Jornada Semanal, 25 de marzo del 2001 

Miguel Huezo Mixco

Jorge Semprún:
el olvido y la memoria
 
 

Alguna vez Jorge Semprún, autor de las célebres El largo viaje y Netchaiev ha vuelto, entre otras novelas y relatos, “se autoimpuso una ‘cura de silencio y amnesia’”. La causa fueron los dieciocho meses de confinamiento en el campo nazi de concentración de Buchenwald, a los que sobrevivió en parte gracias al recuerdo de Baudelaire, Vallejo, René Char, Wittgenstein y Nietzsche. Muchos años después, en La escritura o la vida, Semprún fue capaz de trasvasar a un libro los horrores vividos pero también los hallazgos vitales que le permitieron, como dice Huezo Mixco, escribir una obra “que perdurará como un testimonio de humanidad a toda prueba”.



El 11 de abril de 1945, tres oficiales del ejército del general Patton se encuentran en los alrededores del campo de concentración nazi de Buchenwald con un espectro vivo: un joven de veintitantos años, vestido con el uniforme a rayas de los deportados. Tiene entre sus manos una metralleta: forma parte de los grupos de resistencia interna organizados en el campo. Este hombre famélico, con la mirada descompuesta, como salido del infierno, se llama Jorge Semprún, a la sazón un escritor bisoño que había ido a parar hasta aquel célebre campo nazi ubicado en las proximidades de la mítica Weimar –la ciudad de Goethe y de Walter Benjamin. Los oficiales lucen espantados.

“Quien les llena de espanto soy yo, eso es todo”, escribe.

El aire está cargado con el nauseabundo olor, dulzón, acre, de la carne humana quemada que sale de las chimeneas del crematorio de Buchenwald.

“Se sobresaltan, se miran unos a otros. Con un malestar casi palpable. Una especie de hipido, de náusea.”

Jorge Semprún sobrevivió a los crematorios nazis tras dieciocho meses de confinamiento. Español de origen, combatió contra las tropas alemanas de ocupación como un miembro de la Resistencia. A finales de 1943 fue traicionado, apresado y deportado a Buchenwald. Tras su liberación se autoimpuso una “cura de silencio y amnesia”. Abandonó cualquier proyecto de escritura sobre aquella terrible paradoja de ser un sobreviviente. “Tenía que elegir entre la escritura y la vida, y opté por la vida”, recuerda.

Semprún se entregó al intenso deseo de vivir, resistiéndose a que su memoria lo devolviera a los campos de la muerte. “No porque no pudiera escribir –dice– sino porque no conseguía sobrevivir a la escritura. Sólo un suicidio podría rubricar, concluir voluntariamente esta tarea de luto inacabada: interminable.”

Tardó cincuenta años en publicar y arrancar de los meandros de su memoria la avasallante experiencia de la muerte. En 1994 publicó en francés –su segunda lengua– el libro La escritura o la vida: un apasionante relato donde la ficción es alimentada por la propia experiencia vivida. El libro es la culminación de un largo proceso personal de reencuentro con sus recuerdos. “Para escribir un testimonio, –dice– no hace falta más que dejarse llevar.” Sin embargo, se propuso hacer un libro que pudiera transmitir la verdad del testimonio mediante la única manera capaz de hacer vivible lo invivible y de imaginar lo inimaginable: la fabulación literaria.

Al remontarse a los momentos que siguieron a su liberación, Semprún habla en tiempo presente y relata su propósito: “No pretendo un mero testimonio. De entrada, quiero evitarlo, evitarme la enumeración de los sufrimientos y de los horrores [...] Por otra parte, me siento incapaz, hoy, de imaginar una estructura novelesca, en tercera persona [...] Necesito pues un ‘yo’ de la narración que se haya alimentado de mi vivencia pero que la supere, capaz de insertar en ella lo imaginario, la ficción.”

El resultado es un emocionado reencuentro con su memoria, “el hambre, el sueño, la angustia y la presencia cegadora del Mal absoluto”, y una lección sobre las posibilidades de la literatura para contar lo incontable.

La escritura o la vida es también la biografía intelectual de Semprún. En ella emergen las figuras claves de su formación literaria y humana. En Buchenwald, en el Pequeño Campo, en el Bosque 56, compartió los últimos meses de vida de Maurice Halbwachs, su profesor en La Soborna, quien se pudría en un camastro, inane, en la última fase de la disentería. “La congoja inmunda, la vergüenza de su cuerpo delicuescente eran perfectamente legibles” en sus ojos. “Pero también –añade– una llama de dignidad, de humanidad derrotada aunque incólume.” Y en una especie de responso, mientras Halbwachs agoniza, sobreponiéndose a la pena, le recita en voz alta un poema de Baudelaire:

Oh Muerte, viejo capitán, ¡ha llegado la hora! ¡Levemos anclas!

Baudelaire, al igual que el peruano César Vallejo y, en otro momento, René Char, le fueron de enorme ayuda para sobrevivir. El tesoro de su memoria se vio enriquecido con sus conversaciones con Halbwachs (sobre el concepto kantiano de lo “radicalmente malo”), sus recuerdos de Wittgenstein, y sus lecturas, en la biblioteca del campo, de Schelling (las indagaciones sobre la libertad) y Nietzsche. En las barracas, los confinados celebraban torneos de recitación de poemas y llegaron a tener un pequeño conjunto de música de jazz y un cuarteto de cuerdas.

“No me parecía ninguna insensatez concebir una forma narrativa estructurada en torno a algunas piezas de Mozart y de Louis Armstrong, para tratar de desentrañar la verdad de nuestra vivencia”, escribe. El mundo del horror, las pruebas más dolorosas, los pasillos del alma más escalofriantes, lo sabemos, bien pueden ser acompañados con las delicias de la vida.

Jorge Semprún, como ya se ha anotado, después de Buchenwald se lanzó a los “placeres de la vida civil”, pero eso no le evitó enrolarse en la lucha clandestina contra el general Franco en España, llegando a ser un miembro prominente del Partido Comunista Español. Sus diferencias con la política del pce tuvieron como piedra de toque los debates celebrados a lo largo de un viaje por tren de Praga a Bucarest, en un lujoso vagón restaurante, con Dolores Ibárruri, “la Pasionaria”, y su corte. Un tedioso viaje con la nomenclatura que, tiempo después, culminó con la expulsión de Semprún y Fernando Claudín de las filas comunistas.

Para entonces, Semprún había comenzado a desmadejar sus recuerdos. Su novela El largo viaje se hizo acreedora al Premio Formentor en 1964. Durante la recepción del premio, que incluye la traducción a una docena de idiomas, Carlos Barral, el editor español, se vio forzado a entregarle un ejemplar con los interiores en blanco debido a que la censura franquista había prohibido la publicación del libro.

“Cuando Barral me haya entregado el ejemplar español –escribe– mi vida habrá cambiado. Y uno no cambia de vida impunemente, sobre todo cuando el cambio se hace a sabiendas, con una conciencia aguda y clara del acontecimiento, del advenimiento de un porvenir distinto, en ruptura radical con el pasado.”

El suicidio de Primo Levi, en 1987, sobreviviente a su vez de Auschwitz, le propinó un golpe definitivo. Él, que también había estado al borde del suicidio, desembocó en la supersticiosa convicción de que le quedaba poco tiempo de vida, lanzándose “al encuentro de la memoria y de la muerte”. Lo que emergió de aquel olvido, finalmente aplazado, fue La escritura o la vida, un libro que perdurará como un testimonio de humanidad a toda prueba.