Jornada Semanal, 22 de abril del 2001

 

Ana García Bergua

 
DE ESPÍRITUS Y MERETRICES

Uno de los argumentos que más se han empleado a favor de exentar del impuesto al valor agregado a los libros ha sido el de su carácter de educadores, de forjadores del espíritu, lo cual suena a frase hecha, pero tiene un sentido cierto: aunque no sepamos bien a bien qué es, si es vegetal, animal, mineral o sobrenatural, el espíritu humano también necesita nutrirse para que sus poseedores, portadores o vil materia que lo sustentamos no actuemos como animales. De hecho es curioso que un grupo de funcionarios tan empeñados en que nos rindamos ante la supuesta evidencia de la existencia de Dios, las vírgenes o los santos, consideren al alimento espiritual por excelencia como una mercancía cualquiera, aun a sabiendas de que con semejante medida se escabecharán a la industria editorial en nuestro país, que con todo y las transnacionales –y también gracias a ellas–, es poca, y que además nada les ha hecho (bueno, tan nada les ha hecho, que parece que ni un libro ha pasado por sus manos o, si alguno llegó a estar en tan diestro o siniestro lugar, entre bostezo y bostezo de alguna primavera estudiantil, nunca logró recorrer el largo camino al entendimiento de nuestro flamante gabinetazo).

Todo esto puede deberse a la mera falta de ingenio que hace que uno extrañe a Antonio López de Santa Anna. Dicho prócer era un pillo, pero como todos los pillos, por lo menos tenía chispa; es de todos sabido que, en su desesperación por recaudar dinero del gastado pueblo, aunque fuera para robarle, Santa Anna llegó a cobrar impuestos por la cantidad de ventanas que tuviera la gente en sus casas. Sin duda ésta era una pillería, pero tenía cierta gracia picaresca, y a la larga resulta hasta menos ofensiva que el actual expediente, tan obvio e inmediato, de gravar el hambre, la enfermedad y la lectura, todo lo que mantiene vivo al cuerpo y al espíritu. 

Pero también es cierto que el libro ha perdido el peso y el significado que tenía antaño. Y no sólo me refiero a que hayan aparecido las computadoras o la televisión, no. Tienen que ver, pero es peor: si no, ¿cuántos libros uno compra y lee ya caros, cuya edición no esté hecha literalmente con las patas, llena de erratas, callejones, y viudas y huérfanas como para llenar dos hospicios? ¿En cuántos periódicos, revistas, mamotretos y prospectos no aparecen ahora separadas las palabras como en inglés, sin que al parecer nadie se haya tomado la molestia de corregir a las angloparlantes computadoras? ¿Qué medida hay para lo que se edita, en base a qué se publican ahora los libros? Evidente y felizmente hay aún muchas excepciones honrosas, pero lo cierto es que los libros se han convertido también en mercancías similares a todas las demás. Las grandes editoriales han fomentado este descuido al abaratar sus costos de producción, al no cuidar sus ediciones, y han maleducado al lector promedio actual, que ya no parece distinguir entre un libro bien editado y un folleto de farmacia, que ya no habla ni redacta en español (y en las escuelas nadie se lo enseña), y que acepta los lugares comunes que dispensan los libros de autoayuda, los cuales pretenden sintetizar en un montón de banalidades el saber que se obtiene leyendo verdaderos libros, es decir literatura, filosofía, ensayo, o lo que se quiera que de entrada no pretenda ayudar a nadie a hacerse más rico, más guapo o más estúpido. El valor de la literatura se ha vuelto también de lo más relativo, y al prestigio de un autor contribuyen ahora grandes campañas de premios, ceremonias y fanfarrias que nadie sabe si están orquestadas para que ese autor venda, o si son una manifestación real de que hay muchas personas que consideran que ese libro tiene valores literarios (suena largo pero piénsenlo y verán que algo tiene de verdad). En suma, pareciera que ya no hay quien distinga entre lo alto y lo mediocre. 

