La religión tiene cada vez menos peso en la vida privada de las personas. A medida que se desarrolla la conciencia ciudadana, los individuos contemporizan sus creencias religiosas o de plano prescinden de ellas a la hora de tomar decisiones sobre su vida personal y, en particular, sobre su vida sexual. En contraste, esta liberación de las conciencias se acompaña de una presencia cada vez mayor de la Iglesia católica en la vida pública del país. Su oposición beligerante a las políticas oficiales de planificación familiar, su influencia en las élites empresarial y política, y su capacidad de presión, movilización y hasta de veto en asuntos como el condón, el aborto, la anticoncepción de emergencia, ciertos contenidos sexuales en los libros de texto y otros relacionados con el libre ejercicio de la sexualidad, ha puesto al día un tema que parecía superado: el carácter laico del Estado mexicano, sobre todo ahora, luego de la llegada al poder de una fuerza política identificada con la doctrina católica.
Uno de los estudiosos de las relaciones entre Estado-iglesias es el investigador del Colegio de México, Roberto Blancarte, autor de numerosos libros y artículos sobre laicidad. En esta entrevista para Letra S, el profesor Blancarte se refiere a las posibles consecuencias del quebrantamiento del principio de separación entre las funciones públicas y las eclesiales.
Usted afirma que las iglesias no fueron totalmente
desterradas del ámbito estatal, ¿en qué medida aún
participan del Estado?
A pesar de los 150 años de separación Estado-iglesia
en México, las iglesias no se acostumbran a actuar como instituciones
independientes, como asociaciones voluntarias, siempre han querido estar
dentro del Estado, buscan su protección para crecer o para atacar
a otras religiones, esto es una constante en su actuación. La paradoja
es que cuando en 1992 se establece una nueva ley para consolidar tal separación,
al gobierno se le ocurre instalar una dirección general para tratar
los asuntos con las iglesias en la Secretaría de Gobernación
(Segob), la dependencia política por excelencia, encargada de las
relaciones con las organizaciones políticas. El mensaje enviado
a las iglesias es claro: "ustedes son organizaciones políticas y
por tanto forman parte del Estado". Mi propuesta es sacarlas del ámbito
político y mandarlas a la Secretaría de Desarrollo Social
(Sedesol), donde están las organizaciones no gubernamentales (ONG),
y que se acostumbren a vivir fuera del Estado, si por Estado entiendo el
conjunto de instituciones políticas, partidos políticos,
sindicatos, etcétera. Así le quitamos el carácter
político a la relación del Estado con las iglesias y les
quitamos a estas últimas la tentación de utilizar al Estado
para sus propios fines, con pretensiones de influir en la toma de decisiones
y en la elaboración de las políticas públicas. Que
ayuden al desarrollo del país, pero no en el área política.
Las
políticas oficiales de planificación familiar, salud reproductiva
y prevención del sida han sido un punto crítico y de enfrentamiento
en la relación Estado-iglesia. ¿Qué está en
disputa?
Dos visiones sobre la misma materia. Para las iglesias,
en particular para la católica, esos temas son asunto de moral,
y para el Estado, por principio, se trata de asuntos de salud pública.
Está bien que las iglesias digan lo que quieran decir sobre el aborto,
desde su propia doctrina. Lo que no pueden hacer es imponerle al conjunto
de la población una determinada perspectiva moral, pues la organización
política del Estado está basada en la soberanía popular.
El Estado no puede preocuparse por una determinada moral, sino por un problema
público o de salud pública, como en el caso del aborto, por
encima de las opiniones religiosas. A quien el gobierno tiene que hacer
caso es a la ciudadanía y no a las organizaciones religiosas, con
todo el respeto que merecen.
Sin embargo, el problema se presenta cuando los funcionarios
estatales confunden su papel de servidores públicos con el de feligreses
de una iglesia.
¡Claro!, existe el peligro de que los funcionarios
de gobierno confundan el origen de su legitimidad. Si a un funcionario
gubernamental se le olvida que su autoridad proviene del pueblo y no de
una determinada iglesia, entonces confunde las cosas y corre el riesgo
de ser impugnado y de minar la laicidad, que es la forma de convivencia
que nos hemos dado los mexicanos. El puede creer lo que sea, pero tiene
la obligación de llevar a cabo la política pública
dictada por la soberanía popular, es decir, basada en lo que dicen
nuestras leyes, reglamentos y la Constitución. Hacer lo contrario
significaría poner en riesgo la estabilidad social, porque no se
pueden confundir las creencias privadas con las funciones públicas.
Existe también el temor al poder de veto de
la Iglesia católica.
