Jornada Semanal,  13 de mayo del 2001 
Sergio Pitol
 
 

Pedro Henríquez Ureña visto por sus pares

Sergio Pitol rinde homenaje a Pedro Henríquez Ureña, con base en las opiniones de algunos de los pares del maestro nacido en la “isla primada de América” (Alfonso Reyes dixit). Borges, Caso, Gómez Robelo, Acevedo, Reyes, Vasconcelos, Guzmán... son algunos de los personajes americanos que recibieron la influencia de don Pedro (este es uno de los más merecidos “dones” de nuestro mundo literario) y se beneficiaron de su magisterio, crítica amable y consejo estricto y bien meditado. En este ensayo, Sergio Pitol nos dice que don Pedro “puso a estudiar a todo el mundo” y preparó a los jóvenes para que pasaran “con naturalidad de la filosofía alemana, al humanismo renacentista, a Wilde, a Shaw, al barroco, a muchas cosas más, para arribar siempre a Platón y deleitarse con la sabiduría helénica”.

En páginas deslumbrantes, Borges destaca, catorce años más tarde de la muerte del eminente polígrafo dominicano, sus notables rasgos de maestro, un maestro, señala, cuyas ideas no quedaron sólo registradas en el papel, sino que siguieron siendo alentadoras y vivas para quienes las escucharon y conservaron en la memoria, porque dentro de ellas había un hombre. Aquel hombre y su realidad las bañaban. Una entonación, un gesto les conferían una virtud hoy día inconcebible... Su dilatado andar por tierras extrañas, el hábito del destierro, habían afinado en él esa virtud. Rara vez condescendía a la censura de hombres o pareceres equivocados; yo le he oído afirmar que es innecesario fustigar el error, porque éste por sí solo se destruye. Le gustaba alabar; su memoria era un precioso museo de literaturas.

Al nombre de Pedro Henríquez Ureña –continúa Borges– vincúlase también el nombre de América. Su destino preparó de algún modo esa vinculación; es verosímil pensar que Pedro, al principio, engañó su nostalgia de la tierra dominicana suponiéndola una provincia de una patria mayor. Con el tiempo, las verdaderas y secretas afinidades que las repúblicas del Continente le revelaron fortalecieron su sospecha. Alguna vez tuvo que oponer las dos Américas, la sajona y la hispánica, al viejo mundo; otras, las repúblicas americanas y España, a la República anglosajona del Norte.

Para Pedro Henríquez Ureña, América llegó a ser una realidad; las naciones no son otra cosa que actos de fe, y así como ayer pensábamos en términos de Buenos Aires o de tal o cual provincia mañana pensaremos en términos de América, y alguna vez del género humano. Pedro se sintió americano y aun cosmopolita, en el primitivo y recto sentido de la palabra que los estoicos acuñaron para manifestar que eran ciudadanos del mundo y que los siglos han rebajado a sinónimo de turista o aventurero internacional. Hasta aquí Borges.

Su periplo cubrió unos cuantos países, no muchos. En todos ellos dejó huella profunda y formó a decenas de alumnos de primerísimo nivel. Nació en Santo Domingo en 1884, hijo de un ex presidente de la República y de una madre escritora y pedagoga. Salió de su país en la adolescencia y sus residencias posteriores fueron Nueva York, La Habana, México, Madrid, Pennsylvania, Buenos Aires y La Plata.

El espacio fundamental de su formación parece haber sido México, donde vivió en dos ocasiones intensas y revitalizadoras experiencias para él y para nuestra cultura; años de verdadera formación en los cuales realizó la plenitud de su destino. La primera transcurrió entre 1907 y 1914, y la segunda y última entre 1920 y 1924. El de mayor y madura floración fue Argentina, donde vivió de 1924 a 1946.

