La  Jornada Semanal, 15 de abril del 2001


Augusto Isla

Villaurrutia: Nacionalismo y mexicanidad
 

Augusto Isla buscó un ángulo original del pensamiento de Xavier Villaurrutia para escribir este ensayo-homenaje que tiene el carácter crítico exigido por Villaurrutia para este tipo de conmemoraciones. Las hagiografías y las bobas incondicionalidades no eran actitudes favorecidas por una de las mentes críticas más lúcidas de nuestra literatura. Augusto Isla revive el clima de la polémica entre los nacionalistas y los denostados “cosmopolitas”, y afirma que lo “que se ha dado en llamar identidad nacional, a veces es una ficción atroz y otras veces, una nadería pues, pese a su modernidad, no deja de alentar un apasionado sentimiento tribal”.

En los días que sucedieron al gran movimiento social en los albores del siglo XX mexicano, el nacionalismo fue la doctrina que guió el comportamiento de ciertas élites políticas y culturales. Lo propició el Estado como instrumento de cohesión para restablecer los vínculos colectivos deshechos por la guerra civil; asido a él, afirmó su supremacía. Bien conocida es, en el ámbito cultural, la amplia labor que desplegó José Vasconcelos en ese esfuerzo de redención de las masas.

Ambiguas como la doctrina que de ellas se desprendió, las estrategias abrieron un camino de emancipación y, a la par, sometieron a los individuos a una homogeneidad aterradora. El pintor Antonio Ruiz, siempre sarcástico, describió, en el Desfile en Texcoco, las consecuencias del nacionalismo oficial: una fila interminable de niños, todos vestidos de blanco y portando la bandera tricolor, es la imagen viva de la unidad que garantiza la obediencia colectiva. Así, una política favorecedora de los marginados dejó ver su costado sombrío, el de la sujeción de los sentimientos de pertenencia a los intereses del grupo gobernante y a una cultura hegemónica que invariablemente tiende a aprisionar la libertad individual.

Sin duda, en la era moderna, la nación ha cumplido mejor que ninguna otra agrupación humana no sólo la misión de asegurar al individuo las referencias de la continuidad histórica, sino también el ejercicio de sus derechos. Pero el nacionalismo, en tanto creador de la nación, encierra una visión holista del mundo y, por ende, un sentido tiránico de la disciplina colectiva. Es voraz. Sobrepasa el reconocimiento del hecho de que los habitantes de una nación comparten tradiciones, valores, símbolos que nutren eso que se ha dado en llamar identidad nacional, a veces ficción atroz, a veces nadería. Pese a su modernidad, no deja de alentar un apasionado sentimiento tribal.

Aunque hoy transitemos por otros particularismos mitad sustentados históricamente, mitad fantasiosos, el nacionalismo desempeñó un papel circunstancial como impulso de autoconocimiento: la introspección de los pueblos ha sido necesaria para delinear su rostro, para tomar conciencia de su devenir, para distinguir singularidades y diferencias. Pero en el curso de su desenvolvimiento, llevado de la mano del Estado o de fanáticas élites culturales, el nacionalismo múdase invariablemente en suplicio moral.

Es el destino de los nacionalismos. ¿O la reivindicación de los derechos y la cultura indígena no conduce a lo mismo, a ese pasado ética y estéticamente idealizado como imagen del bien? ¿No se trata de una ensoñación como todas aquéllas que aluden a las identidades colectivas? Marx desconfiaba de las comunidades tradicionales, pues “han sido siempre el sólido fundamento del despotismo […] que aprisionaron la mente humana dentro del campo más estrecho posible, tornándola herramienta dócil de la superstición, esclavizándola con normas tradicionales, despojándola de toda grandeza y de toda energía histórica”. Acaso lo dominaba una pulsión futurista irrefrenable, pero su planteamiento sugiere la necesidad de valorar si la liberación indígena consiste en ofrecer esa salida etnocentrista que transpira ciertos humores holistas y puritanos, o bien si supone una transición del paria al ciudadano de la que habló Hanna Arendt a propósito del pueblo judío, es decir, ese salto que trasciende el narcisismo de la víctima que presta demasiada atención a su sufrimiento y, por ello mismo, acentúa su condición de segregado.

Unos nacionalismos se van; otros llegan. El espectáculo del nacionalismo campesino del México de hoy es encantador porque es utópico y, por ello, estimulante de la historia: sin utopías, sólo se entrevén la inmovilidad y la ruina; pero es también embustero: el comunitarismo tradicional tiene sus días contados; no puede convivir con el cosmopolitismo devastador de la burguesía.

