Jornada Semanal,  20 de mayo del 2001 
Cuentario

No son pocas las características que como cuentistas comparten Natalia Núñez, Camila Pascal y Agnieszka Kaweka: entre ellas ponga usted, además de la obvia perspectiva de género, la concreción narrativa lograda a base de un uso estricto de las reglas básicas del cuento, así como otra quizá más difícil: una sugerente y bien lograda atmosferización. Más allá de esto, las tres autoras comparten la necesidad de poner en letras lo que piensan del encuentro con el Otro que, nada casualmente, siempre resulta ser un hombre.

Un cortado en Lombardos

Natalia Núñez


–¿Orlando? ¿Eres tú? –dijo ella.

Ajena al ambiente saturado de alientos extraños apareció. Al entrar, la puerta giratoria aplaudió sobre su capa roja, y el vuelo de sus pliegues le dio un alcance inaudito a sus pasos.

Afuera, el invierno cruzaba las calles. Se alargaban las sombras en la ciudad estremecida de frío, y en las tabernas convergían los reflejos vagos de algunas pasiones humanas.

Se presentó ante mí como si me conociera desde un tiempo lejano y sólo deseara que yo fuera Orlando. Pero no lo soy, soy un hombre cualquiera que bebe una taza de café que se enfría, porque la mujer más hermosa que ha visto en su vida lo confundió con un desconocido de nombre insuperable. ¿Qué le digo? No, soy George, mucho gusto. ¿Gustas sentarte y compartir conmigo una taza de café que no podría pagar...? Se iría como llegó, reprimiendo el entusiasmo y la capa roja.

Había algo indescriptible en sus ojos, una especie de líquida aristocracia que la hacía deseable y misteriosa, una elegancia que no se obtiene más que con leche de nodriza y tardes solitarias con las niñeras.

A mí las cosas no me iban bien por ese tiempo. Nadie escribía papeles para actores bajitos con poco pelo, la industria del teatro había declinado para beneficio de los bellos. Esa tarde me dolían los pies. Se me congelaron de tanto caminar de una audición a otra. No tenía más que dos pesos en el bolsillo, lo justo como para un cortado en Lombardos.

El café se enfriaba y yo, callado, estupefacto, luchaba conmigo mismo. Mientras, ella se apoderaba del silencio, su escote se derramaba sobre mi rostro y mi cuerpo se extraviaba en el olor de su perfume: suave, exacto para el clima y su combinado de lana.

Posiblemente Orlando habría besado su mano con delicadeza; se habría levantado y le hubiera cedido el asiento. Como cuando eran niños y los padres de ambos viajaban por el Mediterráneo y él le cedía a ella el amor que guardaba para alguien que compartiera sus temores. Quizás él es lo único que le queda, y por eso lo busca desesperada a lo largo de los años. Cegada y vacía vierte sus esperanzas en cada rincón del mapa urbano que la contiene y se entrega completa ante la duda de cómo será el rostro de su amado después de tanto tiempo. ¡Ah, Orlando! ¿Dónde estarás en este momento en que ella te necesita tanto?

Un ruido de cristales nos sorprendió. Una ráfaga de ametralladora quebraba la vitrina en mil pedazos. Me tiré al piso buscando refugio y la arrastré conmigo.

Cuando el sonido de las sirenas de la policía se acercaba, la miré directamente a los ojos. El terror se había convertido en lágrimas de alivio y su cuerpo adelgazaba en mis brazos, fundido con la muerte, que era toda para ella. Entonces la abracé para devolverle el calor que tan sólo en unos segundos ella había volcado sobre mí y le dije al oído:

–Sí, soy yo.

Ella sonrió.

 

La pesca

Camila Pascal




Se asomó sobre el cuerpo esparcido y fue el roce de su sombra, no el ruido casi imperceptible de la llegada, lo que la sustrajo de esa somnolencia tibia, salina.

–¿Quieres venir a pescar? –preguntó él.

–Bueno –balbuceó ella sin abrir los ojos. Se levantó, se sacudió la arena pegada a la piel, se puso la falda, que apenas le cubría los muslos, y una camiseta estrecha y sin mangas.

Se fueron por los peñascos, siguiendo el sendero escurridizo que bordea la costa. Atravesaron una playa larga, virgen de toda presencia, hasta alcanzar otra vez el roquerío.

Ella iba tras él, descalza. Al llegar a una roca plana, desbocada en equilibrio sobre las aguas rabiosas, se detuvieron.

–Aquí es buen lugar –dijo él.

Se acuclilló, sacó de su bolso los aparejos para la pesca y preparó la carnada. Pequeño de estatura, su piel mate refulgía en la claridad nítida, brutal, de los trópicos.

Ella lo observaba. Las manos precisas, el movimiento certero al lanzar el hilo de nylon; la respiración acompasada del músculo a la espera.

Él se volteó. En la manera de acercarse, en el reflejo de su pupila, el deseo se insinuaba amordazado.

–La hora no es buena, ya no quieren picar. ¿Quieres que te muestre una cueva que hay aquí cerca?

Ella levantó los hombros, miró más allá.

–¿Cuál? –preguntó.

El sol flirteaba con el mediodía y ella se imaginó como pez que se acerca sin hambre a la carnada.

El camino moría en un suave declive de arena. Ahí mismo, a un costado de la muralla rocosa, hallaron la cueva. Él no dijo nada, se desvistió y se recostó en la débil franja de sombra. Ella, después de él, se quitó la falda, la camiseta y la parte alta del bikini, descubriendo los pechos, tan pequeños, casi insignificantes.

