Jornada Semanal,  22 de abril del 2001 

Elena Poniatowska

Dolor y belleza

En este ensayo, armado con amplio conocimiento lo mismo que con cálida cercanía, Elena Poniatowska se pregunta si Gaspare Tagliacozzi, cirujano eminente, reencarnó en Fernando Ortiz Monasterio, más de quinientos años después. Para responder, la Poni acude a Pablo, hijo de aquél, a los testimonios del famoso fotógrafo y demás familiares de un doctor capaz de llegar al hospital “enfundado en unos shorts y camiseta de jugador de tenis, subir de cuatro en cuatro, a elásticas zancadas, a la sala operatoria para canjear en el quirófano la raqueta por el bisturí”, y en ese momento ser de nuevo uno de los mejores cirujanos plásticos que se pueden encontrar, como en su tiempo lo fue el italiano Tagliacozzi. De todo esto y del libro que los Ortiz Monasterio prepararon en torno al primer cirujano plástico, nos habla nuestra colaboradora y amiga, con su habitual prosa llena de admiraciones.

Seguramente los boloñeses se habrían sorprendido al ver a Gaspare Tagliacozzi, médico cirujano, entrar corriendo como bólido en un escandaloso carruaje de caballos a la universidad más antigua del mundo, pero no menos que los mexicanos al ver al doctor Fernando Ortiz Monasterio llegar al Hospital Ángeles en un coche deportivo último modelo, salir de un salto por encima de la portezuela y, enfundado en unos shorts y camiseta de jugador de tenis, subir de cuatro en cuatro, a elásticas zancadas, a la sala operatoria para canjear en el quirófano la raqueta por el bisturí.

Si Tagliacozzi se dedicó a reconstruir la belleza con instrumentos tan primitivos como tijeras, escalpelos, cuchillos que él mismo inventaba, palos, bandas de cuero, mecates, arneses, Ortiz Monasterio da una puntadita por aquí, una estiradita por allá, y envía a sus pacientes felices y descansados a su casa a que se laven la cabeza y recuperen su confianza en sí mismos.

Se equivoca quien cree que la belleza es inofensiva. Apolo, su representación griega, concentra el amor femenino a través de los siglos. La belleza devora, es invasora, desborda, anonada, deja sin voluntad. La belleza y la fealdad inciden en la vida cotidiana, pero la fealdad, sin embargo, es a veces más poderosa que la belleza. La actriz francesa Cécile Sorel decía: “No soy bella, soy peor.” Elena Garro solía decir que después de los cincuenta años uno tiene el rostro que se merece. Por lo tanto, mi madre practicó todas las virtudes porque a los noventa y tres años, Paula Amor, con su rostro redondo, sin cirugía de ninguna especie, es de una belleza angelical. Y su nariz, ¡ah, su nariz! Ni Beatriz d’Èste la tuvo igual!

Nadie se atrevería ahora a quejarse de los sufrimientos que ocasiona una cirugía plástica porque son mínimos, pero el dolor que padecieron en el siglo xvi con Tagliacozzi, sin anestesia, debió ser infernal y los aullidos de dolor seguramente perforaron las bóvedas de todas las iglesias. Los arneses de cuero de Tagliacozzi, los dibujos de armazones que mantienen el rostro y el brazo en determinada posición para que la nariz acepte el injerto, son torturas medievales inimaginables y en nuestra época parecen dibujos de José Luis Cuevas, como aquel del paciente que se pasa seis semanas de su vida con la nariz pegada al antebrazo para lograr su reconstrucción. Ni Tántalo imaginó semejantes suplicios, ni la Edad Media tortura parecida. Hoy por hoy, a las siete de la mañana, fresco y dinámico, el guapo Fernando Ortiz Monasterio, quien también tiene el rostro que se merece, aparece en el cuarto del hospital despertando a su paciente, que ha dormido como los merititos ángeles, que todo salió muy bien, la operación fue un éxito y puede irse a su casa sano y salvo con un rostro nuevo ya que pasaron sus tiempos de “hombre elefante”.