En 1907, al llegar a México, venía provisto de un sorprendente bagaje de saberes. Hablaba y leía el inglés y el francés, podía leer textos en griego y latín y orientarse también en el alemán. Ya a los dieciséis años, cuando salió de su país natal, tenía básicamente estructurada su cultura: la literatura española medieval y la de los Siglos de Oro; Shakespeare y los dramaturgos isabelinos; los rusos del siglo xix, en especial Tolstoi; la novela inglesa desde el inicio hasta los contemporáneos; la obra de D’Annunzio; los dramas de Hauptmann, que fuera de Alemania aún casi nadie conocía, la literatura escandinava más reciente, en especial el teatro de Ibsen, autor a quien rindió culto apasionado en aquel tiempo.

En 1901 viajó con su padre a Nueva York, donde hizo estudios durante tres años. En esa época, según cuenta en sus memorias, se impuso un programa estricto de lecturas: un drama clásico o moderno cada día y quince libros al mes que podían ser novelas o ensayos. Allí, en Nueva York, se inicia en el estudio de los griegos y se apasiona por el teatro, los conciertos y la ópera, predilecciones que no le abandonaron ya durante el resto de su vida. De 1904 a 1905 vivió en La Habana, donde escribió su primer libro: Ensayos críticos, aparecido pocos días antes de partir hacia Veracruz, puerto adonde llegó el día 7 de enero de 1906, con veintidós años encima y en el que permaneció seis meses, manteniéndose como periodista de El Dictamen para luego instalarse en la Ciudad de México. La capital lo deslumbró y a su vez él deslumbró a los jóvenes literatos mexicanos. En las oficinas de la revista Savia Moderna, donde colaboró con algunos ensayos, comenzó a conocer a los jóvenes escritores mexicanos.

Alfonso Reyes, sin duda su más entrañable amigo en el transcurso de toda la vida, lo conoció entonces. Años después, evocaría con emoción el momento en que se conocieron:
 

…cuando lo encontré por primera vez en la redacción de Savia Moderna, me pareció un ser aparte, y así lo era. Su privilegiada memoria para la poesía –cosa tan de mi gusto y que siempre me ha parecido la prenda mayor de una verdadera educación literaria– fue en él lo primero que me atrajo. Poco a poco sentí su gravitación imperiosa, y al fin me le acerqué de por vida. Algo mayor que yo (cinco años), lo consideré mi hermano y a la vez mi maestro. La verdad es –concluye Reyes– que los dos nos íbamos formando juntos, pero él siempre unos pasos adelante.


El encuentro por aquellos días con dos jóvenes filósofos de la época: Antonio Caso y, sobre todo, Ricardo Gómez Robelo, le descubrió al dominicano el grado de ilustración que poseían algunos jóvenes mexicanos. Gómez Robelo tenía entonces veintidós años, la misma edad que el recién llegado, y ya en la primera ocasión que conversaron –según anota Henríquez Ureña en sus memorias– le habló con familiaridad perfecta de los griegos, de Goethe, de Ruskin, de Oscar Wilde, de Whistler, de los pintores impresionistas, de la nueva música alemana, de Schopenhauer.

En ese medio propicio al coloquio, Pedro Henríquez Ureña descubrió su capacidad magisterial. Puso a estudiar a todo el mundo, a traducir, a escribir, a preparar conferencias, a pasar con naturalidad de la filosofía alemana al humanismo renacentista, a Wilde, a Bernard Shaw, al barroco, a muchas cosas más, para arribar siempre a Platón y deleitarse con la sabiduría helénica.