Yo no sé por qué en México no hay lectores; es algo que escucho desde que nací. Pero antes, por lo menos, no se había inventado la necesidad actual de que la gente comprara libros, aunque no los leyera, porque los libros mantenían aún su carácter de forjadores del espíritu, de ventanas, de vehículos del deslumbramiento, de cualquier cursilería de ésas que en el fondo son muy ciertas. Y los autores, para escribir libros, tampoco tenían forzosamente que pensar en venderlos (por lo menos no antes de escribirlos). Y se ve que nuestros gobernantes actuales pertenecen a una generación que, por lo visto, compró muchos libros, pero no leyó ninguno. Para ellos son un lujo como su corbata de seda, como el pato que comen en una cena, o como las pretensiones ridículas del pobre que les escribe los discursos. Un lujo prescindible, como todo lujo. Por eso le añaden el iva. ¿Habrá que culparlos de ser tan ignorantes, o no deberemos preocuparnos también quienes leemos y hacemos libros de que el objeto de nuestro amor y nuestros afanes, tan castas doncellas, se estén convirtiendo en meretrices de penthouse? (perdonen el símil moralista; debe haber sido un aire panista que entró por mi ventana). No sé. Pensémoslo, pensémoslo por nosotros mismos sin necesidad de consultar un libro de autoyuda. Y enojémonos por ello.



LA JORNADA VIRTUAL
Naief Yehya

Un nuevo orden mundial sin pasado

Espías en apuros

Por si no fueran pocos los aprietos de Bush, el chico (sin albur), en los primeros cien días de su muy cuestionable presidencia, parecería que sus muchachos no dejan de meterse en líos. Aún no se resolvía el atroz escándalo del submarino nuclear Greeneville que hundió al barco escuela Ehime Maru, cuando uno de los aviones espías del ejército estadunidense tuvo un encuentro muy poco afortunado con un caza chino que culminó con la muerte del piloto chino y con un humillante aterrizaje forzoso del avión espía en la isla china de Hainan. La tripulación fue detenida por once días mientras políticos, diplomáticos y negociadores llegaban a un acuerdo al respecto de una carta de disculpa del gobierno de Bush a la República Popular China. Este encuentro vino a estremecer a la administración de Bush, ya que representó un choque imprevisto contra la única potencia que puede quitarle el sueño a Estados Unidos en la era del nuevo orden mundial. 

Una disculpa mediocre 
pero un atractivo botín

El conflicto con China pudo ser un serio problema, pero los chinos mantuvieron la frialdad. De acuerdo con el South China Morning Post, un piloto de un interceptor pidió autorización para derribar el avión espía EP-3E Aries. De haberlo hecho y matado a la tripulación de veinticuatro personas, eso hubiera constituido un acto de guerra, una situación espinosa y delicada que hubiera sido aprovechada por las líneas duras de cada bando para presionar por una política de confrontación. Así, el beligerante Bush optó por un papel más parecido al de Jimmy Carter durante la crisis de los rehenes en Teherán, que al de su ídolo, Ronald Reagan. La carta de disculpa fue escrupulosamente redactada para permitir a ambos bandos clamar victoria. Por una parte estaban presentes muchos sorrys que complacieron al gobierno chino y por otra los estadunidenses no se comprometieron a dejar de espiar a los chinos ni a pagar una compensación por el piloto chino que perdió la vida.

Nueva guerra fría, 
mejorada y aumentada

El EP-3 probablemente espiaba a la flota de submarinos chinos, que son la columna vertebral de su hegemonía militar en el sudeste asiático. O bien tal vez vigilaba la presencia del submarino ruso Víctor III, una de las naves más misteriosas y amenazantes de la marina de Putin. Pero también es posible que estuvieran espiando un campo de pruebas atómicas subterráneas. Al parecer, los espías estadunidenses se atreven a penetrar con bastante libertad el espacio chino debido a que los sistemas de radar y comunicaciones con el comando central de éstos no son muy eficientes. Ahora bien, la tripulación fue regresada a salvo pero no lo fue el avión cargado de costoso equipo de espionaje (alrededor de cien millones de dólares en alta tecnología). Esta es la oportunidad para que los chinos puedan actualizar sus equipos y ponerse al día en materia de vigilancia electrónica, especialmente en vísperas de otros inminentes enfrentamientos, el más importante a causa de Taiwán y otro más a raíz del acercamiento y aumento de relaciones comerciales entre Pekín y Bagdad. Lo cierto es que hemos entrado en una nueva etapa de crisis permanente, una nueva guerra fría en la que la posibilidad de que se forme un eje Pekín-Moscú preocupa mucho a Estados Unidos.