¿Reencarnó el Gaspare Tagliacozzi de hace más de quinientos años en Fernando Ortiz Monasterio? Sus hijos así lo creen porque en la casa paterna, Tagliacozzi es una figura familiar y cotidiana. Cuando el doctor Ortiz Monasterio visita Bolonia, ve al gran cirujano plástico aparecérsele en la primera esquina y caminar sobre el empedrado de calles milenarias bajo las arcadas de la ciudad amurallada. Dice Pablo Ortiz Monasterio: “Recuerdo de niño que mi padre creía con tal vehemencia en la presencia de Tagliacozzi que para nosotros cobró una realidad absoluta. A mi padre lo veíamos poco porque cuando nos levantábamos para ir a la escuela, él ya había salido a las seis de la mañana al hospital, pero Tagliacozzi se quedaba con nosotros.”

“Al que madruga Dios lo ayuda –continúa el fotógrafo Pablo Ortiz Monasterio–; mi padre empieza su vida muy temprano, tiene mucha capacidad de acción, hace seis operaciones rápidamente y con gran eficiencia. Aparte tiene una fascinación por la buena vida, las muchachas guapas y los viajes. Dentro del estatus tradicional de la medicina, que es muy serio –ahí tenemos a los grandes personajes contemporáneos como Soberón, Sepúlveda, de la Fuente, graves, ceremoniosos, adustos, prudentes y vestidos de oscuro, que son todo lo contrario de mi padre, que viste con alegría y tiene una actitud desenfadada y vital–, transmite una carga de energía inmensa a sus pacientes y a sus hijos y no nos queda más remedio que ponernos a la altura de su entusiasmo.”

Hay que darle la razón a Pablo Ortiz Monasterio; los médicos tienen algo de fraile y de confesor. Recuerdo la gran capa del doctor Ignacio Chávez, con la que podría haber envuelto no sólo al leproso, sino a la humanidad entera. Le sentaba muy bien y hacía resaltar los nobles rasgos de su hermosa cabeza. Según los retratos y las esculturas, también Tagliacozzi, casado con la hija de una familia de tejedores de seda, vistió con primor e hizo colgar de sus hombros trajes suntuosos que lo embellecían. La belleza era su canon y ataviado con sus mejores galas iba por la vida buscándola en los rostros de los demás, en los cuerpos ajenos y en las líneas de la arquitectura de Bolonia. Si veía a un hombre con un hoyo en la cara inmediatamente le ofrecía pegarle una nariz. En esa época los duelos dejaban desnarigados a muchos. Tagliacozzi, como estudiante, diseccionó los cadáveres de criminales y otros parias rechazados por la sociedad de Bolonia. Más tarde se dedicó a investigar cómo reponer narices mutiladas, orejas cercenadas, labios echados a perder. Con Tagliacozzi, Cyrano de Bergerac no habría sufrido por su célebre apéndice y Van Gogh habría recuperado su mítica oreja. Pero claro, quizá no habrían sido ni Cyrano ni Van Gogh. Somos la suma de nuestros agujeros negros. ¿O no?

Imposible dar del doctor Fernando Ortiz Monasterio una imagen de superficialidad o de las relaciones sociales con las que generalmente se asocia la cirugía plástica, ya que el médico se abocó de manera profunda y estricta a una ciencia, una investigación, una cirugía de altísima calidad que rompió esquemas, abrió nuevos espacios y fundó una escuela de cirugía reconstructiva para enseñar a operar craneofaciales, labios leporinos, crecimiento de tejido óseo, y reconstruir los cuerpos deshechos y los rostros de accidentados como en el caso de Guillermo Levine cuyos pedazos Ortiz Monasterio recogió en la carretera. Guillermo Levine, el resucitado, le vive a Ortiz Monasterio eternamente agradecido porque sin él quizá ni siquiera podría ver. Su vocación de maestro llevó a Ortiz Monasterio a hacer en México una escuela notable cuya fama atraviesa las fronteras. Del extranjero vienen italianos, españoles, sudamericanos, a aprender de él.

