Primitivo
Rodríguez, que de la migra y los migrantes sabe prácticamente
todo lo que hay que saber, propone a nuestros lectores una serie de estampas
que van desde Rosita, quien a pesar de tener únicamente seis años,
ya hablaba inglés, hasta una cena de postín en el Waldorf
Astoria, al lado de Mister McBride y contra una langosta irreductible,
sin dejar de lado al siempre receloso oficial de aduana, los aiscríms,
los apple pies, una sistercita que mide el mundo con la regla
del Texarcana que habita... todo a una vez, en ese universo siempre igual
y siempre nuevo de los que tienen dos tierras y no tienen ninguna.
La
prima Rosita me confirmó el credo
de los adultos: el otro lado tenía más futuro que éste.
Por venir de aquellos rumbos, y después de Gloria, la hija de la
mujer del pueblo, y Enedina, la joven viuda que le planchaba a mi mamá,
Rosita fue mi primer amor. Olía a limpio, comía con tenedor,
caminaba con elegancia, sus muñecas estaban mejor vestidas y adiestradas
que las de mis hermanas, y a pesar de tener únicamente seis años,
ya hablaba inglés. Esto último me pareció la prueba
más evidente e irrefutable de que en el norte la gente era más
lista que por estas tierras. Así que hicimos un trato que me permitiría
estar a su lado cuantas veces quisiera para darle amplio espacio a mi gozo
de mirarla, oírla, olerla y tocar sus manos: ella me enseñaría
inglés, y yo, a jugar trompo, canicas y zumbador, y de pilón,
montar a caballo. Sus vacaciones de dos meses me parecieron la probadita
de lo que debía ser el cielo: la eterna compañía de
una risueña y distinguida ángela. Cuando Rosita regresó
a California con el tío Macario, me dejó un moño de
recuerdo y una lengua bilingüe que estrené al siguiente domingo
durante la serenata con Nena, Alicia y Elba, mis pretendientas cautivas:
¿juatsumara, beibis? ¿Quieren un aiscrím?
No volví a ver a mi ángela chicana, pero la seguí
soñando de tercero a sexto de primaria, y durante el buen rato que
pasé en el seminario.
¿Y eso qué es? Papel, respondimos
más temerosos que rápidos al comandante de la patrulla que
nos detuvo en el aeropuerto de Dallas-Fortworth, aún en construcción.
¿Papel? Sí, puro papel. Mírelo. Y le extendimos los
arrugados pedazos de periódico que llevábamos en calidad
de papel higiénico. ¿Y qué hacen a las tres de la
mañana en este lugar sin gente? Pues dando la vuelta. Somos mexicanos
y andamos conociendo Estados Unidos. ¿Y a estos terrenos baldíos
qué les ven? Pues que están bien grandotes, como Texas, respondimos
con un tartamudo aplomo que convenció al policía de haberse
topado con un par de sudorientos mojados en busca de una sombrita
lunar para desalojar sus penas. ¿Bueno, y tienen papeles? Sí,
los que le enseñamos. El oficial se rió y se fue en la patrulla
que orgullosa pregonaba de puerta a puerta: Nacidos para Servir y Proteger.
Luis, el Quiz y un servidor, el Indio, hicimos lo que nos urgía
hacer y regresamos más que livianos con el resto de la adolescente
banda, Mario, el Huarache, Toño, el Gato, y Panchito, quienes
sin pena y con gloria roncaban en la camioneta Chevrolet que nos habíamos
agenciado en Laredo, Texas, poniendo cada uno todo el dinero que nos permitía
cargar el voto de pobreza de nuestro seminario. La Providencia se encargaría
de gasolina, cama y sándwiches en nuestra expedición a Detroit,
Michigan. Así fue.
¿Ustedes
viven en la Ciudad de México? Sí, por el rumbo de Santa
Úrsula. Entonces, de seguro conocen al doctor Tirrina, quien nos
visitó hace veinte años, sentenció la rubia monjita.
No, fíjese que no. ¿Pero dicen que son de la Ciudad de México?
Pues sí, pero no. Y es que si en Texarcana, Texas, todo mundo sabía
los pormayores y pormenores de cada vecino, lo mismo debería suceder
en el resto del universo, sobre todo en un lugar tercermundista como la
capital azteca. Así que complaciendo la impecable lógica
de la madrecita, el Huarache salvó la solicitud que habíamos
hecho a las pías madres de comida y lo que sea su santa voluntad
para el resto del camino. ¡Ah! ¿Se refiere usted al doctor
Carmelo Tirrina, el que tiene su consultorio ahí entre los Indios
Verdes y la salida a Cuernavaca? Por supuesto que lo conocemos. Es toda
una eminencia. Nos encargó, sister, que si pasábamos
por aquí le dijéramos que aún saborea los apple
pies que hacen ustedes. Le gustaron mucho, ¿verdad? Se los hice
yo cuando era una novicia rebelde. ¿Aún sigue igual de guapo?
