Jornada Semanal, 25 de marzo del 2001 

Jorge Moch
baba de perico

Marranos
 

Breve por ineludibles razones de espacio, el recuento que Jorge Moch hace de las marranadas nuestras de cada día podría alargarse infinitamente pues, “queramos o no, repito, marranos somos todos”. Sin nada en contra de “los pobrecillos suidos artiodáctilos” que suelen abastecernos de jamón, tocino y manteca, esta nueva entrega de la baba de perico veracruzana deja pocos (o ningún) títere con cabeza; para comprobarlo, invitamos al lector a identificar la marranada, ajena o propia.


Nosotros somos los marranos,
nos divertimos como enanos.
Nosotros somos los cochinos,
nos divertimos como chinos.
El personal


Dejemos en paz, de entrada, a los pobrecillos suidos artiodáctilos que ingenuamente nos han abastecido desde hace siglos con jamones y tocinos y manteca; cinturones para los señores y bolsos para las señoras y zapatos para todos los sexos, y triquinas y cisticercos para todos, porque este texto lejos está de afanes pecuarios y sí en cambio busca, por vocación diatribaria, punzar los ijares de los cochinos de esta especie nuestra tan dada a escandalizarse de algunas de sus propias escatologías y hacerse de la vista gorda, vista marrana, cuando las verdaderas cochinadas asoman por debajo del tapete. Obviemos también las connotaciones de suciedad, por lo menos al principio, porque de todos modos el desaseo subyace siempre que nos refiramos a una marrana o a un cochino, aunque esto es terriblemente injusto, porque de hecho los suiformes son animalitos que bastante procuran la ausencia de agentes patógenos. Cabe abundar rápidamente en que, contrario a la idea popular, la marrana jamás ha puesto un huevo, así que evítese la pérdida de tiempo y así hágaselo saber al que le ordene ir a ver si ya puso la puerca.

Igual que todos somos nacos, todos somos el marrano de alguien. Lo de “marrano” podríamos categorizarlo asegún la edad del sujeto. Primero se es marrano por gordo; la obesidad es condición de marranez y es directamente proporcional: entre más rechoncho, más marrano. Este gordo escribidor ha tenido que escuchar la porcina analogía desde hace muchos años; en la secundaria, la prepa y la seudolicenciatura, el grosor creciente y paulatino de mis redondeces supuso un estímulo harto atractivo para los amigos y compañeros de clase. Luego, acostumbrados los vecinos a la rotundez de nuestro espacio primigenio de gordos estorbosos, se es “puerco” o “marrano” según la calentura culposa del traidor sistema endocrino y sus malvadas hormonas y lo dispuesto que se esté a satisfacerla o hacerla pública: para las noviecitas de la adolescencia de este su atento servidor y sus amigas, los apelativos fueron meritorios por evidente, insistente, innegable y afiebrada concupiscencia, aunque finalmente más de una pudo, quiso y disfrutó de “hacer cochinadas” y felicitóse por ello. Ya de adulto y más como escribano, a no pocas damas y caballeros de las derechas recalcitrantes y a más de un cura encendido mis afirmaciones han llevado a decir, con la pechuga inflada: “ése es un marrano”, de donde concluimos que el tercer estadio de la marranada es la apreciación subjetiva de los actos, los dichos y los entredichos del prójimo. Es obviamente en la política y los vericuetos sociales que la enmarañan donde más nos enteramos de tales escarceos, al grado de que en buena parte de la población planetaria, “político” y “marrano” (y algunos otros bichos apasionantes, como “ratas”, “burros” y “chacales”) se han convertido en sinonímicos epítomes de la elocuencia popular cuando la perrada pone en la mira a sus adalides.

Marranadas vemos y marranos no sabemos; en mi muy personal y marrana opinión, las peores inmundicias nos vienen de quienes se dicen muy decentes y buenos cristianos pero rezuman cochina intolerancia. Muchos son los que dicen, por ejemplo, que las lesbianas y los homosexuales son unos marranos. Pero es esa la sempiterna hipocresía del ignorante que se desentiende enderezando juicios vanos (muchas veces negando la existencia de homosexuales en su propia familia), o la del homófobo de ocasión que es homosexual de oportunidad y se da sus vueltas subrepticias por las esquinas donde se prostituyen los travestidos, sucumbiendo a un morbo freudiano largamente reprimido, porque, insisto en algo que ya he dicho antes, a ningún travestido sexoservidor lo contrata una mujer (salvo, claro, algunos contadísimos casos que son joyas de la lujuria extrema y pertenecen al imaginario sadiano).

Y en nombre de los “valores”, cuánta marranada. Cómo se manipula, se distorsiona y se desinforma a los que la ignorancia y la marginación social, esas marranadas del capitalismo con dedicatoria clasista y racista para los movimientos sociales, han llevado a estados no virtuales sino patéticamente reales de indefensión jurídica, cultural
y psicológica. Pasto de las iglesias y los mercachifles y sus falsos profetas satelitales. Hay allí, y en la historia de este país, rutilantes ejemplos, como el letrero de un hidrocálido balneario; o los encontronazos de la derecha con el arte o la mera libertad de expresión. O acuérdate de San Miguel Canoa y el baño de sangre que provocaron dos fanáticos imbéciles, hace tres décadas.

O baste recordar, bastante menos cinematográfica pero no por ello menos indignante, la todavía reciente cochinada que le hicieron las impolutas damas de Provida, coludidas con médicos y, claro, curas, para obligar a una niña violada a soportar un embarazo y maternidad no deseados a pesar de que el peso de la ley así le asistía. Y ya instalados en temas espinosos y marranadas clericales, qué tal la manera que tiene El Vaticano de acallar con dinero los escándalos de abusos sexuales en internados y escuelas y parroquias católicos de España, Francia, Estados Unidos, Italia y México, por citar sólo unos cuantos de los muchos que han quedado consignados en la prensa mundial, y el posterior, discretísimo traslado de los curas ésos a los que “les ganó” la fiebre a granjas lujosísimas de reposo –y retiro voluntario, se entiende– que para tal efecto tienen los príncipes de esa iglesia en la campiña suiza (allá, por Lucerna)... O la mayúscula marranada, que han convertido algunos políticos gringos en estrategia de rating, de inventarse una guerrita relámpago contra un enemigo estereotipado (Sadam sigue siendo una veta potable ya que Milosevic dobló las manitas) cada que el señorito de la casa no tan blanca se ve urgido de puntos de audiencia...

¿Y las marranadas del pri en México, su principal acreedor histórico aunque los grandes capitales gringos opinen otra cosa? ¿Y las de su hermano el narcotráfico? No, pues si nos ponemos a hacer un recuento de la marranada que es el mundo, los siete tomos del tiempo que buscaba Proust no nos alcanzan ni para empezar la mitad de una marrana queja.

Finalmente, queramos o no, repito, marranos somos todos. Unos, eso sí, más marranos que otros. Otros, más abusados para pretender esconder la puerquez (ya ves a los de las televisoras, antes diciendo que el zapatismo era una marranada y ahora hasta se unieron para mediatizar su hipocresía en un concierto pedorro) harto conocida. El chiste está en ser todo lo marrano que se quiera, pero al menos no pisarle los callos al vecino con las propias pezuñas. Óinc.