Jornada Semanal, 11 de marzo del 2001 

(h)ojeadas

De regreso a la URSS

Enrique Héctor González

Sergio Pitol,
El viaje,
Era, México, 2000.


El nomadismo es una costumbre inveterada que ha alcanzado en la literatura un prestigio que se presta a todo tipo de suspicacias, pues en los lomos de la escritura se trata siempre de viajes por partida doble que emprende el escritor a sabiendas de que, de suyo, toda obra es una especie de tren interminable y su naturaleza más afín es la del movimiento perpetuo. Así que sólo puede ser tautológico el espíritu de quien, dedicándose al oficio de escritor, decide deambular no nada más en su obra, en sus palabras aladas o reptiles, sino también físicamente para reconocer lo que ve el que vive, como diría Garibay, para asombrarse con el sol de otros lugares, con las sombras movedizas de una realidad diferente.

Si bien Kant no necesitó salir de Königsberg ni Proust del cuadrilátero de su cama para consumar obras cuya universalidad nada tiene que ver con el estrecho espacio en que fueron concebidas, en cambio, aun antes de Homero y después de Joyce, la narrativa del viaje, la crónica del desplazamiento ha sido una forma que, como el amor –según Ortega y Gasset–, constituye por cierto un género literario.

La tradición de esta errancia infinita –múltiple en su plenitud poderosa– ha consignado viajes lo mismo imaginarios, como los de Verne, o catárticos –como en el caso de las crónicas de Bradbury–, que lúcidamente irónicos (los de Swift) o convenientemente sentimentales (el de Laurence Sterne). El denominador común parece ser una idéntica paradoja: el verdadero viaje ocurre hacia adentro, no en el cuerpo que se mueve sino en el alma que amanece y resucita a través de la experiencia: viajar es alcanzar la más remota orilla de nuestro espacio interior.

Sergio Pitol sabe muy bien lo que significa andar y registrar, transcurrir y llegar y desvalijarse a las puertas de uno mismo. Por razones de trabajo, por su innegable vocación de tránsfuga y por una avidez de conocer que ha conservado intacta a lo largo de los años, es el único entre los escritores de su generación (de más está decir que, asimismo, de las promociones posteriores) que ha sabido ventilar su literatura al calor (o el frío) de una indispensable prueba de fuego (o de deshielo): la de verla madurar lejos de la patria y de la patria chica para mejor reconocerse en el espejo incesante de un paisaje siempre distinto, siempre alerta, móvil, vivo.

A la manera de quien parece estar dispuesto a dislocarse, a reincidir en su afán de moverse como la condición necesaria para permanecer –cambiar para durar–, su obra se ha ido cociendo y cohesionando gracias al paciente fuego de las notas que toma a todas horas y en todos los sitios con una avidez y una conciencia del tiempo y del espacio que lo han convertido en uno de los narradores más proteicos de la literatura actual: alguien educado a ver por vez primera, a mirar desde el asombro su propia travesía.

Son varias las sorpresas que se lleva el lector de un libro como El viaje. En primer lugar, que se trata de un texto que abarca solamente quince días en la vida de su autor, sí, pero al mismo tiempo medio mes definitivo de una etapa crucial en la historia moderna de Occidente: del 19 de mayo al 3 de junio de 1986, en una Unión Soviética en plena perestroika, cuando los signos de un cambio de repercusiones mundiales apenas eran visibles desde este lado de la férrea cortina. En segundo, que el sabor de la prosa es de agua fresca, de alma sin dobleces, la tibia música de quien cuenta para sí mismo –es decir, para todos, pero sin las ampulosidades y subterfugios de lo que se asume como literario– lo que le toca vivir y punto, lo que sabe encontrar sin ufanarse: no es una crónica histórica pero el tiempo la recuperará como el producto de una sensibilidad que nos informa mejor del espíritu de una época que cualquier vasto, bastardo tratado de politología. En tercer término, que lo que urde la escritura de Pitol, con placer, con placidez, con una pulcritud que cala hondo porque lo hace precisamente sin pretenderlo, es un mundo excéntrico al alcance de la mano: el otro visto desde dentro, el mismo extraño que somos cuando la malévola compasión cede el paso a la comprensión empática.

