Jornada Semanal,  29 de abril del 2001 

 

José María Espinasa
el estado de las cosas

El IVA y el libro


 
José María Espinasa, viejo conocedor del mundo editorial y antiguo colaborador de este suplemento, deplora –y nosotros con él– que hayan pasado los tiempos en que “México se sentía orgulloso de tener las mejores editoriales de lengua española”; compara la fenecida jauja gutenbergiana con el lamentable estado actual de la industria del libro y remata, con indignación y amplísimo conocimiento de causa, con una teoría que en estos tiempos hacendarios no suena descabellada: “No parece ser nada más una obstinación de los contadores el meter a la industria del libro en una legislación que lo condena, sino que parece ir más allá: anular el espacio del discurso que el libro, y en especial la literatura, representa.” Suscribimos totalmente una de las ideas que aquí se apuntan: “Es responsabilidad de los legisladores no dejar que esta propuesta absurda tome carácter de hecho.”


En alguna época que, y no por su lejanía temporal, parece la prehistoria, México se sentía orgulloso de tener las mejores editoriales de lengua española, de contar con los mejores tipógrafos y diseñadores de libros del idioma, con un buen número de librerías al mando de libreros preparados y hasta con un índice aceptable de lectores. El siglo XXI empieza por debajo de cero. Uno de los índices más bajos de lectura del mundo, un paupérrimo número de librerías, un descenso tremendo en la calidad artesanal del producto y un progresivo desempleo para los mejores en el oficio, y –salvo casos contados– sus editoriales o se han sumergido en la burocracia y el oportunismo de los libros de coyuntura, o han sido adquiridas por los grandes pulpos de la edición.

Si alguien tiene dinero para invertir sus asesores le dirán que en cualquier cosa menos en libros: su margen de ganancia es mínimo y muchos sus riesgos. Paralelo a eso la demagogia habla de que el libro debería estar en la canasta básica y de programas de fomento y apoyo a la lectura. Hace algunos meses se escuchaba una publicidad de Sanborns, la mayor superficie de ventas de libros en el país, en donde el libro era el peor regalo que se pudiera recibir. En fin. Y ahora, el Estado-gobierno, que produce más del sesenta por ciento de los libros que se editan, decide mandar una ley fiscal al Congreso, en la que incluye el impuesto al valor agregado (IVA) para los libros, entre otros disparates.

Los que saben de números señalan que de aceptarse este impuesto el precio del libro subiría en promedio un veinte por ciento, pero cálculos menos optimistas mencionan un treinta y cinco por ciento, si se suman los efectos en toda la cadena productiva incluidos distribuidores y librerías. En cualquier caso el efecto sería un verdadero desastre y una buena cantidad de sellos editoriales, pequeños y medianos, tendrían que desaparecer. Sin embargo, los efectos a corto plazo serán menos evidentes: se leería menos de lo poco que ya se lee. Y eso al Estado no le importa.

En la mayoría de los artículos que se han escrito al respecto –salvo el caso de Gabriel Zaid– parece privar una actitud ingenua y se vuelve a pedir que el Estado proteja al libro, lo resguarde de los ataques de un medio nocivo, pero nadie parece ver que ese medio nocivo es procurado por el propio Estado. Nunca como en esta ley de impuestos se hace evidente. La iniciativa no sólo es peligrosa en términos ideológicos –el IVA a las medicinas, por ejemplo–, sino que además es tan confusa que todos, de una manera o de otra, incurrirán en faltas que se transforman en delitos. Soy de los que creen que ese galimatías es deliberado.

En el caso del libro resulta evidente que es deliberado. ¿Quién quiere más lectores? Los escritores, los libreros, los distribuidores, los editores y los impresores. Pero el Estado no, al contrario: entre menos se lea habrá un país con menos crítica, cosa que le resulta muy conveniente. Y la manera de disminuir los niveles de lectura es subir el precio del libro a la vez que se sigue con la política de los libros subsidiados hasta el regalo. El PAN no ha cambiado en esto la política del PRI: hacer que se fomente la lectura para mejor acabar con ella, sólo que lo disfrazan de un monetarismo muy conveniente de cara a la opinión pública, ésa que quiere una economía sana así genere pobreza. Si hay que dejar de leer para que eso ocurra, no hay problema. 