El sepulcro de la historia 
del siglo XX

En 1935 Otto Bettmann escapó de la Alemania nazi con dos enormes baúles llenos de fotos; nunca se imaginó que esas imágenes serían parte de la mayor colección fotográfica del mundo. La colección Bettmann es una prodigiosa selección de más de diecisiete millones de fotos de todo tipo de cosas, personajes y situaciones. Durante años esta colección fue usada y abusada por toda clase de publicaciones, por lo cual muchas de las fotos se han dañado, además de que han sido sometidas a las inclemencias del tiempo. La decadencia natural y los malos tratos amenazaban con destruir una parte de la colección, situada hasta ahora en Broadway y la Calle 20, en Manhattan, hasta que llegó Bill Gates al rescate en 1995 y compró la colección para juntarla con sus recién adquiridos archivos fotográficos de upi (diez millones de fotos que pertenecían a Hearst, al Chicago Tribune, a Scripps y al Daily News), de la agencia parisina Sygma (treinta millones de imágenes) y de la agencia neoyorquina Saba (otro millón más). El archivo Corbis (http://www.corbisimages.com), como se llama este inmenso compendio de historia visual del siglo XX, será mudado este otoño a una mina en Pensylvania, donde será preservada por los próximos milenios a unos sesenta metros bajo tierra, en una atmósfera controlada, protegida de huracanes, terremotos, ataques nucleares y lejos del alcance de manos y ojos ajenos. Originalmente, Gates se propuso digitalizar las más de sesenta y cinco millones de imágenes pero al llegar a 225 mil (menos del dos por ciento del total) el trabajo de escaneo y digitalización (con un costo de veinte dólares por foto) fue detenido, el personal a cargo fue despedido (setenta y nueve empleados) y el proyecto abandonado, ya que a ese ritmo hubiera tomado veinticinco años terminarlo. La idea es que el archivo recibirá solicitudes de imágenes, aquellas que no estén en formato digital serán descongeladas, escaneadas y vendidas al solicitante. Pero de esta manera las fotos dejarán de estar al alcance de editores, investigadores, historiadores y publicistas, por lo que las imágenes más oscuras y desconocidas del archivo pasarán al olvido ya que difícilmente podrán ser descubiertas en las profundidades gélidas de la hermética mina-tumba de Corbis, en la cual sólo habrá dos empleados, uno dedicado a la investigación y el otro al escaneo. Otros archivos se encuentran almacenados en condiciones semejantes, pero ninguno tan inmenso, importante ni desconocido como éste. Es inquietante que un patrimonio gigantesco, relevante y esencial para entender y documentar la historia reciente pertenezca a un solo dueño. Pero es más perturbador que la fortuna de Gates no sólo le ha dado la posibilidad de modelar la forma en que pensamos y trabajamos en casi cualquier campo de la cultura, sino también la posibilidad de apoderarse de la historia con todas las consecuencias orwellianas que esto implica. 
 

Carlos López Beltrán


 


Las nubes y los relojes de Popper

Elegí llamar este espacio “relojería de nubes” para hacerle un guiño a quienes como yo admiran a Karl Popper. En un ensayo ejemplar el filósofo utiliza como metáforas opuestas las nubes y los relojes. Las primeras representan los sistemas físicos “altamente irregulares, desordenados, y más o menos impredecibles”, mientras los segundos representan aquellos sistemas “regulares, ordenados, y de comportamiento altamente predecible”. Popper coloca ambas imágenes en extremos entre los cuales podríamos ubicar por ejemplo una célula, un hormiguero, un riachuelo, el océano, un planeta, una galaxia... y así, casi todos los sistemas que conocemos. Hoy, a partir de los nuevos modelos de sistemas físicos caóticos, o en equilibrios dinámicos, podríamos criticar la imagen elegida por él. Aun así creo que brinda un atractor metafórico excelente para adentrarse en los temas que en aquel ensayo le importaban, el determinismo o indeterminismo del mundo (y de las acciones del ser humano). Lo que pone en cuestión es la posibilidad de que nuestras representaciones nos brinden descripciones perfectas, acabadas, que revelen las regularidades últimas y nos permitan predecir al detalle los desarrollos futuros. 

