Jornada Semanal,  20 de mayo del 2001 
Wolfgang Hildesheimer

Retrato de un poeta


José Abdón Flores conoció en La India Bonita (restaurante de Cuernavaca que antes fue casa del procónsul Morrow –Vasconcelos dixit con ira) a Wolfgang Hildesheimer, ensayista y poeta alemán radicado en Estados Unidos. Frente a unas pacholas insignes, Wolfgang le habló del olvidado poeta Hardemuth y de su aún más olvidado crítico, Schwerdt. Aquí encontrará el lector la historia de los pleitos y amenazas que formaron la almendra de esa relación enfermiza que nunca se dio y que se sigue dando en otros ámbitos. Las rabias del crítico y los pavoneos del poeta recorren este retrato velado y fantasmal, pero absolutamente comprobable.

El poeta Sylvan Hardemuth, quien murió hace varios años, fue una de las figuras más extrañas en la historia de la literatura. Su caso –el de un hombre que fue celebrado como poeta porque no fue comprendido– debe verse como un asunto tanto peculiar como único.

El nombre real de Hardemuth era Alphons Schwerdt. Su extraordinariamente lúcida percepción en materia de literatura se manifestó mientras aún era joven. Usó este juicio en astutos ensayos críticos, haciendo campaña contra ciertos poetas selectos de fin de siglo, a quienes rápidamente silenció. A partir de entonces, habiéndose desecho de sus víctimas, también él cayó en el silencio. Puesto que por el momento no parecía haber otras víctimas que se ofrecieran (no tenía objeciones, o mejor dicho interés, en la tendencia general de la literatura contemporánea), decidió escribir su propia poesía, mostrando los mismos defectos cuya condena crítica había emitido la mejor luz en el arte de su venenosa pluma.

Tomando el nom de plume de Sylvan Hardemuth, escribió una serie de versos. Luego de su publicación, la revista literaria más influyente hizo circular una crítica demoledora tan brillante que los lectores devoraron ávidamente la poesía de Hardemuth con el fin de saborear por completo la valoración de Schwerdt –si a alguien le importa llamarla así.

Un año después apareció un segundo volumen de poemas de Hardemuth, seguido por la reseña de Schwerdt, que debe ser descrita simplemente como un parteaguas en el campo de la crítica literaria. Este procedimiento se repitió al año siguiente, y bien pudo convertirse en una institución literaria; pero esta vez falló porque al público, en cuyo favor jamás se puede confiar, le gustaron los poemas. La crítica, aunque más aguda que nunca, encontró un frío rechazo; los lectores determinaron que, a pesar de toda su dialéctica experta, el análisis era injusto y mezquino. Schwerdt no estaba preparado para tal reacción, y en su volumen de poemas siguiente escogió un estilo que sólo puede ser nombrado como torpemente derivativo, incluso para los estándares entonces predominantes. El público, sin embargo, fue entusiasta, y se alzaron voces de indignación contra la crítica que pronto siguió al libro.

El amargado Schwerdt dejó entonces que Hardemuth redactara una colección de sonetos neobarrocos, inútilmente: Hardemuth se había convertido en un favorito del público (que demostró constancia en su favor), y disfrutó cabalmente la no deseada aura de gran poeta. Su prestigio se acrecentó por su rechazo a realizar apariciones públicas. En 1909, como tal vez recuerden algunos lectores, recibió el Premio Nobel.

Esto fue demasiado para Schwerdt. Desanimado e incomprendido, decidió cargar la seudoexistencia del poeta inventado ad absurdum. Como Sylvan Hardemuth, compró una granja con tierra cultivable, establos, ganado y toda la parafernalia. Se estableció allí, escribiendo un volumen de poemas tras otro, retrocediendo a través del desarrollo del estilo en los siglos. Acababa de componer una épica homérica cuando su pluma le fue arrebatada de la mano por la muerte, que parecía haber esperado con devoción hasta que el poeta alcanzara los orígenes.

Además de estos trabajos, Hardemuth escribió ocasionalmente pequeños artículos para suplementos semanales, elogiando la silenciosa simplicidad de la vida en el campo, la insensibilidad de la población rústica, la belleza de las montañas en las distintas estaciones y la dignidad llana del ganado. Llevada por la vanidad herida, incluso la gente brillante algunas veces va demasiado lejos, pues, desafortunadamente, debe decirse que estos artículos, obviamente escritos en momentos de satisfacción diabólica, fueron tomados muy seriamente por el público; a decir verdad, por un tiempo, casi parecía como si los estratos educados fueran a regresar a la naturaleza. Pero las cosas no llegaron a tanto; ni siquiera la influencia de un Hardemuth era tan poderosa.

Hardemuth trató una vez más de ser Alphons Schwerdt, esta ocasión en un artículo más bien de mal gusto, alegando que toda la farsa de la granja no tenía otra función más que la de convencer a los visitantes con observación inexperta de que todo era un montón de mentiras: el granjero, es decir Hardemuth, sólo pretendía labrar, las manos que trabajaban eran de actores desempleados, y los rebaños estaban llenos de vacas falsas hechas con fibracel pintado. Este ataque –sin duda, completamente ridículo– sólo ocasionó más regocijo. Fue visto, en cierto grado correctamente, como la furiosa e impotente rabia de un enano contra un gigante. Entonces Schwerdt guardó silencio como Schwerdt para siempre.

Pero entonces Hardemuth –de aquí en adelante lo llamaremos así– se asentó más y más en su papel titánico a medida que envejecía, olvidando, o al menos reprimiendo, su identidad previa. No sólo la libertad que gradualmente había adquirido le permitió saltar de una era a otra en poesía (¡una verdadera rapsodia de eclecticismo!), sino que entonces ajustó su vida diaria más y más a su existencia poética. Recibía a sus innumerables visitantes sentado en un sillón alto, con una toga alrededor de sus hombros y una manta doblada sobre sus rodillas, una pose que copió de las representaciones tradicionales del príncipe de los poetas, quien, como sabemos, debe protegerlas contra corrientes de aire para asegurarles la inmortalidad. También se rodeó de discípulos, hombres y mujeres, que sentados ante él en cojines (los denominaba “cojines para discípulo”) lo llamaban “maestro”. Un retrato pintado pocos años antes de su muerte lo muestra en su sillón, con una pluma en la mano izquierda, un rollo de pergamino en la derecha; una sonrisa amargamente delicada revolotea en su cara como si estuviera perdonando al espectador antes de cualquier juicio erróneo que pudiera proferir acerca de él, Hardemuth. Esta pintura es de mi posesión. La compré a una galería nacional por un precio razonable, cuando Hardemuth –no mucho después de su muerte– resultó ser en verdad Schwerdt, con lo cual cayó en póstuma y definitiva desgracia ante el público, que se sintió dolorosamente decepcionado.

En pocos años Hardemuth será entregado al olvido, un destino cuya gracia muy pocos Nobel han tenido. Cuando Hardemuth sea olvidado, Schwerdt también será olvidado, pues el uno anula al otro.

Traducido del inglés por José Abdón Flores