Al año de haber llegado, sus gustos intelectuales habían cambiado, orientándose hacia la filosofía irracionalista y desechando el pensamiento positivista que era entonces de rigor en México y en gran parte del mundo. En sus memorias establece ese cambio:
 

En 1907 tomaron nuevo rumbo mis gustos intelectuales. La literatura moderna era lo que yo prefería. Por la época de las conferencias le pedí a mi padre que me enviara de Europa una colección de obras clásicas fundamentales y algunas de crítica: los poemas homéricos, los hesíodicos, Esquilo, Sófocles, Eurípides, los poetas bucólicos en las traducciones de Leconte de Lisle; Platón, en francés, la historia de la literatura griega de Outfried Müller, los estudios de Walter Pater, Los pensadores griegos de Gomperz, la Historia de la filosofía europea, y algunas otras más: las lecturas de Platón y del libro de Walter Pater sobre la filosofía platónica me convirtieron definitivamente al helenismo. Como mis amigos: Gómez Robelo, Acevedo, Alfonso Reyes, eran ya lectores asiduos de los griegos, mi helenismo encontró ambiente, y pronto ideó Acevedo una serie de conferencias sobre temas griegos, que nos dio ocasión de reunirnos con frecuencia a leer autores griegos y comentarlos.


En la filosofía contemporánea pasó de la lectura de Comte y otros pensadores positivistas a Schopenhauer, Nietzsche, Bergson y James, los autores despreciados por la filosofía oficial del porfiriato.

Las varias series de conferencias efectuadas por estos jóvenes intelectuales mexicanos en una librería célebre en su tiempo, la de Gamoneda, y después en el Ateneo de la Juventud, fundado en 1909, fueron una inequívoca señal de que algo comenzaba a forjarse en aquel tiempo, manifestación de contrariedad ante un pensamiento filosófico caduco y el preludio de los nuevos tiempos.

Un año después se inició la Revolución; luego llegó el triunfo de Madero, el golpe de Estado de Victoriano Huerta, la caída del dictador, la presidencia de Carranza. Fueron tiempos de dispersión y de persecuciones, durante los cuales varios ateneístas tuvieron que salir del país: Alfonso Reyes, José Vasconcelos, Martín Luis Guzmán; los otros, los que se quedaron en México, mantuvieron en todo lo posible la defensa de la cultura y la educación. En los momentos en que se disiparon las tinieblas, caído Huerta, se crean de nuevo la Universidad y la Escuela de Altos Estudios, en cuya organización participó Henríquez Ureña. Entre otros textos célebres desarrolló su tesis sobre la mexicanidad de Juan Ruiz de Alarcón, de verdadera originalidad, que aún ahora se discute, y que en aquellos tiempos casi constituyó un escándalo. Su participación en la primera década de este siglo fue inmensa. Gracias a su acción la cultura mexicana dio un salto monumental, pues, como dijo José Luis Martínez, su influencia produjo “un cambio sustancial de tono en la formación personal y otra manera de entender el oficio intelectual y la creación literaria”. 

Esta primera estancia de ocho años fue decisiva en su vida. El vértigo de esos años lo transformó. Aquí, por laberínticos caminos, estancias en la Hélade y escalas en Nietzsche y Schopenhauer, se transformó en otro, creyó en la utopía de América y a ella dedicó muchas de sus mejores páginas.

El maestro Alfredo Roggiano, en su monografía sobre Pedro Henríquez Ureña en México, considera su primera estancia de esta manera:
 