Pablo Ortiz Monasterio dice: “Para nosotros mi padre es un ejemplo de trabajo, de convicción y de pasión. Para él no hay cansancio ni obstáculo que importe, su entusiasmo y su energía los vencen a todos.”

“Cuando me quise dedicar a la fotografía a principios de los setenta –cuenta Pablo–, Manuel Álvarez Bravo no era todavía la figura que es ni tenía el prestigio del que ahora disfruta, la fotografía parecía una especie de oficio menor, de hobby, a mí me habían encauzado a la economía. Mi padre, librepensador, me dijo: “Si vas a dedicarte a la fotografía, tienes que ser el mejor.”

“Tuve la posibilidad de estudiar fotografía en Inglaterra y mi padre, en uno de sus viajes, me llevó el libro de The Life and Times of Gaspari Tagliacozzi, de más de quinientas páginas, escrito por el norteamericano Jerome P. Webster y la italiana Martha T. Gnudi, publicado en 1950 en Nueva York, quienes hicieron una investigación muy minuciosa sobre este cirujano plástico del siglo xvi. Me dijo: ‘Hagamos un libro en torno a Tagliacozzi.’ A estas alturas mi padre tenía un peso internacional bestial. En ese momento me pareció genial dejar Londres, que era una nevera, e irme a Bolonia, que me fascinó. En esta ciudad mediterránea aprendí mucho de la cultura italiana, tomé fotos de la arquitectura del siglo xvi y de los documentos vinculados a la vida de Tagliacozzi, pero en realidad no sabía cómo narrar con imágenes la trayectoria de un personaje de hace quinientos años.”

Pablo es el cuarto de ocho hijos, seis hombres y dos mujeres. Juega tenis y viaja con su padre. Alguna vez acamparon en el río Usumacinta en Chiapas y salieron por Guatemala. Pablo presume que a don Fernando le gusta su conversación y su presencia le resulta cómoda y discreta, como un buen suéter de cashmere. Sin embargo, el libro escrito entre ambos y fotografiado por ambos durmió un sueño de más de veinte años, el dummy quedó encajonado y nunca prosperó hasta que, hace un par de años, Fernando Ortiz Monasterio le dijo: “Oye, hay que acabar ese proyecto, ¿no?” A estas alturas, Pablo tenía la certeza de que el libro era una oportunidad de trabajar al lado de su padre y mostrar a través de él cómo la voluntad de un individuo puede alcanzar tamaños insospechados. Se refería tanto a Tagliacozzi como al ser humano excepcional que es su padre, Fernando Ortiz Monasterio, y al rendirle homenaje a Tagliacozzi, rendírselo a su padre. En realidad Tagliacozzi fue el pretexto para este acto de amor. Si Fernando Ortiz Monasterio pudo vencer todas las condiciones de adversidad en México en un momento en que había que romper barreras y prejuicios, su hijo Pablo pensó que al reconstruir la vida y la obra del Tagliacozzi, de hace quinientos años, reviviría en México a una figura paralela, la de su padre, el doctor Fernando Ortiz Monasterio.

Según él, su padre y Tagliacozzi son parecidos físicamente porque los cuadros que le pintaron al boloñés, seguramente hechos post mortem, lo retrataron delgado y narigón, con una cara angulosa, características también de Fernando Ortiz Monasterio. Comparten la misma estatura, el mismo oficio, cuentan con la misma capacidad técnica y artesanal del cirujano, poseen la misma combinación de originalidad, arrojo y habilidad manual. Pero Tagliacozzi tuvo una desventaja: aunque operaba con mucha certeza y rapidez, era peligroso traspasar el umbral de dolor del paciente porque podía orillarlo a la muerte, y Fernando Ortiz Monasterio opera quinientos años después con la ventaja de la anestesia, además, claro, de su propia pericia.