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Nuestro nacionalismo posrevolucionario dio un giro perverso. Del candor y la nostalgia con que se expresaron Alfonso Reyes en su Visión de Anáhuac y Ramón López Velarde en su “Novedad de la patria”, pasó a ser dogma opresivo, una urgencia impertinente de comprometerse con el pueblo. Enfermó, no tanto de fiebre romántica como de populismo moralizante. Como Herder, nuestros nacionalistas abominaron de la autonomía cultural de las élites, convencidos de la grandeza de las gentes sencillas, de la bondad de sus creaciones, jugosas y auténticas como frutos silvestres; creían que todos, sin excepción, debían participar en el drama popular. En el contexto de la célebre polémica de 1932, que sostuvieron los nacionalistas y sus detractores, Ermilo Abreu Gómez, vehemente nacionalista, escribió: “...sin pulsar el sueño y la inquietud y el dolor y la alegría de un pueblo, no puede intentarse la definición de ninguna literatura. El pueblo aporta la materia: la literatura le imprime su dibujo. De la materia y del dibujo se deriva el valor del ejemplo. Y una literatura que no es ejemplo de bien y de belleza es literatura sin casta, literatura sin sexo”.

Un viento arcaico recorre la estética nacionalista al pretender vincular la expresión artística con un elemento externo y, más que eso, al asignarle una función social: educar al pueblo y supeditar las obras de la imaginación a un cambio de vida. La polémica era moderna en tanto que admitía contradicciones, divergencias, rivalidades que, al menos de manera explícita, no encontramos en las sociedades tradicionales ceñidas por una cosmovisión muy rigurosa y con un sentido armónico de la función social del lenguaje, por ejemplo; pero la postura nacionalista no parecía reconocer las características del espacio social en el que jugaba sus viejas cartas. Y sin embargo, podríamos comprender esa tensión, pues, como lo ha constatado Jean Duvignaud, “la sociedad moderna, y el desarrollo técnico que la acompaña, han hecho factible la realización simultánea de todas las formas del arte hasta entonces conocidas, y permitido la yuxtaposición de todas las funciones del arte hasta entonces descritas”.

La élite cultural, de suyo compleja y heterogénea, no respondió ni tenía por qué responder de manera sumisa al imperativo nacionalista. Un sacrificio así exigido contravenía los dictados liberales que cimentaban ya a la sociedad mexicana. Por eso, una minoría rechazó ese nacionalismo que, allende el legítimo derecho de una comunidad a ser diferente, maniataba el espíritu creador. En aquella batalla no faltó la reflexión serena. Pedro Henríquez Ureña escribió: “La nacionalidad es un concepto de limitación. En las creaciones artísticas, el carácter nacional, los rasgos regionales, el color local son de sumo interés, como el carácter de la época: donde existen, deseamos que perduren; donde faltan deseamos que se produzcan. Esos caracteres, esos rasgos son raíces que atan al suelo y que del suelo extraen su vitalidad; pero deben permitir florecimientos que trasciendan los límites del origen: florecimientos que den como fruto los arquetipos por encima de toda limitación.”

Pero la visión del nacionalismo que expuso el maestro dominicano aclimatado en tierras mexicanas tenía poco que ver con el furioso vendaval nacionalista que padeció la cultura mexicana en aquellos días. Al menos en lo que respecta a esa minoría que nuestra historia cultural identifica como los Contemporáneos, la limitación fue más bien una calamidad. Para Jorge Cuesta, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia –por sólo citar tres casos de aquel grupo caleidoscópico–, el nacionalismo significó una fuerza enemiga que cada uno, según su temperamento, combatió. En la polémica de 1932, Cuesta fue el más belicoso, Novo simplemente declaró que habían ganado la batalla, y Villaurrutia se replegó para ejercitar su sensibilidad e inteligencia con más holgura.

En el universo que ellos ocuparon, el de las letras, el nacionalismo llegó a extremos grotescos. Pues amén de haber sido una incitación a adorar todo lo que fuese mexicano, fue también la máscara de la envidia, pasión callada e inconfesable, e incluso el disfraz de una cultura católica y machista. Los nacionalistas, legatarios autoasumidos de la virilidad revolucionaria, no sólo desdeñaron su obra, sino los acosaron moralmente. Detrás del juicio estético se ocultó el prejuicio moral, esa pútrida flor de la imaginación del vulgo que no acierta a comprender los cambios de la vida: un aluvión de injurias cayó sobre ellos, que a su reclamo de libertad estética añadían el de conducir a su antojo sus más íntimos deseos. Ni Alfonso Reyes, tan mesurado, escapó de sentenciarlos: “Hay entre ellos mucha mariconería, enfermedad nueva aqu텔 Reyes expresó su fobia en voz baja, en una carta dirigida a Antonio Solalinde; otros distinguidos hombres de cultura como Mauricio Magdaleno, Ermilo Abreu Gómez y Jesús Silva Herzog exigieron públicamente a un Comité de Salud Pública perseguir a los réprobos y “combatir la presencia del hermafrodita incapaz de identificarse con los trabajadores de la reforma social”.