...podemos asegurar que la venida de Pedro Henríquez Ureña a México fue una decisión singular, necesaria para determinar el destino de una vida. Pedro Henríquez Ureña encontró en México lo que iba buscando: una afirmación de su propio ser dentro de un ámbito cultural que le permitiese una valoración más alta y segura que la que hubiera podido lograr en países de menor tradición y significación histórica que México. Al mismo tiempo halló aquí lo que después fue el desiderátum de todas sus búsquedas y el contenido esencial de su obra: un sentido de la América hispánica. Cuando llegó a México, como él mismo lo confiesa, no tenía otra actitud filosófica ni otra visión del mundo y de la vida que la de su educación positivista. El grupo de Savia Moderna y de la Revista Moderna le hizo conocer nuevas perspectivas literarias. El europeísmo que dominaba en México en la década de 1900 a 1910 le hizo meditar acerca de la necesidad de encontrar medios más adecuados para una definición cultural de los pueblos hispanoamericanos. Puede decirse que a medida que Pedro Henríquez Ureña fue conociendo a México, fue adentrándose más en sí mismo y en América, en nuestra América, esa América que exhibía los grandes monumentos de las culturas indígenas, un poco sepultadas por el olvido y el menosprecio del propio pueblo que todavía no había aprendido a valorarlas y a respetarlas; y fue adentrándose también en el más hondo y auténtico espíritu español, un tanto desvirtuado a partir de la dominación borbónica de la península. En Menéndez y Pelayo vio Pedro Henríquez Ureña algunos de los elementos y virtudes que se requerían para una restauración del sentido de lo hispánico y latino en nuestra cultura. Pero Pedro Henríquez Ureña no era católico, ni reaccionario como el erudito maestro español. De ahí que lo que don Marcelino le daba era más bien la responsabilidad del saber y el contenido humanístico de la vida, la disciplina del trabajo y el respeto a los valores permanentes de las ciencias, las letras y las artes. En realidad, Pedro Henríquez Ureña venía ya preparado para coincidir, en educación, intereses y búsquedas, con el sector joven mejor cultivado de México. Como ellos traía la avidez por lo nuevo y la necesidad de cimentarse en un criterio cierto y en una orientación segura. 1907 fue el año definitivo. 1909, el año de los frutos y las decisiones. 1910, el año de la consagración. Y aunque de 1913 a 1916 llame Pedro Henríquez Ureña los años terribles de México, cabe afirmar que es en 1914 cuando realmente se define la mexicanidad. Precisamente es el año de su definición de los elementos mexicanos en la obra de Alarcón, y sobre todo, de una conciencia de grupo, que es como un asentimiento tácito y de su cultura, que es, en definitiva, el sentido y la intención de las conferencias dadas en la “Librería General” de noviembre de 1913 a enero de 1914.
 
Jorge Luis Borges, con quien inicié esta ponencia, cuenta que unas cuantas noches antes de la brusca muerte de Pedro Henríquez Ureña en un tren, había tenido una conversación con él en la calle, sobre el temor de los cristianos a la muerte súbita, comentándole un texto de De Quincey al respecto, y que Henríquez Ureña dijo como respuesta el terceto de la Epístola moral:
 
¿Sin templanza viste tú perfeta
alguna cosa? ¡Oh, muerte, ven callada
como sueles venir en la saeta!


Varios años después escribe uno de sus mejores textos y lo incluye en El oro de los tigres, lo titula “El sueño de Pedro Henríquez Ureña”, y es éste:
 

El sueño que Pedro Henríquez Ureña tuvo en el alba de uno de los días de 1946 curiosamente no constaba de imágenes sino de pausadas palabras. La voz que las decía no era la suya pero se parecía a la suya. El tono, pese a las posibilidades patéticas que el tema permitía, era impersonal y común. Durante el sueño, que fue breve. Pero sabía que estaba durmiendo en su cuarto y que su mujer estaba a su lado. En la oscuridad el sueño le dijo:

“Hará una cuantas noches, en una esquina de la calle de Córdoba, discutiste con Borges la invocación del anónimo sevillano Oh Muerte, ven callada como sueles venir en la saeta. Sospecharon que era el eco deliberado de algún texto latino, ya que esas traslaciones correspondían a los hábitos de una época, del todo ajeno a nuestro concepto de plagio, sin duda menos literario que comercial. Lo que no sospecharon, lo que no podían sospechar, es que el diálogo era profético. Dentro de una horas, te apresurarás por el último andén de Constitución, para dictar tu clase en la universidad de La Plata. Alcanzarás el tren, pondrás la cartera en la red y te acomodarás en tu asiento, junto a la ventanilla. Alguien, cuyo nombre no sé pero cuya cara estoy viendo, te dirigirá una palabras. No le contestarás, porque estarás muerto. Ya te habrás despedido como siempre de tu mujer y de tus hijas. No recordarás este sueño porque tu olvido es necesario para que se cumplan los hechos.”