En cierto modo el libro es, también, una trampa contra sí mismo (“a veces es divertido provocarse”, confiesa el autor desde las primeras líneas) y un homenaje literario disfrazado de voluntad política. Lo primero porque el texto se plantea como un reto animado por el reconocimiento de haber pasado en silencio, insospechadamente, su amor a la Madre Rusia hasta antes de escribirlo; y lo segundo porque la crónica histórica que casi sin quererlo escribe el autor le sirve para intentar comprender, más bien, el espíritu de la letra en algunos escritores de su particular predilección: Pushkin, Gogol, Marina Tsvietáieva. El sencillo pero emocionado recuento de los poco más de diez días que conmovieron su mundo personal (a invitación de varios colegas de Georgia, el diplomático mexicano que fue Pitol en varias naciones del segundo mundo se desplaza por tres ciudades de la Unión –Moscú, Leningrado, Tbilisi– como pez en el agua, esto es, como escritor invitado y no como funcionario de la cancillería), ese recuento, digo, lleva al autor a consignarlo todo con el doble desinterés de quien sólo está escribiendo su diario y de quien nada más lo está recogiendo como literatura. Nada menos. La riqueza de estas páginas, una más, está en lo que no transcurre en ellas: estamos leyendo un breve capítulo de la intensa biografía, de los desconocidos diarios que –este librito es una especie de aviso oportuno, una denuncia de existencia– sin duda habrán de recuperar los estudiosos de la obra de Pitol si éste, por ese imprudente pudor que aqueja a algunos escritores, no se decide a publicarlos por su cuenta en próximas entregas.

Conforme avanza, la crónica de una estepa a punto de despedazarse (aunque la sutura sutil de este fragmento de diario ya deja ver las resquebrajaduras de un derrumbamiento próximo) se va volviendo la memoria por anticipado, el revés de la trama de la segunda novela del Tríptico del carnaval que Pitol completaría unos años después: Domar a la divina garza, historia que nace en estos días. Devoto lector de Bajtin y su mundo de lo bajo –reverso burlesco de la ceremoniosa oficialidad de la vida institucional–, Sergio Pitol se propone embalsamar la ridiculez, festejar la podredumbre gozosa, escarnecer la carne y sus excesos en ésta y las otras dos novelas del tríptico. Lo consigue más por decisión y oficio que por la circunstancia intrínseca de una escritura que se sobreactúa a cada tanto: sus patéticos personajes no cuajan humorísticamente. Sin embargo –y en aras de seguir admirando la impecable naturalidad de El viaje–, resulta mucho más rabelaisiana y contundente su desinteresada descripción de los baños públicos en Tbilisi que la historia de Dante de la Estrella en la novela aludida, esa especie de Pantagruel degradado que es, sí, grotesco y sobrecargado a fuerza de insistir en presentarse como tal: ya lo escribió Kundera a propósito de Kafka, ¿y si Pitol fuera el menos pitoliano de los escritores? Este viaje parece confirmarlo.

El viajero insomne, incansable que muestra ser el narrador del libro recupera, en pausas precisas, elegantes, estructuralmente inapelables, el ritmo de su memoria excitada. Luego de sufrir una reunión de burócratas de la cultura disfrazados de poetas naïf, Pitol interrumpe la relación de los hechos para insertar reflexiones políticas o literarias cuyo título es lo mismo una referencia puntual (“La carta de Méyerhold”) que una metáfora pictórica (“Peces rojos”), un recuerdo de la infancia (“Iván, niño ruso”) o una reflexión sobre la arrebatada vida de la poetisa rusa más singular: Marina Tsvietáieva.

Los dos “Retratos de familia” constituyen, en este sentido, la columna vertebral del libro, pues interrumpen oportunamente la descripción ensimismada en momentos clave (cuando la nostalgia por Praga es todavía una fuerza centrífuga; cuando las referencias a la divina garza empiezan a convertirla en personaje) para dividir el texto en tres etapas donde el equilibrio entre la reflexión del hombre y la perplejidad del escritor tensan el intenso viaje que Pitol nos cuenta.