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Curiosamente, Villaurrutia siguió el consejo de Reyes con quien mantuvo una amigable relación epistolar en esas horas de querella: “Usted siga leyendo y escribiendo sin levantar la cabeza. O mejor aún (remedio del navegante para no marearse, levántela demasiado: mire a lo lejos: no se quede con los ojos fijos en lo que está cerca y olvídese del barrio en que vive.” Villaurrutia huyó de la discusión acerca del nacionalismo: la consideró “trillada”. E hizo lo que tenía que hacer, según su claro entendimiento: trabajar en soledad y silencio, guarecerse en la penumbra para modelar su esencia vital. No por eso dejó de considerarse miembro del “grupo literario más valioso de México”, ni de expresar su drama: “Sin un público cercano y visible a quien dirigirse, su obra aparece aislada estética y moralmente del México real.”

En el ámbito moral, a diferencia de Novo, que optó por una violencia puntualmente simétrica a la censura, con ese mismo sentido absolutizador con que el prejuicio colectivo –medroso y perverso– aborda la sexualidad, Villaurrutia fue congruente con aquella máxima que descubre en André Gide: “Vive como eres.” A las reprensiones de sus enemigos no contesta con violencia, acaso para no parecérseles. Era menudo, vestía sobriamente; tenía unas manos dignas del pincel de Durero. Optó por el arquetipo del hombre privado: se sentía a sus anchas con la puerta cerrada. Para no ser herido, procuró hacerse “invisible”.

Si el nacionalismo arraiga, también desarraiga cuando lo devoran la agresividad, la admonición y el etnocentrismo. El desarraigo de Xavier sigue la ruta de Ulises, se extravía en las navegaciones de su curiosidad y finalmente se recobra: como poeta en la muerte que “es también una patria a la que se vuelve”; como crítico, en un México secreto, solamente accesible a unos cuantos, que él explora por asombro, porque su paladar apetece ciertas delicias.

No era poeta de todos los días, pero la obra crítica fue como la respiración de su alma imaginativa. Cuesta escribió acerca de Reflejos, libro de poesía, que era su mejor obra crítica; yo diría que en sus ejercicios críticos está también su instinto poético. Aunque en lo fundamental le interesaba “poner a circular en lo universal”, se ocupó antes que nada de descubrir valores mexicanos, de alentar generosamente a los jóvenes. México lo asfixiaba, pero estaba condenado a vivir aquí y, como le confesó a Reyes, llegó a amar su condena “haciendo de ella una forma del heroísmo”. Así, recluso en esa atmósfera de misantropía, como poeta no quiso saber nada de las raíces de la cultura nacional, pues “son las ramas lo que está libre: se mueven, se desprenden, viajan. Hoy un hombre digno de ese nombre lleva sensibles en su corazón todas las partes del planeta”. Pero ¿como crítico? Los muros hostiles del nacionalismo no le impidieron ver maravillas ocultas en la sombras de nuestro devenir cultural y poner en relevancia su mexicanidad. Mexicanísimo es una palabra muy suya y un atributo de muchas obras que él rescató del polvo y del olvido: bodegones anónimos de los siglos XVIII, XIX y XX, retratistas del siglo XIX, la obra plástica de José María Velasco, José Guadalupe Posada, Rufino Tamayo; la escritura de Ramón López Velarde y de Sor Juana Inés de la Cruz.

¿En qué residía lo mexicano? Más allá de los temas, en unos artistas lo revelaban la mesura, la discreción, la ingenuidad; en otros, la gracia de las figuras, la sobriedad en el dibujo, la delicadeza de la ejecución. En Tamayo descubre la “admirable colorística de su raza”, la sobriedad, la solidez, el amor al volumen; en Sor Juana “ese adorno barroco tan característico del espíritu mexicano”. Mas lo mexicano no es algo que se busque, simplemente aflora: “Qué importa que alguien pida que pongamos etiquetas de made in México a nuestras obras, si sabemos que nuestras obras serán mexicanas a pesar de que nuestra voluntad no se lo proponga, o, más bien, gracias a que no se lo propone.”