Popper, enemigo de certezas injustificadas, combate en el ensayo la pretensión de varias generaciones de físicos teóricos post-newtonianos (con Laplace a la cabeza) de que a fin de cuentas “las nubes son relojes” (o sea, que son en principio regulares y predecibles) y sólo nuestra ignorancia nos obliga a darles tratamientos probabilistas. Siguiendo a Pierce se inclina por la opción opuesta, que “los relojes son nubes” cuando se miran bien, y que sólo descripciones idealizadas y poco detallistas permiten que aquellos sistemas que nos parecen regulares y predecibles soporten dicha opinión. El mundo debe verse, piensa Popper, como un “sistema trabado de nubes y relojes de tal modo que incluso los mejores relojes muestran cierto grado de nubosidad en su estructura molecular”. Para esta conclusión ni siquiera es necesario apelar a la probabilidad objetiva de la mecánica cuántica; basta la termodinámica estadística. 

Popper parte de un juego metafórico relativamente vago, pero aprehensible, y va deshebrando las razones por las cuales debemos ser muy cuidadosos cuando se trata de extraer de las teorías científicas posiciones como los determinismos moral o histórico. 

La noción “relojería de nubes” me pareció un buen modo de describir lo que las ciencias (y en general todo lenguaje comprometido con algún tipo de precisión o eficacia) hacen al encuadrar ciertos aspectos nubosos de la realidad con esquemas descriptivos y explicativos, siempre aproximados pero más o menos certeros para algunos fines. Al mismo tiempo, con ella apuntaba al hecho de que el éxito científico depende de habilidades artesanales que llevan a los sistemas a alinearse y encausarse de modos tales que se puedan reproducir ciertos efectos, tecnológicos o experimentales. La connotación que busqué para mis temas es la de un difícil juego de ordenar lo inordenable, de decir con claridad lo que se resiste a ello, de tener pertrechos temporales en un camino lleno de arenas movedizas que nunca se acaba de conquistar.

La ilusión de saber total del determinismo newtoniano es a menudo confundida con el ethos científico-tecnológico, hasta por los mismos expertos. El probabilismo y el indeterminismo, que según deja claro Ian Hacking en La domesticación del azar fueron forjados durante las confrontaciones decimonónicas con los sistemas de verdad complejos (la fisiología, la biología histórica, la historia misma, y las ciencias sociales) tuvieron en Peirce y Popper a sus mejores epistemólogos. La lección, sin embargo, no parece haber caído aún en su sitio. Parece perdida la lucha por hacer que se comprenda que si algo hemos aprendido en los varios siglos de desarrollo de las ciencias modernas es que nociones como verdad, certeza, regularidad, predicción, y otras afines, hay que aplicarlas con mucha más suspicacia y malicia (con mucha más sutileza) cuando hablamos de tecnociencia que cuando lo hacemos de las cosas comunes y silvestres. El inteligente uso que hace Popper de las metáforas de las nubes y los relojes merecería ser mucho mejor conocido entre el público lector y pensante de nuestra sociedad. En los varios meses que tiene de aparecer esta columna casi nadie, de entre lectores y amigos, pareció percatarse de la alusión del título. “Sobre nubes y relojes”, el ensayo de Popper (está en su libro Conocimiento objetivo), no suele leerse. Tampoco muchísimas otras contribuciones del pensamiento filosófico y científico contemporáneo. El desconocimiento de ellas en ciertos ámbitos es pasmoso. Quizá no deba tomar esto como un síntoma de cierto malestar cultural nuestro. O quizá sí. Esta serie de contribuciones llegan con ésta a su fin a petición de los editores. Me queda desear que en espacios culturales como éste la ciencia, la filosofía y sus entornos sigan siendo consideradas como una parte indispensable en la conversación de la crítica y del saber, de la belleza y la inteligencia, que aquí se promueve. Y como dice mi admirada Ana García Bergua, colega de estos tiempos y páginas, ahora paso a retirarme.


Olga Saavedra Andrés

DE MONSTRUOS Y PRODIGIOS 
La historia de los castrati

Desde la penumbra que anuncia ya un misterio, somos guiados al inicio por el centauro y acompañados por el fiel esclavo Sulaimán, para presenciar un representativo desfile imaginario de fenómenos humanos, que según lo marca la historia han sido causa de desgracias, catástrofes y muchas veces fueron también considerados como la misma encarnación del mal.