Guapísimo, sistercita, de puro encantamiento sus pacientas
le llaman John Wayne. ¿Cómo que John Wayne? Ese señor
mata a mucha gente en las películas. Pero en México es al
revés, santa madre, nuestro Juan Wayne salva muchas vidas en su
consultorio. Así tenía que ser. Lo supe desde que vi sus
ojos negros y serenos. Tirrina tenía un porte a la John Kennedy,
nuestro presidente. ¿Y qué nos dice de Jackie, santa madre?
Nosotros votamos por ellos, bueno, le rezamos al milagroso Santo Niño
de Atocha para que ganaran. Y cuando de visita en México se arrodillaron
ante la Guadalupana, sentimos que al fin Juárez había muerto.
¿Who? Después de que Panchito y el Quiz bailaron
con arrumbado pudor el jarabe tapatío en agradecimiento a las Hermanas
del Divino Pastor, dejamos el convento de Texarcana con celestiales kilos
de jamón en el estómago y beatíficas bolsas que multiplicaban
panes, frutas y quesos. Aparte, resguardados por una caja con el rostro
de San Judas Tadeo, dos voluptuosos apple pies. Nuestra próxima
posada sería en la montaña sagrada del místico trapense,
Thomas Merton.
El
oficial de la aduana abrió la maleta y se topó de inmediato
con la foto en la que yo aparecía de sotana y rosario en mano. ¿Es
usted padrecito? Casi, mi oficial, sólo me faltan dos años
para ordenarme. Pues yo diría que ya es usted muy ordenadito, vea
nada más qué bien escondió hasta abajo las muñecas
y los tres juegos de cubiertos. ¿Son para usted o para Santa Cecilia,
la música? No hable así, oficial, lo puede castigar Dios.
¿Castigarme? Tanto me quiere que me puso de aduanero. Aquí
agarro en un día lo que un cura no levanta en toda la cuaresma.
A propósito, le queda bien el traje negro y ese plástico
que trae en el pescuezo, pero ¿y las botas, ya no le cupieron en
el equipaje? ¿Cuáles, oficial? No se haga, padrecito, las
bototas amarillas que trae puestas y que le quedan tan grandes como los
dientes a nuestro primer mandatario. Hable usted con cuidado, mi oficial,
nadie hace chistes del presidente Díaz Ordaz. ¿Nadie? ¿Le
cuento los últimos que nos cantó La Tigresa, a calzón
quitado? No siga, oficial, esa mujer sólo trae malos pensamientos.
¿Y no le gustan? No es cuestión de gustos. ¿Entós
de qué? Pasando a otro tema, oficial, los veinte dólares
que están junto a la foto son para sus hijos. No tengo. Para su
esposa, entonces. Mi vieja es fina, con veinte verdes no le alcanza
a usted ni para un repegón, pero con cien se la llevo hasta la sacristía,
reverendo. ¿Le entra? Estuve a punto de excomulgarlo, o de agarrarle
la palabra. Perdería el voto de castidad, pero no la dignidad de
un hijo de Ixtlán de los Hervores. Mas enfrié la sangre y
sin más palabras de por medio levanté cuanto traía
y me dirigí a la salida de la aduana. Oiga, oiga, ¿a dónde
va? Al infierno, oficial, ¿se quiere tatemar la cola? Un tuerto
que pedía limosna en dimes y quarters y había
sido testigo del calenturiento diálogo, ofreció cargar la
maleta indigesta de regalos. No le haga caso, padre, ese descreído
aduanero no tiene madre, perdón, quise decir jefecita.
Cuando
aumentaron las redadas en el transporte de la ciudad, el barrio mexicano
y la oficina de licencias para taxis, la Coalición de Chicago en
Defensa de los Inmigrantes y Refugiados le armó un paquete de irresistibles
anzuelos a la migra. Personal boricua y mexicano del gobierno de
la ciudad se vistió con ropas de trabajador y se presentó
en los lugares donde la migra solía arrestar a los indocumentados.
Una a uno, y en diversos lugares, todos fueron detenidos. ¡Jefe,
esta mojada dice que es la secretaria de Finanzas del alcalde y
ese ilegal con cara de mariguano, que trabaja para el Departamento de Desarrollo
Económico, y ya ni le cuento de los otros. ¿Traen papeles?
No les he preguntado, mas le aseguro que no saben ni dónde viven.
Aunque hay algo raro. ¿Qué? Hablan muy bien el inglés,
pero la cara y el color de la piel son de la tierra de los frijoles. Oiga,
jefe, aquí le hablan unas personas con cámaras de televisión.
