DOMINGO Ť 8 Ť ABRIL Ť 2001

Pablo González Casanova

Los zapatistas del siglo XXI

Los pueblos indios de México están librando una lucha pacífica que encabeza el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. En ella plantean una alternativa al mundo actual y el esbozo de una nueva "civilización". El movimiento surgió en el sureste del país entre los descendientes del pueblo maya. En sus contingentes no sólo se encuentran los herederos de una lucha de resistencia que dura más de 500 años, sino quienes vienen de los movimientos más recientes del pensamiento revolucionario y de la teología de la liberación. En todos ellos se advierten las experiencias mexicanas del pensar liberador y democrático, que tanto se enriquecieron con el movimiento estudiantil-popular de 1968 y con las luchas obreras y campesinas de los años 70. Destaca la imaginación de una democracia coherente.

El Ejército Zapatista de Liberación Nacional ha hecho los planteamientos más notables y más originales. Habiendo declarado la guerra al gobierno federal el 1o. de enero de 1994, día en que México pasaba a formar parte de la Norteamérica anunciada por el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá, el EZLN aceptó a poco las señales de paz que dio el gobierno al ordenar un cese al fuego a sus tropas y al concretar con los rebeldes el inicio de los diálogos de la catedral, que más tarde derivaron en otros realizados en el ejido de San Miguel y en el pueblo de San Andrés de los Pobres (Sacham'chen).

La transformación del proyecto militar en un proyecto de luchas políticas, más que deberse a la iniciativa del gobierno, obedeció a la enorme movilización de la sociedad civil en contra de la guerra. Abrió una nueva etapa en que los dirigentes zapatistas fueron impulsados por las propias masas indígenas y su cultura de la resistencia a defender y construir un proyecto que se centrara en los derechos de los pueblos indios, con respeto a su autonomía y dignidad, a sus tierras y territorios, a su cultura y costumbres y a su participación y representación en el Estado nacional. El proyecto se inscribió en una demanda general de transición a la democracia que la inmensa mayoría de los mexicanos exige y que incluye a los pueblos indios como actores políticos con plenos derechos. A lo largo de los diálogos para la paz, el EZLN y las organizaciones de los pueblos indios reiteraron una y otra vez su oposición tajante a cualquier intento separatista. Es más, en sus actos enarbolaron la bandera nacional y cantaron de pie el Himno Nacional. En sus pensamientos y discursos, a la defensa de los valores propios añadieron los valores universales. Entre las metamorfosis del movimiento, sin duda, una de las más importantes es la transformación de lo indígena en lo nacional y lo universal.

RAMONA~1La sociedad civil pasó de ser un importante apoyo, que desde el principio se manifestó, a impregnarse de los valores zapatistas hasta incluirlos dentro de su propio proyecto. La solidaridad internacional fue creciente e hizo suyos muchos de los valores zapatistas como se pudo observar en Seattle. A las formas tradicionales de comunicación y a la composición acostumbrada de los discursos políticos, los zapatistas sumaron las más avanzadas técnicas electrónicas, verbales, musicales, pictóricas y nuevas formas de generalizar y de ejemplificar, de explicar, narrar y convencer. El hábitat mismo se convirtió en escenario y los actores no sólo se vivieron como parte de la acción, sino de un espectáculo que ellos mismos crearon.

Los diálogos de San Andrés tuvieron lugar bajo la protección de una ley especial de paz y conciliación que dio garantías a los rebeldes y a quienes los apoyaron para organizar encuentros políticos nacionales e internacionales, algunos en las zonas controladas por los rebeldes.

Los acuerdos de San Andrés fueron firmados por los representantes del Poder Ejecutivo, de una comisión del Poder Legislativo, que contaba entre sus miembros a diputados y senadores de todos los partidos políticos de México, y por los representantes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Los acuerdos de San Andrés constituyeron sin duda una de las declaraciones políticas más importantes a nivel mundial. Seguramente serán incluidos en cualquier antología de los pactos sociales proclamados desde la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.

