JUEVES Ť 29 Ť MARZO Ť 2001

Olga Harmony

La cabeza del dragón

En los buenos viejos tiempos de la guerra fría, el ''peligro amarillo" se refería siempre a la China de Mao. Ahora, algunas mentes curescas lo advierten en caricaturas televisivas. Condenadas por satánicas, Los Simpson -personajes que por alguna razón están pintados de amarillo rabioso- y la japonesa Pokémon han despertado las iras de los herederos del Santo Oficio. En el primer caso, se entiende, porque subvierte la familia al gusto del señor Abascal, pero en el caso de la segunda, aburrida a morir para cualquier adulto, se encuentran elementos políticamente correctos para el sentir neoliberal, ya que presentan ejemplos tanto de superación personal individualista como de competitividad, por lo que los fanáticos anatemas están fuera de lugar. En cuanto a la violencia, no es mayor que en las tradicionales caricaturas infantiles (lo que por cierto será analizado hoy, por la tarde, en una mesa redonda de especialistas en las instalaciones del MUCA en CU).

A los niños hay que ofrecerles alternativas y éstas se encuentran en muchas de las propuestas de teatro infantil que se está logrando en nuestros escenarios. Una de ellas es la adaptación para este público que hizo Fernando Martínez Monroy a La farsa infantil de la cabeza del dragón, de Ramón del Valle Inclán, estrenada hace casi un siglo (1909) y editada en 1914 y recogida después en 1926 en la trilogía Tablado de marionetas. Desde luego, la intención de Valle Inclán estaba dirigida a un público adulto como crítica de las costumbres cortesanas (la trilogía tiene como subtítulo ''Para educación de príncipes") y el malicioso juego de la farsa -considerada por los estudiosos como pre-esperpéntica- anuncia el despertar de la conciencia social del escritor. Nada de ello dice el texto para el mexicano contemporáneo y de las burletas valleinclanescas sobrevive en la adaptación la muy oportuna mención a la epístola de San Pablo con la que Espandián somete a Geroma.

En la farsa, acomodada al público infantil, sobreviven también el apoyo solidario que los personajes humildes -posadero, ciego, maritornes, bufón- otorgan al buen príncipe Verdemar para que huya de la banda de Espandián, y el del duende agradecido a quien supo cumplir su palabra. No hay, por fortuna, moraleja explícita, pero recorre la escenificación un hálito de honor y de lealtad que resulta benéfico y de allí el acierto de la lección de la farsa.

Alejandro Velis dirige con agilidad y gracia, por momentos casi esperpéntica, los planos mágicos -casi todos- y el realista de la taberna, en que la pronunciación a la española nos ubica en un mundo muy hispano, acentuado por los aires flamencos que la muy graciosa Patricia Meraz, que también hace el duende, aporta a Geroma. El duelo a espada, la lucha contra un dragón chinesco son brillantes y la escenificación toda tiene tanta chispa que divierte por igual a grandes y chicos. Por cierto, también se agradece que la participación que se pide a los niños sea muy poca, acertada y sin pretensiones ''interactivas".

Si el número de personajes se ha simplificado, también el decorado con ecos modernistas se convierte en una escenografía que parece un dibujo infantil, debida a Charleen Durán, con un mínimo de elementos que dan -dados vuelta o con torres de quita y pon- los espacios pedidos. El vestuario de Estela Fagoaga es excelente e incluso los altos coturnos, casi zancos, que usan tanto el rey Manguacián como su reina, amén de darles poder frente a sus hijos, hacen que los actores se muevan casi como marionetas. La música de Rafael Rivera es otro apoyo y la linda Ana Paola Izquierdo la canta con dulzura. Del reparto, que dobla papeles en algunos casos, el actor más conocido es Arturo Reyes, que se desempeña con su acostumbrada eficacia, aunque todos están muy bien en sus personajes, destacadamente el rufianesco Espandián de Agustín Meza, amén de la ya mencionada Patricia Meraz.