Les informaron que usted detuvo a la secretaria de Finanzas, a un asesor
del alcalde Harold Washington y a otras gentes decentes. ¡Mierda!
Entonces es cierto. Después del escándalo, y en nutrida conferencia
de prensa, Harold Washington anunció que prohibía a la migra
arrestar gente en propiedades de la ciudad, como el tren, los autobuses
y las oficinas de gobierno. La policía metería al tanque
a las migras que lo hicieran. Declaró también que
gobernaba para todos, independientemente de su condición migratoria.
Como negro, sé perfectamente bien lo que es el desprecio y la discriminación.
Por lo mismo, añadió el gordo y radical alcalde, cualquier
persona que viviese en Chicago tenía por sólo ese detalle
derecho a solicitar trabajo en el gobierno de la ciudad. Pero, señor
alcalde, la ley federal de inmigración prohibe emplear a ilegales,
usted está violando la ley suprema, señalaron los reporteros.
No me importa, soy el alcalde de todos. Si a los federales no les parece
lo que acabo de hacer, saben dónde trabajo. Ahí los espero.
De inmediato, cerca de cien indocumentados morenos, güeros, rojos,
amarillos y azules que habían sido cuidadosamente seleccionados
por la coalición llenaron solicitudes de empleo ante las cámaras
de televisión. ¿Entraron los federales de Ronald Reagan al
quite? No. Le tuvieron miedo al alcalde negro más poderoso y querido
de Estados Unidos. Ahora sí, la migra se había encontrado
con alguien que le sacaba varios metros de largo y de ancho. Ese día
marchamos con más dignidad que nunca a las oficinas de la susodicha
migra con lemas preñados de victoria: ¡Caminante no
hay camino, se hace camino al luchar! ¡Somos un pueblo sin fronteras!
El
señor McBride, dueño de cuanto negocio había en
ese pueblo de Nueva Jersey y de las mil residencias que rodeaban el lago,
el patrón para quien trabajaba de indocumentado y que me hospedaba
generosa y cristianamente en su mansión gracias a las recomendaciones
de monseñor Gleason, insistió en que lo acompañara
a la cena anual de los empresarios republicanos de Nueva York y Nueva Jersey
(la pura lana), que tendría lugar en el Waldorf Astoria (el puro
lujo) de la Gran Manzana. Para que no me sintiese fuera de lugar, él
diría que yo estaba por heredar la más grande hacienda bananera
en México. El invitado de honor sería nada menos que el lampiño
de Richard Nixon, quien cinco años atrás había sido
derrotado por Kennedy en las elecciones de l960. Cuando tomé mi
lugar en la mesa y vi que para navegar en la gran comilona tendría
de compañeras de viaje a cinco copas y un sin fin de cucharas, tenedores
y cuchillos, supe que saldrían a relucir los Hervores de Ixtlán.
Cenaríamos a la suculenta carta que el Waldorf había preparado
para tan carísima ocasión. ¿Y a usted qué le
servimos?, dijo un pingüino disfrazado de mesero. Como el inglés
no me daba para descifrar los platillos del menú, ordené
con gesto de gran mundo lo que sí podía pronunciar con toda
propiedad y conocimiento de causa: huevos revueltos. Mister McBride
oyó tan modesta elección y me soltó al oído:
eso lo desayunamos todos los días en casa. Tráigale, por
favor, una langosta. Únicamente las había visto en libros.
¿Se comían?, ¿cómo?, ¿por dónde?,
¿con qué?, y no tenía siquiera alguien a quien seguirle
el paso en la mesa. Junto a la kilométrica charola de plata en la
que reposaba la descomunal langosta, el pingüino me dejó algo
parecido a unas pinzas. ¿Serán para amacizar los dientes?
Como nadie me prestaba atención, le metí mano al monstruo
para descuartizarlo, pero nada. Quise enterrarle uno de los tantos cuchillos,
y tampoco. Agarré las pinzas con doble mano y ¡sobres! Ni
así le hice cosquillas. La puse de pechito, me asusté, y
la devolví a su posición original. Por fin se me prendió
el foco. Le unté mantequilla a todo su largo y ancho y se la fui
quitando con pedazos de un pan que me supo a virote con nata. El único
que observó mi lucha cuerpo a cuerpo fue el pingüino. Antes
de los postres, feliz recogió la brillante langosta para desfondarla
en su depa. Buscando apechugar la derrota, me empiné con el postre
los coloridos vinos que permanecían intactos en mis cinco copas.
¿Te gustó la langosta? Riquísima, Mister McBride,
riquísima, como los chicharrones de mi pueblo. ¿Los qué?
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