SPUTNIK
Enredos de lengua
Juan Pablo Duch
Moscu, 23 de marzo. Los enredos de lengua, en Rusia también, pueden ser una experiencia inolvidable, cuando se trata de un beso apasionado, signo inequívoco de inminentes fusiones corporales todavía mejores, a menos que to-que a la puerta un vecino latoso para pedir un poco de azúcar, ocurrencia que, lejos de endulzar el ambiente, acaba por salar aún más las cosas.
Hay otro tipo de enredos de lengua, no menos inolvidable si se tiene la desdicha de ser protagonista involuntario, y es el que se deriva de un conocimiento insuficiente de la lengua de Pushkin o del uso de algunas palabras en español, en una plática en ruso, cuando se agota el vocabulario correspondiente.
Es
común que, en una conversación de un mexicano y un ruso,
cuando alguien no recuerda --o no sabe, supuesto más frecuente--
cómo se dice algo en el idioma de su interlocutor, recurre a palabras
utilizadas en su propia lengua. En eso, somos iguales, sin importar si
hemos nacido en Tepito o en Sokolniki.
La mayoría de las veces no pasa nada porque los conversadores siguen sin entenderse, pero en ocasiones el recurso, por la resonancia fonética de las palabras, produce como continuación del diálogo una carcajada, sin que el propiciador del estallido gutural sepa si se están burlando de él... o el otro, en ese preciso momento, se acordó de algún chiste.
Lo malo es que también se puede ofender y, en vez de carcajada, lo que sigue es una bofetada. Por ejemplo, si una amable anfitriona moscovita le ofrece un plato con crepas (a falta de cajeta, sirve el caviar) y, al ignorar cómo se dice en ruso, se le ocurre señalar con el dedo el manjar y le parece más familiar al oído local decir hojuela que crepa.
Pronunciado ojuyela y aplicado a una dama, significa en ruso "pasarse de mala gente", pero sustituyendo la última palabra por la que emplean los marineros al referirse a la percha que sirve para fijar una vela. Para los que nunca se han subido a un barco de velas, cabe apuntar que la palabra de marras figura en singular en la frase que usan los marinos, cuando la nave está pronta para zarpar y que, dicho con toda propiedad, es vergas en alto.
La expresión y vamos, en lugar de animar a su interlocutor ruso, puede sonar a proposición indecorosa o prematura, de-pendiendo del grado de confianza que se tenga, pues equivale a la acción que en México se describe con un sinónimo del verbo tomar, el mismo que se prefiere en los ambientes taurinos de España para llamar una cornada.
Una curva en ruso es una ramera y, en cambio, una putiovka, muy recomendable para un largo y placentero viaje, es tan solamente un comprobante del pago por anticipado de una reservación de hotel.
Débil, acentuado en la última sílaba, significa en ruso imbécil, y se cuenta que en el puerto de San Petersburgo una respetable turista mexicana quería que le cambiaran el matrás (colchón) de su cama y exigió en la recepción de su hotel que le su-bieran urgente a su habitación un nuevo matrós (marinero).
Algunos compatriotas, en su primera vi-sita obligada al metro de Moscú, se sorprenden al ver tremendo letrero que dice niet vjoda. Rápido se deduce que lo primero es no y, en cuanto a lo segundo (paso se pronuncia joda), hay quien cree que es una enfática recomendación a no echar relajo, que evita hacerse acreedor a una multa.
Un amigo argentino no entendía porqué los conductores de noticiarios de la televisión rusa se empeñaban en llamar Zhuzhuy a su provincia natal, Jujuy, hasta que le ex-plicaron que las tres últimas letras del nombre en español significan en ruso pene y, aunque dicha provincia de Argentina queda muy lejos de Moscú, ningún telespectador pensaría que la pronunciación original es una forma elegante de subrayar la distancia.
Por supuesto, la recopilación de enredos de lengua no termina aquí y se podría continuar con los ejemplos, pero lo que se está terminando es el espacio de esta entrega y aún falta aventurar una posible solución, por si algún lector se anima a darse una vuelta por acá.
Los más avezados en lenguas, los me-nos, sugieren terciar la conversación con palabras en inglés, francés o alemán, pero esto no siempre es posible, entre otras ra-zones porque ambos platicadores necesitarían tener nociones de la lengua de Shakespeare, Balzac o Goethe, coincidencia poco probable.
Siendo realistas, lo más razonable para proseguir la charla, cuando se concluye que el dominio del léxico ajeno es muchísimo menor del que se creía, es poner cara de circunstancia o sonreír, dependiendo de la expresión que tenga el otro.
Una alternativa menos sencilla, y por tanto recomendable sólo para conversadores con vocación de filólogo, es profundizar en el conocimiento del significado etimológico de las palabras, sea en la lengua de Cervantes o de Tolstoi, según se trate.
Es muy útil, pero tiene la desventaja de que algunas palabras ya dejan de parecer graciosas. Por ejemplo, el apellido del presidente de este país, Putin, que --incluso si llevara tilde en la vocal de la última sílaba-- no guarda ninguna relación con Rasputín, este sí con acento gráfico, como se podría pensar equivocadamente.
Putin se deriva de put (camino) y, por lo mismo, no es la versión abreviada de Rasputín, y tampoco es palabra aguda, por lo cual la ausencia de tilde no es una licencia piadosa en nuestro idioma por respeto a su alta investidura.