Y ¿qué clase de monstruo encarnaría al mismo tiempo lo femenino y lo masculino? Un hombre sin barba ni pelo en el pecho, sin bigote y con las formas corporales femeninas y poseedor de una voz celestial. 

Estamos en el siglo XVI y la literal “producción de castrados” adquiere tal interés que ocupa la atención de las cortes reales y el mundo de la música. Es en este contexto que un castrado es considerado un monstruo creado por el mismo ser humano, con el fin de asegurar la belleza de la voz blanca para siempre. La descripción del proceso de castración es en el fondo cruel, pero aquí se logra presentarla como en una ensoñación. 

Los personajes hermanos siameses, Jean y Ambroise (Mario Iván Martínez y Hernán del Riego) aplican y explican el método de castración y los diálogos; su sentido del humor, su viveza, aunados al vestuario y pelucas, funcionan como el brebaje de opio que hacen beber a los infantes que serán “operados” para adormecerlos, y el público logra pasar casi con la misma suavidad todo el proceso y reaccionar tranquilo cuando se muestran los imaginarios testículos, al final de la representada intervención.

En este proceso los infantes corrían peligro mortal, pero quienes sobrevivían lo hacían para entregar todo su ser al servicio del arte. Junto con sus órganos les era arrancada su vida infantil para convertirla en un sacerdocio consagrado en su totalidad al estudio de la música.

Jorge Kuri nos ofrece una documentada obra que se mueve a lo largo de tres siglos, con Francia e Italia dejándose seducir por el canto de esta especie de ángeles terrenales. Entre danzas barrocas bailadas por todos los artistas, incluyendo a un hermosísimo caballo blanco, las escenas, aunque dinámicas, nutren más la expectativa por ver al hombre-niño-mujer cantando. 

Y cuando aparece no es difícil imaginar el porqué de tantas lágrimas europeas y cómo eran capaces de hacer florecer sentimientos desconocidos en los espectadores, pues ya estamos para este momento sumergidos en la esencia del fenómeno. 

Es justamente cuando aparece el virtuoso, interpretado por Javier Medina, con su fabuloso traje rojo y dorado, con las manos encadenadas y cantando a la libertad, que se logra una de las escenas de mayor significado y con mayor encanto. Se utilizan composiciones de Händel, Pergolessi y Bolonchini, entre otros.

Los siameses Jean y Ambroise son binomio humano del destino. Son los dinámicos guías que nos llevan de la mano por los caminos de la ópera italiana y por sus peripecias. También podrían representar la unificación de ideas, modas y gustos musicales europeos de la época, y marcan en su momento los primeros brotes del cambio social en Europa.

Ambos se separan al estallar la revolución francesa. Luego se encuentran y se conocen-desconocen pero jamás estarán de nuevo unidos. Aquello que los mantenía quedó en el sueño de esos siglos. Luego van a perderse de nuevo pero esta vez en el pantano del tiempo y para siempre. Mientras, la figura del idolatrado castrati pierde su poder y su fuerza.

Con la revocación papal para la prohibición de la presentación de mujeres en el escenario, el fenómeno de las voces sempiternas es suplantado por el de las prima donnas y los tenores. 

La Revolución francesa y todo lo que implicó; la declaración de los derechos del hombre, la prohibición de la amputación de cualquier parte del cuerpo humano, salvo en casos de absoluta necesidad, terminarán por desaparecer al invento-monstruo-ángel, quien pasa de rey de la música, de amante perfecto, de objeto de pleitesía y honor, a verdadero ser aborrecible y olvidado. Monstruo y prodigio en la víspera de su muerte.

Y en esta desolación somos lanzados aún en una espiral de angustia y locuacidad por recuperarlo. Nos vemos de pronto catapultados a la modernidad, con sus nuevas voces, sonidos y estilos, cosa que aleja, siembra y cultiva de golpe la nostalgia por los ángeles caídos. Nada se le iguala. 

Con la voz de Alejandro Moreschi, el último de los llamados castrati, interpretando el Ave María para el final, el sabor de Monstruos y prodigios se muestra magnífico y con todo su sentido, algo que en el feísmo se diría que raya entre lo que a primera vista causa repulsión pero atractivo al mismo tiempo, algo simplemente sublime.

En fechas recientes, la obra culminó su temporada en el Teatro El Galeón y actualmente realiza una gira por varias ciudades.