De ninguna manera Villaurrutia busca la mexicanidad en una cultura alienada de sus élites. Por el cauce espiritual de México fluyen las pulsiones de las élites y las energías populares. En ocasiones se tocan con tímida caricia; en otras se entrelazan. Al ahondar en los rasgos de la poesía lírica mexicana, Villaurrutia la sorprende en su apartamiento, en su soledad: es reflexiva, melancólica, ama la forma; es celosa de su rango aristocrático; nada le debe al pueblo y deja que éste tenga su propia poesía. Y sin embargo, es el carácter introvertido y silencioso del mexicano –así dicho, genéricamente– el que le da ya el tono de intimidad y confesión, ya los prodigios musicales que encierra la poesía de José Gorostiza. En cambio, en expresiones plásticas como la de Rufino Tamayo, los lazos son más fuertes aunque no menos secretos cuando el oaxaqueño asimila la tradición precortesiana, cuando recrea la juguetería popular, legados que no hurta sino acepta en el momento que demuestra merecerlos.

Villaurrutia no sobrevalora ni subestima la mexicanidad de las creaciones artísticas. Distanciándose de las hipérboles axiológicas de los nacionalistas, la señala, no sin poner de relieve a veces su singular heroísmo: su impopularidad, sus dificultades. La pintura mexicana moderna es un ejemplo de modificación fecunda, rápida, violenta. Se realizó de manera sabia y fatal. “México supo dar a tiempo la nueva hora plástica de todo el mundo.”

¡Cuánta devoción dedicó el poeta a este país, a las mejores obras de su espíritu! Contagió esta pasión a otros. Octavio Paz le bebió los alientos. Siguió sus huellas, visitó de nuevo los parajes predilectos de Xavier, ya para cultivar la simiente, ya para destruirla: si por un lado la esencia de la visión que nos ofrece Paz de Sor Juana en Las trampas de la fe está ya en la revelación villaurrutiana de la monja como “poetisa de la inteligencia”, del deseo de saber entretejido con su vocación poética, por otro –¿hasta dónde por un equívoco?– Paz le corrige la plana en su aproximación a Orozco. El autor de Piedra de sol le dedicó un libro breve: Xavier Villaurrutia en persona y en obra, texto admirativo y crítico. ¿Fue justa su crítica? Tal vez la justicia nunca acompañe a esa predisposición del alma. Pero en Paz, tal lugar común se confunde a menudo con gratuitos dardos envenenados. ¿Por qué afirmar que a la crítica que ejerció Villaurrutia le faltó perspectiva y careció de horizontes sin darse a la tarea de demostrarlo? ¿Un delirio parricida?

Tal vez esta crítica no pase de ser una anécdota que importe menos que el haberle negado, como a otros escritores del grupo Contemporáneos, su independencia moral. Es cierto que se abstuvo en sus escritos de proclamarla. Pero sin alardear, desempeñándose como un silencioso custodio de ciertos valores espirituales –la libertad de conciencia, el derecho a vivir su propia vida–, Villaurrutia ejerció a su modo la independencia interior, como Martín Venator, el personaje de Ernst Jünger en Eumeswil. Fue un anarca. Éste, dice Jünger, “lucha en solitario, como hombre libre, ajeno a la idea de sacrificarse en pro de un régimen incapaz que será sustituido por otro igualmente incapaz, o en pro de un poder que domine a otro poder. En este sentido, está más cerca del ciudadano común, del panadero por ejemplo, que se preocupa ante todo por cocer bien el pan, o del labriego, que guía su carreta mientras los ejércitos cruzan sus campos”. Así, en su rincón secreto del bosque, Villaurrutia encontró su lugar en el mundo. Vivió fuera del orden y de sus desórdenes meticulosamente organizados, con la muertea cuestas, en duelo contra su desaliento fundamental.

Hace medio siglo Villaurrutia salió de este mundo. Perteneció a esas minorías que, acosadas por la gran Bestia en que se convierte a menudo la sociedad, trabajan a favor de un orden nuevo por el solo hecho de deslindarse con su existencia personal de una colectividad despótica. Más que exigir derechos, Villaurrutia se impuso deberes: fidelidad a sí mismo, respeto a su inteligencia, rigor crítico, virtudes que, en fin, corresponden a un altivo y noble forajido, cuyo escepticismo lo alejó de las pequeñeces nacionalistas y le permitió acercarse a una mexicanidad recóndita, sólo dispuesta a dialogar con una sensibilidad como la suya.