LETRA S
Junio 7 de 2001
Editorial

Vivimos una era en la que por fortuna todo comienza a mirarse a través del tamiz de los derechos humanos. En particular, desde la década pasada vivimos un auge en la discusión acerca del tema. A diferencia de las ideologías, religiones y doctrinas, el de los derechos humanos es un discurso abarcador, prácticamente ningún campo de la vida humana escapa a su dominio. Por principio no es excluyente, por ello no puede dejar fuera a nadie en ninguna circunstancia. De ahí que cada vez un mayor número de naciones, las más democráticas y civilizadas, decidan extender el reconocimiento de derechos a sectores de la población antes excluidos. Es el caso de lesbianas y homosexuales. La preferencia sexual es una categoría que comienza a sumarse a los motivos de la no discriminación en códigos, leyes y constituciones. Y como consecuencia, la protección jurídica a sus uniones conyugales es un derecho que comienza a ser reconocido.

México no puede quedarse a la zaga del proceso civilizatorio. La epidemia del sida ha revelado, como en tantos otros aspectos, las consecuencias nefastas de excluir a las parejas del mismo sexo de la protección legal de su unión. Escudarse en la supuesta defensa de la familia y la institución matrimonial (como si éstas peligraran), sólo para negar el reconocimiento de ese derecho, equivale a señalar a un grupo de la población, excluido de todo derecho, como culpable de propagar el sida. Ambas actitudes se sustentan en una falsa superioridad moral y en un profundo desprecio.

Oponerse al reconocimiento de las uniones del mismo sexo, y otras formas de convivencia, es sólo postergar, por mezquindad, un derecho que tarde o temprano terminará por imponerse.