Jornada Semanal,  22 de abril del 2001 

Adriana Cortés
entrevista con Sergio Fernández

El proustiano de los desfiguros
 

El Barroco y sus alteraciones de la sintaxis, Sor Juana, los Contemporáneos, Tamayo, Mateo Alemán, Virginia Woolf, Vita Sackville-West y, brotando de las dos, Orlando; Greta Garbo y otras diosas, Proust, la academia y la crítica. De todo esto le preguntó Adriana Cortés a Sergio Fernández y él contestó con amable precisión, aclaró muchas dudas y anunció nuevas aventuras de la palabra y de la admiración.

En esta entrevista, Sergio Fernández habla acerca de algunas de sus pasiones literarias, del cine y el arte. Sor Juana Inés de la Cruz, Rufino Tamayo, el mito del andrógino y Virginia Woolf han acompañado en sus múltiples viajes y lecturas al autor de Los peces, Miradas subversivas y Los desfiguros de mi corazón, entre otros libros.

Sergio, usted es un gran conocedor de la literatura del Siglo de Oro. ¿Piensa que su escritura es barroca?

–Yo pienso que sí. Siempre hay una alteración de la sintaxis que tiene que ver con Sor Juana, con todos esos personajes barrocos, aunque no con los temas, y que entronca hasta los Contemporáneos, por quienes siento una gran admiración. Últimamente he estado estudiando al grupo a través de uno de ellos: Villaurrutia; no a través de su poesía, sino de su crítica literaria. Me parece que hay una cierta confrontación entre lo que hace y lo que yo hago como crítico o ensayista. Villaurrutia se mete mucho con las artes plásticas. En su momento, con el muralismo y Tamayo. A mí me interesa profundamente la pintura. Tanto mi novela como las anécdotas y ensayos están preñados de la posibilidad de análisis de las artes plásticas.

–¿Qué piensa sobre la pintura de Tamayo?

–Me parece que es una pintura que riñe con todo lo anecdótico y linda con lo poético. Seguramente su influencia más importante o tal vez la única que él reconoce es lo prehispánico. Yo, en algún momento, tuve oportunidad de tratarlo; era difícil, porque su mujer, Olga era imposible. Me estimaba mucho, de manera que me acerqué de otra forma al pintor, es decir, como persona. Tamayo no era un hombre realmente atractivo de conversación, más bien era introvertido, tímido, pero uno veía en ese rostro siglos de una sabiduría que se va a plasmar en sus cuadros que están llenos de pasado histórico.

–Habla acerca de la falta de anécdota en la pintura de Tamayo. ¿Qué papel juega la anécdota en su obra?

–Justamente lo que hay en mi prosa son anécdotas. Lo que he intentado en mi vida de escritor es abolirlas para que el “yo” lírico pueda fluir de una manera más fácil; pero la anécdota es menor que la intensidad verbal que a mí me interesa poner especialmente en mis libros y me refiero a los tropos, a la imagen, a la metáfora. Hace algún tiempo, en la presentación de Los desfiguros de mi corazón, escuché dos desfiguros y pensé que eran muy fuertes; tuve que decir al final que esa lectura me había parecido un espejo, semejante a aquella frase de Mateo Alemán en El Guzmán de Alfarache donde dice el pícaro, el personaje central de la novela: “Entonces vi mi fealdad: en aquel espejo me conocí.” Y yo de pronto comprendí que no era todo lo lírico que quisiera ser, sino que más bien esos desfiguros se acercan un poco al expresionismo alemán, de carácter muy recio.

–¿De qué manera ha influido en usted la lectura de Virginia Woolf, quien tanto utilizaba el “yo” lírico?

–Orlando y Las olas son libros que he leído varias veces. Poco antes del paro en la universidad abrimos una cátedra en honor de la Woolf y yo tuve el gusto de romper el hielo dando una conferencia precisamente sobre Las olas. Dije: “ahora o nunca”, así que estudié la novela y escribí un largo ensayo. Ahora estoy leyendo unas cartas verdaderamente alucinantes de la Woolf, donde habla mucho sobre su proceso creativo. Todo eso a mí me ilumina mucho porque entiendo el proceso creativo de otra manera que cuando está dicho por un crítico, digamos George Steiner.

A propósito de Orlando, la Woolf dice que se le ocurrió el nombre de pronto. Tenía una amiga aristócrata, Vita Sackville-West; no se sabe bien a través de las cartas, pero yo concibo que eran amantes. Le dice a Vita: “Acabo de escribir un nombre, el nombre es Orlando y es una biografía de un hermafrodita y esa eres tú.” Vita le contesta con mucho sentido del humor: “Si me has asediado, si me has arrinconado, lo menos que puedes hacer es dedicarle tu libro a su víctima.” La Woolf acaba por dedicarle Orlando, una novela muy misteriosa, muy llena de trucos literarios y claro, es quizá una de las escritoras más singulares del siglo. Que yo sea un gran lector de la Woolf me da un tono de prosa distinto a que si yo fuera un gran lector de Faulkner.

–¿El mito del andrógino lo descubrió tras la lectura de Orlando?