En dichos relatos gemelos el autor devela la desbocada existencia de la poetisa, que no es sino la espesa amalgama que la imprescindible locura, el exilio inevitable y el difícil arreglo con la realidad inmediata completan para abrumar a una artista en toda la extensión y la intención y la intensidad de la palabra. (Ese diálogo de sordos con Ana Ajmátova, la otra gran diva de la poesía rusa, es el desencuentro conjetural entre Apolo y Dionisos en las calles de Moscú.) Su difícil relación con el marido, con los amantes, con Ariadna (la hija que recoge y reconstruye sus diarios dispersos), atraen la mirada del cronista como un espejo imantado.

No es posible saber si el alma rusa –esa entelequia, ese cómodo lugar común– ha sido apresada, desnudada por la prosa intimista de Sergio Pitol. Lo que sí se puede advertir en El viaje es que este reencuentro con el espíritu eslavo, con ciertos escritores, museos, libros y seres inverosímiles que defecan mientras departen en una tertulia improvisada en baños púb(l)icos, es un regreso que, como el de los Beatles a la Rusia de Breznev en los últimos sesenta, era una escala inevitable en la gira hacia sí mismo que emprende un autor cuando ventila parte de sus diarios. Sólo queda esperar que, como le pasó a Marina Tsvietáieva, Pitol cuente con una Ariadna que recoja el hilo del resto de sus prosas personales, las que, a la luz de este breve viaje, pueden anticiparse como una lección apacible de rigor verbal y honestidad literaria •
 


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Un cántico de gracia

Eduardo Hurtado


María Rivera,
Traslación de dominio,
Tierra Adentro,
México, 2000.


Como todos los hombres, María Rivera conoció la ciudad de la infancia –y como casi todos, la perdió. Al abordar la escritura como un medio para emprender una tarea de refundación, la autora de Traslación de dominio, Premio Elías Nandino 2000, recoge una de las más obstinadas tentativas de la poesía moderna: otorgarle al deseo un espacio habitable.

Desde las primeras líneas, María Rivera dibuja dos horizontes simultáneos: el de la pérdida de la Casa originaria y el de la lucha por recuperarla. Recordación y palabra se plantean como el único medio para restituir un espacio y un momento extraviados. Pero la autora emprende su búsqueda espoleada por una duda imperiosa: ese instante y ese lugar solicitados, se pregunta y nos pregunta, ¿representaron alguna vez una efectiva posesión?, ¿se tuvo en realidad lo que se extraña? Tal vez, nos deja ver a lo largo de estas páginas, la Casa perseguida no es sino el trasunto de su propia pasión imaginante: “...la casa es un palomar que el vacío habita./ No es sangre lo que tenemos en la carne,/ es una escritura tallada en la piedra del dolor,/ escritura que se mira desde sí misma”.

No hay, en el imaginario de esta autora, lugar alguno que represente un dominio perdurable. Hay, apenas, la posibilidad de habitar sucesivas fundaciones. Enfrentada al torbellino de la cotidiana pérdida, María Rivera se impone el desafío de hacer su casa de cualquier lugar. En su mitología personal, nómada no es aquel que carece de casa sino el que vuelve a crearla cada día. Creación por el lenguaje y observancia de las continuas destrucciones y resarcimientos que supone el arte de nombrar: “...árboles caen dentro de mí, afiebrada/ miro las aguas arder, consumir la feria del mundo,/ miro la flora del tiempo extinguirse en un incendio/ y, sin embargo, miro la flor de la memoria, indestructible,/ crecer en mí cada noche, a cada golpe de tiempo/ construirse en la espesura del ojo...”

Desde su apuesta radical, María Rivera toca los límites del lenguaje, esa orilla en la que la cadena de las explicaciones ya no tiene ningún otro eslabón. Aquí, en este margen indócil, preguntar qué significa la pérdida equivale a preguntar qué significan las cosas y las palabras que las designan. La autora se interna en esa franja oscura donde hallamos a las cosas significando sin que podamos reconocer el instante en que empezaron a significar. Perpleja ante esa noche del origen, intenta darle alcance a un habla capaz de trasladar al terreno del poema la dicha recordada. El misterio que la obsesiona tiene que ver con ese exceso de las cosas respecto a las palabras:

Entonces habría que decir en dónde está la casa, pero la casa no está en ningún lado (nunca ha estado), sólo un féretro cubierto con azaleas, un pulmón colapsado por un coágulo. La casa. Podría un jardín salvarla. En ella las flores celebrarían un rosario. Su plegaria iría a tientas por los cuartos. Heriría un paso su soledad y una voz cualquiera su antesala. ¿Cabe la casa en la palabra, o la palabra es más grande que la cosa? El sillón, su monótono reproche, la soledad del trapecio de la lámpara, la cama, resignación de espaldas, qué dirían si engarzaran el sujeto con el verbo –alguien entendería algo– algo de su ilegible lamento.