Las experiencias similares en otros países son ilustrativas: donde se ha impuesto un criterio monetarista para el libro, incluso cuando ha mejorado el nivel económico el número de lectores ha bajado, como en el caso de Chile, mientras que donde se ha impulsado una industria capaz de crear una oferta de lectura, ésta a aumentado, aunque no en el número que todos quisieran, como en el caso de España. Cada país debe buscar sus propias leyes de fomento en función de su coyuntura, pero no puede partir de acuchillar lo poco que queda de esa industria.

Durante muchos años se buscaron mecanismos fiscales que ayudaran a la industria del libro, siempre frágil, y en algunas cosas se había acertado, aunque todavía faltaban muchas por hacer. La propuesta del IVA es apenas el principio de un tremendo retroceso que, por si fuera poco, no tendrá ninguna repercusión en la economía global. Bastaría haber aplicado un impuesto mínimo a la televisión para multiplicar por miles lo que se recaudaría. Pero la televisión sí es un aliado ideológico.

El IVA es la punta de un iceberg en una miscelánea fiscal que retira prácticamente todas las prerrogativas que se habían ganado en años anteriores, como las exenciones del cincuenta por ciento sobre el ISR e incluso la deducibilidad del libro para el comprador. La política es clara: si el libro no es rentable no tiene por qué subsistir. No deja de ser irónico que lo diga el Estado que, a través de sus aparatos, publica enormes cantidades de papel impreso que no se enfrentan a ninguna ley de mercado y que tampoco son leídos por nadie. Que esto vaya contra otras reglas promovidas por el propio Estado, como la “ley de fomento a la lectura”, no es sino una muestra más de la confusión.

De hecho, uno de los grandes problemas del libro es que tiene que luchar, por un lado, con ochenta años de políticas que de la eficiencia coyuntural, con Vasconcelos, pasaron a la demagogia ramplona; y por otro, se le aplica el criterio de mercancía sin tomar en cuenta su condición de excepción ni sus particularidades, menos aún se toma en cuenta su relación con eso que llamamos cultura, si no es para lanzar frases brillantes o programas inútiles. Se puede ver de otra manera: frente a la desarticulación que ha sufrido en la última década la industria editorial, golpeada por las devaluaciones, el alto costo de los insumos y la baja de lectores, este impuesto puede venir a ser la puntilla.

Cuando hace unos años se trató de derogar el derecho de autor hubo que explicar muchas cosas sobre esto, por ejemplo: que no era un exención sino un derecho, pero la sensación global de la polémica es que las autoridades hacendarias consideraban a los autores, especialmente a los escritores, enemigos jurados. Ahora se ha trasladado ese rencor al libro, única manera de entender una legislación que incluso ha sido reprobada por las propias autoridades del gobierno en el terreno educativo y cultural. 

Por eso pienso que más que en un argumento contable, ya señalado por los especialistas, habría que pensar en una especie de terapia psicológica. El libro ha sido un vehículo, durante siglos idóneo, para la transmisión del sentido, no tanto de los valores en sí, siempre cambiantes según la época, de la cultura. Algo similar se puede decir del documento contable, pero sólo el uso de ambos sentidos enfrentados ha provocado que representen dos maneras distintas de pensar la civilización.

Es precisamente una ley fiscal del libro el lugar en el que ese desencuentro se podría reconsiderar. El sentido que crea la palabra impresa no es ajeno, y es ingenuo pretenderlo, al sentido que crea el intercambio económico, pero ninguno de los dos es un capricho de los individuos sino un sustento social, por eso hay que reconciliarlos. Nunca como en el siglo XXel libro estuvo amenazado por la lógica mercantil y por el desplazamiento del interés de los lectores hacia otros lenguajes que captaron su atención (de manera notable y masiva: la televisión), pero en el siglo XXI la amenaza parece tomar otras dimensiones.

No parece ser nada más una obstinación de los contadores el meter a la industria del libro en una legislación que lo condena, sino que parece ir más allá: anular el espacio de discurso que el libro, y en especial la literatura, representa. Es notable que esto ocurra de manera más subrayada en los países con economías subsidiarias. El aparato económico busca que desaparezcan esos núcleos de sentido, casi fósiles de una manera de entender el mundo, los vuelve al encarecerlos una posibilidad de clase, pero a esto lo agrava que la burguesía de esos países no considera la cultura como su opción, simplemente no le interesa.