–Debo hacer siempre una distinción entre lo que es mi vida personal y la de un escritor dentro de su libro. En este caso, el mito del andrógino es muy importante para libros como Los desfiguros de mi corazón. En el caso del análisis de Las olas tomé a un personaje medieval, Percival, que se conecta con los Caballeros de la Mesa Redonda y con la leyenda céltica del paraíso perdido. De esa manera me pude meter al libro con mucha menos dificultad porque un mito jamás traiciona la realidad de la que parte. Es propiamente el centro de gravitación de ese inmenso terreno que se llama la realidad.

–Según su opinión, ¿cuál es la diferencia entre Sor Juana, a quien se refiere como “el varón exteriorizado”, y Virginia Woolf?

–Un escritor se vale de hipérboles, frases un tanto cuanto exageradas pero que de alguna manera expresan una verdad. Lo que puedo decir es que Sor Juana tiene una mente de varón y escribe como varón, en tanto que la Woolf escribe como una mujer. Nos presenta la otra cara de la luna. Es decir, la sensibilidad es otra. Lo que no puedo hacer es meterme con la vida sexual de Sor Juana. Su reflexión prosística es lógica, empapada de una mente filosófica como es la suya, a la vez que es poética. Sor Juana es totalmente suarista o tomista y las mujeres no piensan así. La Woolf me dice cosas que para mí son de otro planeta. Es decir, no es lo mismo hablar de una lámpara vista por el lado de una sensibilidad femenina, que por el de una que no lo es. En este sentido creo que todo escritor es un poco un andrógino. No me imagino a un escritor como un macho, me parecería espeluznante.

–Usted se ha preguntado sobre la diferencia real entre un andrógino ideal y un hermafrodita. ¿Qué piensa al respecto?

–Bueno, al único hermafrodita que he conocido, y que no sé si es hombre o mujer, lo vi en un bar-cabaret de Sao Paulo en Brasil. Era realmente un ser muy extraño. El bar vivía de lo que ese hombre –o esa mujer– le daba, es decir, de toda la clientela del mundo. Además era un bar de travestis.

–¿De qué manera relaciona a Greta Garbo con el mito del andrógino?

–La vida de ella fue bastante misteriosa y secreta. Uno llega a entender en ciertos momentos que era un poco hombre y un poco mujer. Recuerdo algunas escenas de una película que se llama Cristina de Suecia en las que ella, en el papel de la reina, se disfraza de hombre y va en una nevada muy profunda a refugiarse en una taberna con el pelo recogido y sombrero de la época. Allí está el embajador español, quien al día siguiente se va a encontrar con la reina y parece que se enamora de este muchacho. Esa es una de las primeras escenas un poco ambiguas en ese sentido andrógino que el cine de Hollywood hizo. O sea que la Garbo era propicia para este tipo de papeles.

–Hablemos de algunas de sus lecturas. ¿Qué le ha dejado Sor Juana?

–Muchas horas de placer y la enseñanza de que la imaginación y la inteligencia pueden no estar reñidas, como en su caso. Yo no considero que un filósofo se incline hacia el lado de la imaginación. Más bien, creo que el filósofo corta con estas nubes de imaginación para poder hilvanar su pensamiento de otra manera. Sor Juana ayunta, por decirlo así, la imaginación poderosa, poética, con el pensamiento filosófico más estricto.

–En algunos de sus libros hace constantes referencias a Proust...

–Creo que sería mi lectura de cabecera. Incido e incido en Proust. Es difícil decir cuál de sus libros me gusta más. Todos son uno o uno son todos. Hay libros muy redondos, hay otros que no: se meten unos con otros. En realidad es una novela larguísima o muchas novelas encadenadas. Pero eso es lo de menos. Lo importante es la lección de vida y de arte que me da Proust cuando lo leo.

–Al igual que Proust o la Woolf ¿usted echa mano del stream of consciousness?

–Pero no viene precisamente de la literatura inglesa, aunque el nombre provenga de ahí. Yo creo que el primer stream of consciousness que nosotros tuvimos es la parte final del Buscón de Quevedo, que es casi una novela abstracta; pareciera una novela picaresca con sus aventuras; sin embargo, a partir de la mitad del libro empieza a convertirse en un paisaje un poquito desfigurado. De tal suerte que de pronto, las anécdotas del pícaro dejan de tener una consistencia sólida y se esfuman entre aquel borboteo de palabras, en lo cual Quevedo es inigualable. Yo creo que a nosotros nos corresponde más hablar de ese stream of consciousness en Quevedo que en otras fuentes. Lo malo es que a nuestros grandes clásicos no los conocemos bien.

–¿Y usted se ha acercado a la literatura de forma académica?

–Lo académico no me funciona. Mis clases en la universidad tampoco fueron académicas.

–¿Cuál piensa que es la labor del crítico?

–En ocasiones es importante para la gente que nunca ha versado en la literatura. Si uno ya ha aprendido el sabor de los grandes escritores, éstos se explican a sí mismos, como es el caso de la dificultad suprema de Cervantes.