Los acuerdos de San Andrés no sólo precisan los derechos de los pueblos indios a la autonomía de sus gobiernos y a la preservación de sus culturas. Apuntan hacia la construcción de un Estado pluriétnico, que fortalezca la unidad en la diversidad y la articulación de las comunidades locales, municipales, regionales, nacionales, con inclusión de lo particular y lo universal. El nuevo pacto de derechos humanos no sólo incluirá el derecho a la igualdad, sino los derechos a las diferencias. No sólo incluirá los derechos de las naciones, de los trabajadores y de los campesinos. También constituirá un sistema de democracia con poder de los pueblos, por los pueblos y con los pueblos, para decidir, en uso de sus autonomías, sobre los programas sociales, económicos, culturales y políticos dentro de un pluralismo que también respete a las distintas culturas, creencias, filosofías, razas y al que guíen, como valores universales, los conceptos de democracia, justicia, libertad. El nuevo pacto asume como propios, con énfasis en esa democracia, los derechos de la persona humana, los derechos de las naciones, de los trabajadores, de las etnias, de las mujeres y de las minorías, incluidas las sexuales.

A poco tiempo de firmados, los acuerdos de San Andrés fueron desconocidos por el presidente Ernesto Zedillo. Cada vez se hizo más clara una política de cerco y asedio, que organizada por el gobierno federal y local, con el apoyo de los terratenientes y los ganaderos, llevó a la creación de fuerzas paramilitares entrenadas por el propio Ejército, y asignó considerables recursos a la cooptación de ciudadanos y de grupos, al tiempo que acentuaba la expulsión de los opositores de sus tierras y de sus pueblos. Esa política falló en el intento de liquidar a la dirigencia zapatista, y lejos de dominar la resistencia indígena hizo que ésta se reorganizara en zonas autónomas. El planteamiento político-militar de una represión generalizada se consideró, de nuevo, como altamente costoso para el gobierno, no sólo por la inestabilidad incontrolable a que podía dar inicio, sino por los renovados apoyos de la sociedad civil a una solución pacífica.

En medio de grandes tropiezos, actos de violencia y acosos militares y para-militares que culminaron con la matanza de Acteal, y mientras salía a flor un espíritu racista y colonialista, muchas veces ocultado por la retórica oficial de un país que había hecho de la resistencia indígena contra los españoles y de la mezcla de razas, parte de su simbología nacional y de su cultura dominante, triunfó el espíritu de conciliación y de paz o, por lo menos, retomó la iniciativa política en varias ocasiones.

La Comisión de Concordia y Pacificación del Congreso de la Unión elaboró un proyecto de ley que recoge varios de los derechos de los pueblos indios consignados en los acuerdos de San Andrés. El proyecto fue rechazado por el Presidente y suplantado por otro que, sin reconocer derecho alguno a los pueblos indios, se limitaba a declarar sentimientos humanitarios, populistas y paternalistas que no significaban el menor compromiso y que dejaban las soluciones tutoriales a merced de los gobernantes. El proceso de paz pareció empantanarse.

Con las elecciones del año 2000, el partido del Estado (PRI), que había gobernado en México más de 70 años bajo distintos nombres y estructuras, fue derrotado por el PAN, un viejo partido liberal-conservador que atrajo el apoyo de amplias masas afectadas por la política neoliberal. Estas votaron con un no al PRI. Vieron en el Partido Acción Nacional la posibilidad de una alternancia de partidos que, sin constituir una alternativa de políticas financieras, económicas y sociales considerable, al menos abriría nuevos caminos al proceso de democratización.