Tagliacozzi hacía las operaciones a un núcleo de gente, los nobles (los poderosos Gonzaga de Mantua fueron sus mecenas), los afortunados de la época, los donadores, los notables. Dejarle a un gobernante un tamal a media cara en vez de nariz era correr un peligro de muerte. Fernando Ortiz Monasterio, digo, Tagliacozzi, tenía que darle cierta forma a la nariz través de correas y unas pequeñas argollas que sostenían los colgajos de la piel sacada del antebrazo y ahora extendida a la mitad del rostro. Durante tres semanas se mantenía el misterio. ¿Qué iba a pasar? Cuando la piel del brazo estaba pegada a la nariz, Tagliacozzi volvía a operar sin anestesia y cortaba tanto el colgado del brazo como el de la nariz y el paciente podía verse como Narciso en el agua del lago.

¿Cómo dar cuenta de esto en la fotografía? ¿Cómo reflejar el periodo que vivió Tagliacozzi y lo que implicó el Renacimiento en Italia? Pablo el hijo se hizo cruces. Era un tema lejano, distante, muy específico. ¿Qué interés podía suscitar un médico de hace quinientos años y sobre todo cómo revivirlo?

En las universidades de la Europa renacentista, la medicina era parte de la filosofía, los maestros con cierto estatus hacían el teriaco, una fórmula a base de polvo de serpientes y sesenta y tres elementos con poderes curativos extraordinarios. Esta medicina vinculada a la magia era confeccionada en noches de luna llena, y en ella los médicos ponían en juego toda su sabiduría. Los barberos hábiles con la navaja y el cuchillo eran los cirujanos.

Los numerosos enemigos de Tagliacozzi difundieron la idea de que sus cirugías eran sacrílegas, porque en alguna operación no usó el brazo del paciente noble sino el brazo plebeyo de su sirviente. El sirviente murió y a los tres días la nariz se le puso negra al patrón y se le cayó, lo que hizo suponer que la nariz tenía parte del alma del sirviente y no del alma del patrón. (Aún no se conocía la compatibilidad de los tipos sanguíneos.) Esta cirugía se consideró entonces un desacato no sólo contra la creación divina sino contra la alcurnia del noble desnarigado. Años más tarde, los justos de la época promovieron un juicio de excomunión contra Tagliacozzi, a quien habían enterrado con honores, lo desenterraron y lo humillaron aventándolo fuera de los muros de la ciudad en cualquier fosa común.

Después de su deshonra, a Tagliacozzi lo defendieron los científicos de la época, divulgaron sus enseñanzas y el Papa ordenó que todos los documentos del juicio de excomunión se destruyeran.

Tamaña ofensa jamás podría sucederle a Fernando Ortiz Monasterio, que además de salvar a niños del labio leporino desde el vientre de su madre, reconstruir heridos, darles una nueva piel a los quemados, rejuvenecer a hombres y mujeres, se ha mantenido él mismo, por la sola fuerza de su naturaleza excepcional, en un estado próximo al de la eterna juventud.

En Bolonia, Pablo Ortiz Monasterio recuperó la historia de la época mostrada en cuadros, calles, esculturas, y lo llamó La piel de la ciudad. A diferencia de otras provincias, Bolonia era un principado papal y dependía de Roma; eso la hacía distinta, no era autónoma. Pablo convirtió sus fotografías en naturalezas muertas, agrandó pequeñas tallas, imprimió a plana entera caras muy chicas para darles mayor dramatismo. Por ejemplo, en una lápida medieval, vio incrustada una tijera y la agrandó lo mismo que el bisturí diseñado por el propio Tagliacozzi.

