y el compromiso con sus convicciones.

–Trato de trabajar con toda dedicación y humildad porque tengo un profundo respeto por la pintura. Es tan vasta y compleja que ningún artista puede decir que aprendió a pintar. En el fondo, la pintura lo derrota a uno cada vez. Van Eyck, el más grande artista flamenco, firmaba: “Jan Van Eyck. Hice como pude.” ¡Qué muestra extraordinaria de humildad! Todos deberíamos firmar así. Solamente se hace como se puede...