Jornada Semanal, 25 de marzo del 2001 

Adolfo Grego Micha

Manríquez
y la literatura efímera

Gustavo Manríquez Estrada fue un ser de nacionalidad imprecisa que habitó las costas de Nicaragua y defendió hasta el final la idea de que la creación literaria debe ser efímera. Por eso resistió las tentaciones publicatorias y afirmó que sólo "le interesaba lo humano como perecedero y sólo creía en la trascendencia mediante el fenecer del creador y su creación". Grego aconseja a los lectores de este ensayo que lo lean y lo incineren de inmediato. De esta manera "la literatura hecha para fenecer" morirá en el momento de cumplir su objetivo.


Uno de los movimientos más extravagantes de la segunda mitad del siglo XX fue el llamado arte efímero. Sus representantes proponían que el arte, como la existencia misma, es perecedero. Por eso se dedicaban a verter su capacidad artística en lugares o formas donde seguramente desaparecería todo vestigio de ellas.

Se podrían considerar como padres de este arte al jazz y al grafitti. El jazz como una evocación musical efímera mediante la improvisación en vivo de la música donde un concierto nunca se parece a otro. El grafitti como la manifestación artística en muros ajenos donde el dueño del lugar terminaría con la obra en un par de días.

De pronto las galerías y exposiciones se vieron infestadas con este tipo de arte. Se pintaba sobre la ventana de la galería o se rasgaba el muro de división entre una sala y otra. Se improvisaba en vivo –no es muy aventurado afirmar que el movimiento del performance que tanto auge ha tenido en nuestros días siente sus bases en el arte efímero– o se pintaban seres humanos a modo de esculturas, y al finalizar la exposición todo lo que se había manifestado artísticamente desaparecía.

Sin embargo, no sólo existieron representantes de este arte en la música y en la pintura, o en la danza y el cine.1 En las letras existieron los llamados “clubes transitorios”. El movimiento fue iniciado por Gustavo Adolfo Manríquez Estrada. De nacionalidad imprecisa, pues él mismo siempre se negó a afirmar su pertenencia a país alguno, sabemos que vivió durante mucho tiempo en las costas de Nicaragua, retirado de las grandes urbes, para crear todo tipo de literatura.

Su historia en el universo de las letras es relativamente corta. Cuando ideó el movimiento “transitorio”, en 1965, Manríquez decidió que debía escribir en donde nadie encontrara sus escritos. Durante meses anduvo de un lugar a otro, provocando a militares y contras para que incendiaran todas las casas en las que vivió. La escritura, convertida en cenizas, nunca permanecía; y es así como empezó a incursionar en el ámbito del arte efímero.

Más adelante, al vislumbrar el peligro de muerte en el que se encontraba por provocador, decidió que debía existir otra forma para crear literatura efímera, así es que diseñó, con ayuda de doña Almudena Eces de Lizárraga, inventora prominente del Belice de mediados de siglo, un bolígrafo deleble, esto es, relleno con una tinta que después de un par de días tendía a desaparecer por acción climática. Para 1969 el invento estaba terminado y funcionando perfectamente.

A partir de allí comenzaron los años más productivos de Manríquez. Se sabe que escribió más de veinte novelas, sesenta cuentos, seis obras de teatro e innumerables poemas que se conservan hasta nuestros días en el museo nacional de Nicaragua, país que lo albergó durante tantos años y le procuró el espacio y el ambiente para su creación. Cuando uno visita la sala Manríquez de dicho museo, se impresiona al ver la cantidad de hojas en blanco que algún día estuvieron escritas y corregidas.2 Se sabe que todos los textos eran de una calidad insuperable en su género, que Manríquez era un revolucionario, que incluso incursionó en la creación de guiones cinematográficos que nunca pudieron ser llevados a la pantalla, pues la tinta de todos ellos desaparecía mucho tiempo antes de que comenzara el rodaje.

El bolígrafo indeleble fue sólo el comienzo. Después de mucho meditar, Manríquez llegó a la conclusión de que podría hacer mucho más efímera su literatura. Entonces decidió utilizar tinta legible, pero en lugar de escribir sobre papel, comenzó a hacerlo sobre materiales que fenecían inmediatamente: un trozo de pan, un jabón, arena en la playa, el lomo de algún animal moribundo; hasta que llegó a su grado máximo de expresión artística: la literatura al aire.

Esta literatura consistía en escribir, en una sola sentada, un cuento, ensayo, relato, crónica o lo que fuera, trazando las letras sobre el aire. Era la obra máxima: efímero en sí mismo, lo escrito moría justo en el instante de su nacimiento. Debía escribirse con un bolígrafo que sí funcionara, pero que en el aire fuera incapaz de mantener un solo rastro de su contenido.

Poco a poco fueron creándose clubes de relato efímero o “clubes transitorios” en los que cada miembro escribía en el aire su propia historia y era celebrado magistralmente por el resto del grupo. Nadie cuestionaba qué era lo escrito en el aire. Cada miembro debía ser lo suficientemente capaz como para captar las palabras “al vuelo” y formarse con ellas la historia que se contaba, conocer las ideas que se proponían o distinguir las imágenes de un poema. Se puede decir que fue la época más prolífica para los escritores nicaragüenses. Por primera vez nadie era perseguido por publicar lo que fuera. Se contaba con absoluta libertad de expresión. Los géneros iban desde la poesía erótica hasta la ficción súbita. Cualquier persona que visitara los clubes de literatura efímera podía expresar, sin censura alguna, ensayos críticos sobre el gobierno, su postura ideológica sobre cualquier problemática social, económica o política, e incluso hubo un caso muy sonado de un hombre que fue por primera vez a una reunión y escribió una severa crítica en contra de la literatura efímera. Sus ideas fueron elogiadas como todas las demás y el hombre siguió frecuentando los clubes hasta que éstos desaparecieron en 1974.

Hoy en día poco se sabe de Gustavo Adolfo Manríquez. Hombre fiel a sus creencias, nunca renunció a la creación efímera. Muchas editoriales le propusieron que escribiera sobre su historia personal o algo que permaneciera por más tiempo que unos cuantos segundos. Manríquez rechazó todas las ofertas. Le interesaba lo humano como perecedero y sólo creía en la trascendencia mediante el fenecer del creador y su creación.

El día de su funeral, sus cenizas fueron esparcidas al aire para que fueran tan efímeras como el espíritu que antes las contenía. El viento hizo que las cenizas cayeran sobre el banquete que se ofrecía a los invitados. Muchos de ellos creyeron que esto era un elemento simbólico para un personaje como Manríquez y consumieron todos los alimentos en el entendido de que así sería –como su literatura– totalmente inaccesible e imposible de reconstruir.

Después de unas cuantas líneas y a veinticinco años de la muerte de Gustavo Adolfo Manríquez Estrada, sólo resta suplicar al atento lector que, en honor al genio nicaragüense (si es que es posible asignarle tal nacionalidad), y como homenaje a la literatura efímera, incinere este escrito inmediatamente después de haberlo leído. Sólo así se garantiza que la literatura hecha para fenecer muera al momento de cumplir su objetivo.
 

1 En su película Historia de Lisboa, Wim Wenders propone cómo sería el cine efímero mediante la filmación de secuencias en desorden y guardadas bajo llave para que nunca puedan ser vistas.

2 En los diarios de Lodovica Aparicio, hermanastra de Manríquez, aparecen referencias en las que es posible averiguar que éste dedicaba la mitad de su tiempo a escribir y la otra mitad a corregir sus textos. Tal muestra de perfeccionamiento indica que Manríquez verdaderamente tenía fe en su propuesta literaria.