MIERCOLES Ť 14 Ť marzo Ť 2001

Marcos Roitman Rosemann

La democracia, ¿un problema de los pobres?

Quienes abominan de la democracia conciben ésta como una opción residual de y para los pobres. Presuponen que las demandas de organización democrática del poder como la participación, la representación, la negociación, la mediación y la coacción, por parafrasear a Pablo González Casanova en ¿Cuando hablamos de democracia de qué hablamos?, son esgrimidas por quienes no han sido capaces de adecuarse a una sociedad competitiva garante de las libertades individuales.

La democracia es, para sus detractores, liberales políticos y económicos o progresistas sociales, una excusa utilizada por ineptos, pobres, explotados y marginales con el fin de obtener beneficios no acordes con sus cualidades y méritos.

Uno de los argumentos más utilizados por los ideólogos anticomunistas y antidemócratas consiste en descalificar la democracia y el socialismo por, según ellos, favorecer un comportamiento igualitario, opaco y gris. Los ejemplos más vulgares han sido homologar democracia y socialismo con represión de facultades individuales y potencialidades artísticas o intelectuales, amén de dibujar un cuadro gris y oscuro donde todos visten igual, comen lo mismo y no pueden divertirse. Nada más espurio, pero efectivo. No sólo ha calado en el imaginario social que se tiene del socialismo y la democracia en nuestras sociedades de consumo, sino que es, al mismo tiempo, un arma para descalificar cualquier tipo de reforma social y política destinada a mitigar la miseria de clases, etnias y pueblos explotados y dominados.

En América Latina, los gobiernos reformadores, cuyas políticas de justicia social y redistribución de la renta han sido su enseña, son duramente castigados. El talante democrático de nuestras burguesías locales o nacionales no existe. Convencidas de ser la democracia un peligro para sus intereses han recurrido a golpes de Estado, patrocinado invasiones extranjeras y financiado procesos de desestabilización. Nicaragua con Sandino, 1933. Guatemala en 1954. Cuba, República Dominicana, en 1961. Brasil en 1964, o Chile 1973. Todos ejemplos de lo mismo.

Realizar cambios democráticos es una osadía. Su impulso altera el orden natural de la competencia y el mercado. Se introducen factores patógenos en la selección natural y se rompe la cadena evolutiva. La igualdad, la justicia social y la democracia no son principios complementarios a la lógica de una sociedad mercantil. El orden espontáneo, las leyes de la oferta y la demanda no son compatibles con ella. Es más, su defensa y su desarrollo son un freno a las cualidades y potencialidades del homo sapiens sapiens. Acusados sus defensores y líderes de patrocinar una sociedad sin explotación son asesinados, sometidos al exilio, encarcelados o denigrados caricaturizando los proyectos de reforma democrática.

Las consecuencias de esta dinámica infernal en la que la democracia es considerada una acción deliberada de sujetos sociales frustrados y perversos es catastrófica. Las luchas democráticas son interpretadas como argucias de minorías y elites manipuladoras de una población ignorante y sin escrúpulos, cuyo objetivo es aprovecharse de la miseria y explotación de otros para obtener beneficios propios. Así se cierra el círculo. Cuando es necesario descalificar proyectos democráticos basta con señalar que los dirigentes y líderes políticos reformadores están engañando y mintiendo. Se aprovechan de la buena voluntad de gente sin instrucción y pobres de espíritu. Crean falsas expectativas y dan soluciones utópicas a problemas sociales complejos donde la democracia es una quimera. Vuelven a mentir.

Efectivamente, Montesquieu tenía razón. Una cosa es favorecer y defender una sociedad fundada en los valores individuales de la libertad pública y privada, y otra cosa es apoyar un orden social democrático. Lo primero es compatible con la miseria, la explotación y la corrupción. Lo segundo es su ruina. Por ello en una sociedad donde los explotados y pobres son una parte constituyente del orden político no es posible defender la democracia.

En conclusión, la democracia es un proyecto social antagónico al orden social competitivo dependiente de una economía de mercado. Es una alternativa, opción de poder y gobierno, donde los valores ético-políticos del bien común y del deber ser, ética de la convicción, constituyen los referentes para el desarrollo humano. La democracia nunca podrá, salvo en manos de sus detractores, reducirse a un problema de procedimiento, reglas del juego, selección electoral de elites o recurso de perdedores.

Rechazar la democracia como un proyecto de poder político conflictivo, fincado en el bien común y los valores de la justicia social, la igualdad, es lo que provoca la animadversión de quienes sólo pueden vivir como parásitos y a costa de la explotación de muchos. La verdad es obstinada. La democracia descubre las miserias y las ruindades de quienes llevan la destrucción y la muerte en su proyecto de acumulación de riquezas y explotación humana.