El triunfo del PAN representó un cambio innegable en la nueva política del titular del Ejecutivo hacia Chiapas, los rebeldes zapatistas y los pueblos indios. El Presidente hizo suyo el proyecto de derechos y cultura indígenas, formulado por la comisión del Legislativo en el gobierno anterior, y lo presentó al Congreso de la Unión. Al mismo tiempo dio las garantías necesarias para que el EZLN realizara una marcha por 13 entidades de la República Mexicana en apoyo del proyecto. La marcha logró concentraciones sin precedente a lo largo de su recorrido y culminó con un acto en el palacio del Congreso de la Unión, en el cual los líderes indígenas -empezando por la comandante Esther- mostraron su magnífico dominio del discurso parlamentario, y del idioma castellano, enriquecido por ciertos modismos e indigenismos que lo precisan en su expresión estética y su elaboración conceptual. Igualmente mostraron -todo sin quitarse las máscaras que cubren sus rostros- una cortesía y amabilidad sólo igualada por la firmeza de su pensamiento y de su conducta. El efecto en la opinión pública fue maravilloso. Varios canales de televisión pasaron el acto completo y uno podía ver cómo a la emoción incontenible de los indígenas muchas veces se añadió también la de los descendientes de los conquistadores, incluso de quienes lo son o de quienes pretenden serlo por "blancos y barbados", o por creencias y prejuicios, o por ideologías fantasmales. A todos se les veía sorprendidos por la agudeza y contención de las críticas, por la hermosa argumentación de los discursos, por la universalidad de la expresión y su sabor a terruño, así como por el atuendo de los trajes de mujeres y hombres que al "color de la tierra" añaden el de las flores, bellamente cantado por sor Juana Inés de la Cruz.

En el Congreso se notó un gran ausente: el subcomandante Marcos, cuya desestructuración como caudillo es tarea en la cual está empeñado desde los inicios del movimiento, y en la que gustoso obedece a sus comandantes, que son quienes presentan la cara enmascarada de sus pueblos cuando de negociaciones se trata.

Después de la reunión en el Congreso, la comitiva regresó a los Montes Azules. El éxito de la marcha fue evidente, aunque todos saben que lo alcanzado apenas es el principio de las tres señales que, de cumplirse, llevarán a reanudar el diálogo entre rebeldes y gobierno. Esas tres señales son: la aprobación del proyecto de derechos y cultura de los pueblos indios, la desocupación de siete bases militares instaladas en el territorio de los pueblos rebeldes, y la liberación de los presos políticos indígenas.

El Presidente ha ordenado ya la desocupación de las bases militares, ha liberado a la mayoría de los indígenas zapatistas presos y continúa defendiendo, por los más distintos medios, la iniciativa elaborada por la comisión del Congreso, que él y el EZLN apoyan y que, paradójicamente, encuentra la mayor resistencia entre los diputados y senadores de su propio partido.

La evolución futura del proceso es imprevisible, aunque por las experiencias anteriores que lograron el consenso entre el gobierno, el Congreso y los rebeldes, es posible que se alcance un nuevo éxito. Al mismo, ciertamente se oponen viejos y nuevos intereses de un colonialismo internacional e interno subsumido en la polis mexicana y en la globalización neoliberal. Pero, incluso, considerando la actual exacerbación de la crisis y los nuevos proyectos de expansión del gran capital corporativo, como el macro proyecto Puebla-Panamá, es posible pensar en un acuerdo que aleje el incendio de México, al reconocer a un movimiento radical que enarbola coherentemente el proyecto democrático, que se opone a todo acto terrorista y a cualquier vínculo con el narcotráfico, y que lejos de luchar por la toma del poder se propone una transformación de las relaciones jurídicas y sociales, empezando por una democracia participativa y representativa no excluyente, que se dé en el seno de la propia sociedad civil y de los pueblos indios y no indios.

En todo caso, en una perspectiva más amplia, el zapatismo aparece como un movimiento posmoderno extraordinariamente original y creador. Esta tesis se confirma cuando por posmoderno se entiende un movimiento histórico que ocurre y aprovecha las experiencias históricas de los proyectos anteriores socialdemócratas, nacionalista-revolucionarios y comunistas, para no cometer los errores que aquéllos cometieron; que hace suya en lo que vale y en lo que le es útil la revolución tecnocientífica de nuestro tiempo, con todas las implicaciones que tiene en los conceptos, las imágenes y los actos, en la información y la comunicación, en la dialéctica y el diálogo; que relee el proyecto universal desde el proyecto local y nacional y que, sin caer en las generalizaciones del saber único, tampoco se queda en los particularismos, por hermosos que sean y por útiles que resulten para una acción concreta. El movimiento zapatista del siglo XXI combina el conjunto en un proyecto universal que incluye lo uno y lo diverso con su forma maya o mexicana de oír y decir las voces y sonidos que vienen del "corazón" y del "mundo", metáforas ambas que enriquecen y renuevan los discursos y las conductas.