Es evidente que, con leyes como ésta, habrá libros que subsistan en el mercado: aquellos que admiten márgenes de ganancias tan grandes que el efecto del impuesto no es demoledor, los libros de escándalo o de coyuntura política, del caso Gloria Trevi a los análisis de una elección, libros de grandes tirajes cuyo precio puede absorber el incremento fiscal sin repercutir en el precio, pero es evidente que no es a este tipo de libros a los que nos referimos cuando se dice que hay que proteger la lectura (y hay que asumir que los primeros se beneficiarán del apoyo a los segundos).

Es probable que la condición marginal que el libro tiene en la economía haga que en el proyecto de ley que el Ejecutivo ha presentado a la Cámara de Diputados se considere mucho más importante la discusión de puntos álgidos en el contexto social, como el caso de los impuestos a medicinas, pero no hay que olvidar –y el Congreso lo debe tomar en cuenta– que son estos detalles menores los que forman el contenido de la ley, los que determinan su proyección a futuro. Y es responsabilidad de los legisladores no dejar que esta propuesta absurda tome carácter de hecho.

Nadie piensa que el actual sistema recaudatorio sea bueno, pero la implementación de otro tiene que valorarse desde diversos puntos de vista. En el caso del libro, el Estado debió poner sobre la mesa de discusión otros asuntos y no el IVA, como –por mencionar un problema– el hecho de que las librerías no pueden hacer acreditable, en las condiciones actuales, ese mismo IVA que no cobran en el libro pero que sí gastan en muchos otros rubros. 

La cadena productiva del libro (escritor-editor-impresor-distribuidor-vendedor) se ha visto sumida en problemas operativos muy grandes, producidos precisamente por una indefinición fiscal –que no ayuda ni perjudica sino todo lo contrario, como diría uno de nuestros clásicos– y una falta de coherencia gremial. Uno de los asuntos que corresponde al gobierno impulsar sería el del tan necesario precio único; otro, el de la capacitación profesional; otro más el de la tecnología –y entre esto la tecnología contable– asociada al libro. En cambio, se propone este asunto tan torpe del IVA. ¿No será –piensa uno– que al final es un señuelo, una de esas cosas que se meten para negociar como si se le hiciera un favor al lector?



 
 
Carta abierta




México, D. F., 22 de abril de 2001

Al Presidente de la República
Al Secretario de Hacienda

Estimados señores:

En relación con el anunciado gravamen sobre alimentos y medicinas, libros, arrendamientos y colegiaturas, consideramos que los argumentos macroeconómicos no dan cuenta del tremendo costo social y educativo que pueden implicar estas medidas, en un país como el nuestro.

Entre varias posibilidades alternativas de recaudación, ¿por qué no se ha pensado en la creación o la reforma radical de un impuesto federal sobre la publicidad, que cubrieran las empresas anunciantes y cuyo costo no fuera agregado a los productos? Y si se pensó, ¿por qué no se lleva a cabo?

Un buen impuesto a toda clase de anuncios comerciales impresos, auditivos, audiovisuales o de otro tipo, ayudaría a captar ingresos muy considerables, de parte de quienes tienen más, y en descargo de ese gravamen que afecta la subsistencia, la salud, la educación y cultura de la población y que contradice las metas que su gobierno se ha propuesto.
 
 

Amalia Porrúa
Ana Rosa González Matute
Andrea Huerta
Carmen Boullosa
Claudia Posadas
Enzia Verduchi
Elsa Cross
Evodio Escalante
Flora Botton Beja
Flora Botton Burlá
Francisco Torres Córdova
Jesusa Rodríguez
José María Espinasa
Hugo Gutiérrez Vega
Laura Emilia Pacheco
Liliana Felipe
         Luis Tovar
         Magali Tercero
         Margarita Peña
         Marga Peña
         Mónica Mansour
         Paco Ignacio Taibo
         Paco Ignacio Taibo II
         Sabina Berman
         Sara Sefchovich
         Silvia Molina
         Thelma Nava
         Tomás Segovia
         Verónica Murguía
         Verónica Volkow

         Más 270 firmas