–Vas a estar mejor si te quitas todo –le dijo con desenfado perentorio y ella obedeció como si esa tierra abrupta la obligara a desnudarse.

En la exigua caverna la arena dibujaba una línea de silencio entre los cuerpos tendidos. El brillo de la piedra detenía el ritmo seco y candente del aire.

Él acercó su mano. Lentamente delineó la curvatura del hombro.

–Eres tan blanca –dijo, y eran sus ojos, sus labios, no sus dedos, los que resbalaban sobre la piel.

Ella se irguió y se retrajo, enroscando sus rodillas hasta el pecho, no sólo para cubrirse y alejarse de él, sino también del peso de toda esa soledad salvaje aliada al deseo de aquel hombre.

Entonces se levantó, escapó corriendo hacia la orilla, sin detenerse, hasta dejarse caer en la boca abierta del océano. La tierra y el hombre quedaron al borde de la espuma. En la cúspide, el sol era un círculo de fuego, abrasador, despiadado.
 


La niebla

Agnieszka Kawecka

Salía de los rincones más oscuros, inundaba el aire. Nuestro jadeo cesó ante la imagen de la lechosa niebla, tan espesa como el bosque que nos rodeaba.

–Hermoso paisaje, ¿no crees? –musitó, y su piel se estremeció por el frío. Se cubrió con el chal de lana, mientras sus largas piernas se movieron en dirección a la ventana.

Miré los contornos de las contraventanas en donde comenzaban a dibujarse las primeras pinceladas de la niebla. Asentí con la cabeza sin gran entusiasmo. Estaba ardiendo y quería tenerla completa, sin las acostumbradas pausas.

Me levanté y me paré tras ella. Rodeé sus caderas con mis manos. Despacio seguí el camino de las curvas hasta llegar a los muslos. En ese momento su cuerpo se tensó y me empujó con suavidad.

–¿Viste eso? –dijo inquieta mientras sus ojos buscaban algo tras el cristal.

–No.

–Creo que alguien está ahí. Mira.

La niebla avanzaba despacio devorando todo lo que había a su paso. Las siluetas de los pinos se perdían en ese mar blanco que pronto llegaría hasta aquí. La estreché y mis labios recorrieron su cuello.

–Ven, ven conmigo –la jalé hacia la cama, pero ella se quedó inmóvil con las cejas arqueadas en un gesto de asombro.

–Estoy segura de que hay alguien ahí.

–No hay nadie en veinte kilómetros a la redonda –encendí un cigarro mientras el fuego consumía mi entrepierna. Estaba harto de hablar o de ver cosas que no existían. Sólo era la niebla y sus malas jugadas, la conocía demasiado bien para caer en sus engaños, y tampoco permitiría que estropeara la noche. Era mi noche.

–No hay nadie ahí –insistí–. Mejor ven conmigo.

Abrió la ventana y un soplo helado castigó mi espalda. Sus desnudos pechos revolotearon con el aire.

–Ahí está. Mira.

Nuevamente me acerqué sin quitar la mirada de sus senos. Los pezones se endurecieron por el frío. Los apretujé mientras mis ojos recorrían el paisaje. No había nadie. Sólo la espesa nata que ahora deslizaba su lengua blanca por la ventana. Cubría sus caderas, penetrando en los lugares que nunca me pertenecieron.

El fuego subió lentamente desde mis genitales hasta la cabeza. Cerré de un empujón las contraventanas hasta escuchar el crujir de la madera.

–¡Que vengas aquí! –procuré medir mi tono de voz, pero la furia logró perfilarse por mi garganta. El resultado fue que emití un gruñido que la volvió a la realidad.

–¿Qué te pasa? No me grites –sacudió su negra melena que cubrió por un momento sus pechos. Las pinceladas de la niebla aún envolvían su vientre, ondulaban entre su vello deslizándose hacia abajo.

–Perdón, no quise gritarte.

–Ahí hay alguien, a lo mejor necesita ayuda, pero tú sólo puedes pensar en sexo.

Suspiré y contuve mi ira. Di una última ojeada a su cuerpo y me puse el pantalón.

–Bueno, si quieres voy a averiguar para que estés más tranquila.

Se sentó en la cama recogiendo sus piernas hasta la barbilla, mientras su sexo se asomaba entre los muslos. Encendió un cigarro con la mirada clavada en el cristal.

Salí y de inmediato el aliento de la niebla entró en mi boca. Enredó su lengua en la mía. Escupí y avancé empujándola con el pecho. Se enredaba en mi vello, jaloneaba mis tetillas mientras yo recorría los alrededores de la cabaña. Tal como lo había dicho, no había nadie.

Regresé. Seguía sentada en la misma posición. Su cigarro estaba por consumirse.

–Lo vi –murmuró sin mirarme–, estaba desnudo y sus ojos eran completamente blancos.

No entendía lo que me decía, pensé que estaba delirando por el frío. Quise cubrirla con la cobija, pero no me lo permitió. Se levantó y con firmeza abrió la puerta. Después extendió los brazos mientras la niebla envolvía su cuerpo. Antes de que pudiera acercarme, ella había desaparecido. La busqué hasta lo profundo del bosque, pero no encontré nada; sólo los jadeos, toda la noche escuché jadeos y risas. Era su voz. La policía tardó dos días en hallar su cuerpo. Sus pechos estaban surcados por las garras de algo que hasta la fecha los expertos no han podido definir, pero yo sé. Aún tengo el sabor de la niebla en mi lengua y los surcos de garras en mi pecho. Por las noches escucho sus jadeos, los gritos de placer que nunca me dio.