En Traslación de dominio, poema que deja ver una búsqueda de unidad excepcional en la generación de su autora, la incertidumbre adopta la cadencia de un oleaje. La pregunta cardinal del libro: ¿qué significa el amor? (antigua pregunta, teñida de cursilería y abordada en este volumen desde una perspectiva peculiar), se desdobla en una nueva interrogante que vuelve al corazón del misterio como el mar a las playas: si inventar es recordar, ¿dónde empezó la historia que hoy invento? Varios fragmentos de este volumen revelan con dolorosa lucidez la imposibilidad de resolver el enigma: “¿Por qué no vuelve la cara el tiempo y si pudiese/ acaso diría la luz de aquel entonces?/ ¿Si pudiera habitar las habitaciones ya pasadas,/ realmente podría mirar lo que miraba?// Quiero esa luz entre mis manos:/ el rayo que agoniza/ mientras descompone los relojes.”

A lo largo de estas páginas despunta esa forma terminal del exilio que todo poeta enfrenta en nuestros días. De nuevo, la sensación de impertenencia aparece bajo un gran signo de interrogación: ¿existió alguna condición que no fuera el exilio? Al aventurar una respuesta, María Rivera se sorprende encerrada en la segunda vez de una experiencia cuya primera vez le parece al mismo tiempo inasible y cercana. Tenaz, encuentra una estación de frescor, un cierto bálsamo, en la escritura y en la experiencia amorosa, esas formas del arrobamiento causado por la seducción del Otro. Pero ninguna representa el fin de su vivir abismada en la rutina de la separación. Por el contrario, son el testimonio fehaciente de que las grandezas del mundo se nos dan a partir de una esencial carencia.

En el amor y en la poesía también anida el exilio. Afligida, María Rivera descubre en la experiencia del poema que el sentimiento amoroso entraña la reaparición de los milagros, pero que no por ello se le da como una cosa de la que puede disponer. El amor vive bajo un constante asedio. Desde el exilio cotidiano, hombre y mujer ensayan los gestos que hacen posible cada encuentro –y en cada encuentro atisban la evasividad del instante. Al repasar su historia amorosa, al escribirla, María Rivera encuentra que en el centro de esa historia anida un principio de incertidumbre, que sólo comenzó a conocer el amor en el momento en que decidió preguntarse cuándo empezó a estar enamorada. Al final descubre que el amor no empieza nunca: su comienzo es una pregunta sobre su comienzo.

Si preguntar por el amor es el amor mismo, ¿por qué resignarse a vivir el predecible escenario de su ruina? Después de todo, el amor se reinventa desde su esencial condición de búsqueda. Bajo esta perspectiva, anticipar su desenlace cobra un sentido ritual que prepara el terreno para el más apasionado de los actos: la memoriosa restitución del instante. La crueldad con la que la autora ejerce este singular culto propiciatorio alcanza un tono sacramental: “Voy a empezar a llorarte ahora,/ ahora que puedo, aún, tenerte junto./ Sin que lo sepas/ pondré a arder la brasa del olvido/ entre nosotros.// Debo llorar a tiempo. Es mejor/ abatir el amor desde temprano,/ pelear contra él a puño limpio. [...] No quiero, ya no,/ otro luto velado, otro largo, larguísimo/ luto, que no termina por llorarse nunca.”

¿Asoma un fin de males en este sacrificio anticipado? Para el que escribe no hay respuestas. El poeta entiende que no entiende. Por eso escribe. De ahí el carácter interminable que Maurice Blanchot le atribuye a toda empresa literaria. De algún modo, la poesía es una de las más perfectas formas de la espera. En ella, la palabra está en constante tránsito entre lo no dicho y lo dicho. La poesía, después de todo, no es sino la transcripción infernal del silencio de un paraíso. María Rivera entona en este libro un cántico de gracia para la pérdida •