La mueca de dolor de un rostro al que le falta la nariz, también es un detalle muy pequeño que en la lente de Pablo cobra proporciones gigantescas. Procuró retratar el dolor, que hoy desconocemos gracias a los analgésicos, y el libro consta de sesenta fotografías de las miles que tomó. El lenguaje de las imágenes va construyendo una atmósfera que culmina en el grito frente al bisturí. Permite imaginar la Bolonia de hace quinientos años y nos ofrece también la Bolonia actual, ya que hay fotos de parejas amorosas de los noventa que caminan bajo los mismos arcos por los cuales Tagliacozzi pasó presuroso entre una operación y otra.

Las fotos de Pablo Ortiz Monasterio están muy elaboradas. A sus reproducciones les pone brillos y texturas, enfatiza una columna, el músculo y la anatomía de un cuerpo, el canto de un libro, y conduce a sus contemporáneos hacia el detalle que quiere destacar. Recupera los rasgos monstruosos del dolor, cada uno de los primitivos instrumentos quirúrgicos, y trabaja sus fotografías artesanalmente para envolver en un halo de misterio rostros grises y columnas apagadas. En cierta manera actúa también como un cirujano plástico, no puede separar sus imágenes del ojo crítico y conocedor de su padre.

Quizá a Pablo le tomó veinte años encontrar la forma de realzar esas fotografías, darle mayor dramatismo al pavimento de las calles, a los ladrillos milenarios de la ciudad amurallada, a las estatuas que blanqueó, a los grabados que aclaró en la parte superior, a la imagen en piedra de la mítica figura de Tagliacozzi a quien retrató con su padre en Bolonia, uno al lado del otro, como a dos seres humanos excepcionales que proyectan a través del tiempo la blancura de sus cabellos y la bondad de sus intenciones.

Las fotos de Pablo son una prueba de que lo que reencarna no es el alma, sino la voluntad y el talento de los individuos. Tagliacozzi no reencarnó en Fernando Ortiz Monsterio pero Fernando tiene su mismo dinamismo, su misma fuerza de carácter y la misma capacidad de enfrentar problemas y salir victorioso sobre los timoratos y pusilánimes de la época.

Generoso, Fernando Ortiz Monasterio nunca ha escatimado sus conocimientos, la cauda de discípulos podría cubrir los quinientos años que lo separan de Tagliacozzi, no sólo por ser un maestro excepcional sino porque es inventivo y original. Quisiera dar un ejemplo que me obliga a volver a mi madre. Cuando Paula Amor sufrió un accidente automovilístico hace más de veinticinco años, se le abrió la nariz y le fue recocida con abundante hilo negro en una clínica del Seguro Social en San Juan del Río. Inmediatamente llamamos al “Caco” Ortiz Monasterio, como lo conocemos sus amigos, y él, después de examinarla, exclamó: “¡Está perfecta! Yo no lo hubiera hecho mejor”, rindiéndole así homenaje al pequeño practicante de provincia que no podía creer en su buena suerte. Quizá otro médico habría intervenido de nuevo o criticado la operación, como lo acostumbran los odontólogos quienes ven en el trabajo de su antecesor una malhechura y un desatino, pero Fernando Ortiz Monasterio acostumbra reconocer el mérito ajeno y alabar con grandeza las habilidades de sus colegas.

El libro de Landucci Editores, editado para la V Conferencia Mundial de la Salud en junio de 1999, ha resultado un acierto tan absoluto que ahora Mondadori va a editarlo en italiano para que los habitantes de la ciudad de Bolonia puedan celebrar a uno de sus grandes cirujanos, Gaspare Filius Tagliacozzi, nacido en 1545, y para que nosotros los mexicanos podamos agradecerle a Fernando Ortiz Monasterio su genio y la destreza de sus nobles manos. Gracias al homenaje a Tagliacozzi, padre e hijo podrán cruzar de nuevo los quinientos años que los separan del primer gran cirujano reconstructivo, salvar el tiempo, reunirse en Bolonia y caminar juntos de la mano, los tres artistas, los tres creadores, los tres amorosos, los tres fervorosos para quienes la belleza es ante todo un imperativo moral.