Es un poder sobredimensionado que sólo tiene validez
en la medida que se otorga. La jerarquía católica puede influir
en las políticas públicas en la medida que se tope con funcionarios
ineptos o políticos despistados que eventualmente se dejen influir
y confundan la potencial influencia social de una iglesia con su verdadero
peso sobre la feligresía. Si se sostiene que hay que hacerle caso
a los dirigentes religiosos porque se asume que son representantes populares,
se está confundiendo la situación, y eso es muy nocivo para
la convivencia social. La opinión de la jerarquía no es necesariamente
la de los ciudadanos católicos, ellos no se expresan en término
sociales y políticos a través de su jerarquía sino
a través de las votaciones en las urnas. Si no se toma en cuenta
lo anterior, entonces el peso social que se le dé a la jerarquía
católica será ficticio. Los propios católicos hacen
una distinción entre su ámbito religioso, doctrinal, espiritual,
y su ámbito social y político.
¿Eso revelan las encuestas?
Sí. El creyente actual toma sus decisiones en la medida en que establece su propia relación con Dios y de acuerdo con lo que le dicta su conciencia. Su decisión ya no pasa necesariamente por la intermediación del sacerdote. En una encuesta realizada en Guadalajara le preguntan a la gente ¿dónde prefiere que sus hijos reciban instrucción religiosa: en la escuela, la iglesia, o en la familia? Mientras la jerarquía católica dice: "los católicos quieren educación religiosa en las escuelas públicas", 80 por ciento de la población católica se inclina por la familia, con lo cual están apoyando la educación laica en las escuelas públicas.
El caso más claro al respecto es el uso de anticonceptivos. La jerarquía católica podrá desaprobarlos, pero nuestros datos indican que 70 por ciento de las mujeres en edad de procrear los usan y eso significa que no podemos, por tanto, tomar la opinión de esa jerarquía como representativa de ese grupo de fieles. Está claro, no podemos asumir que las reivindicaciones de la jerarquía son las mismas de la feligresía, en ese tema como en muchos otros.
La Iglesia ha encabezado incluso campañas contrainformativas
para frenar políticas estatales, como sucedió cuando los
arzobispos difundieron información falsa sobre el condón.
¿Qué hacer en esos casos?
Si yo fuera del gobierno interpongo una demanda contra
esa iglesia por dar información falsa, así de sencillo. Es
decir, si no se limita sólo a dar su opinión, lo cual es
su derecho, sino que difunde información falsa, yo como Estado tengo
derecho a detenerla por atacar una política pública y ser
responsable de posibles daños a la población. El problema
es la falta de valor cívico, por no llamarle de otra manera, de
los propios funcionarios, y de claridad y lógica respecto a la función
del Estado.
Existe gran inquietud por el compromiso del presidente
Fox con las iglesias durante su campaña electoral. ¿Hay lugar
al retroceso?
De aquí a tres años, no. Vamos a ver como
queda la composición del Congreso en el 2003. La jerarquía
católica muestra ahora un perfil bastante discreto, porque la reacción
ha sido muy fuerte, y ellos mismos saben que no es el momento de buscar
sus reivindicaciones, pues además no las van a poder obtener ahora.
Necesitarían un ámbito legislativo propicio para introducir
cambios en la Constitución, y por lo menos de aquí a tres
años no lo tendrán. La garantía es que en el Congreso
no pasan.
Y claro, existe la posibilidad de que de manera subrepticia se trastoquen las cosas. Puede suceder, por ejemplo, que no se cambie el artículo tercero de la Constitución, pero sí los programas educativos y para eso no se necesitan cambios en la ley. Darle entrada a la intervención de las iglesias en el diseño de los programas educativos, me parece lo más peligroso.
¿Cuál sería aquí el papel
de la sociedad civil?
Defender el Estado laico, es decir, defender la no-intervención
de las iglesias en el diseño de las políticas públicas,
lo que no significa limitarlas en su derecho de expresión. Hay que
tener eso muy claro.
¿Qué está en juego?
El destino del país. En particular, las libertades
civiles, tan penosamente ganadas en las últimas décadas;
por ejemplo, la defensa de los derechos sexuales de las mujeres, la libertad
educativa, las libertades civiles que se derivan del hecho de que la conciencia
individual es la que en última instancia decide sobre lo que cada
quien hace o deja de hacer. Está en peligro hasta el régimen
democrático, porque en la medida en que la laicidad está
ligada a la soberanía popular, peligra la forma de convivencia social
que nos hemos dado hasta ahora. Existe entonces realmente el riesgo de
una descomposición social allí donde no existan normas y
valores comunes, que son los que el Estado laico busca establecer, más
allá de las creencias religiosas.