Jornada Semanal, 11 de marzo del 2000

Ana García Bergua


 


ESCRITORES DE SUDARIO

En mi reciente afán de leer libros con fantasmas, recurro asiduamente a las espléndidas colecciones de la editorial Valdemar, equiparables como delicatessen a aquellos libritos azules de Siruela que me han otorgado no pocas revelaciones. Gracias a ellas leí en estos días La dama del sudario de Bram Stoker. No sólo lo hice en busca de un fantasma; me había conmovido también el saber, recientemente, que Stoker, el inventor del exquisito, aristocrático y ocioso conde Drácula, había muerto, al parecer, de agotamiento. Pobre Stoker, trabajaba mucho, pero ¿quién no hubiera quedado en el agotamiento luego de llevarle la contabilidad, la correspondencia (escribía para él cincuenta cartas al día) y quién sabe cuántas cosas más al afamado actor Henry Irving y buscar tiempo, además, para escribir numerosas críticas, relatos y novelas? Quizá fue por eso que La dama del sudario, cuya primera parte es tan atractiva e inquietante, se convierte al final en algo tan raro y absurdo que causa decepción. La parte central del libro intriga mucho: narra el amor entre una especie de Indiana Jones de ascendencia irlandesa, heredero de un castillo en cierto país mítico de los Balcanes (las Montañas Azules), y una misteriosa dama que en las noches acude a su alcoba buscando el calor de su chimenea, vestida con un sudario empapado por la lluvia, el cual arrastra por las alfombras dejando su rastro acuático. Esta dama duerme en un ataúd y parada en él boga a veces por las olas, aterrorizando a los marinos; el caballero se enamora de ella perdidamente, aun sabiendo que podría ser una vampira. Quizá si Stoker hubiera descansado un poco, habría podido considerar su relato con más objetividad para resolverlo según las reglas que él mismo estableció, y no terminar convirtiendo a su fantástico personaje en una especie de princesa nacionalista de carne y hueso –si bien desarrollar esta trama en los terrenos de lo sobrenatural, como hizo con la exitosa Drácula, tampoco hubiera sido empresa fácil, pues justamente el encanto del personaje de La dama del sudario reside en su ambigüedad, en su calidad de fantasma ávido de calor, el traje de muerte y la carne joven. 

Disculparán que hable yo de los libros desde la cocina, incapaz de apreciarlos, por decirlo así, en la vitrina o el salón, como harían los críticos serios, pero me imagino que toda la saga nacionalista en una tierra ficticia –aunque claro, protegida por Inglaterra– debía poseer un interés especial para Stoker, al grado de haberla pegado a esta trama de un modo que, con todo y su exotismo (y cierto ardor de espíritu que curiosamente ayuda a entender la reciente guerra en Yugoslavia y la mentalidad de la eta), termina siendo artificial incluso para un lector del siglo siguiente. La imaginación literaria, al contrario de lo que se podría pensar, no puede permitirse ser errática, pues tiende a construir obras, pero tampoco puede articular deliberadamente elementos de naturalezas demasiado ajenas. Curiosamente, después de leer la novela de Stoker –e irme a buscar sus cuentos, que me dicen que sí son muy buenos–, hice exactamente lo que me había parecido tan mal: tratar de pegar a un relato que había estado creciendo por sí mismo, el tema de un encargo. Por lo visto, uno no aprende. Toda proporción guardada, el mismo error llevó a la misma consecuencia, pero aunque quizá también tengo la excusa del agotamiento (una pequeña Henry Irving que no duerme), me falta la de ser Bram Stoker, así que deberé, como decían antaño los maestros de escuela, aplicarme más. 

El caso de Bram Stoker –quien después del éxito de Drácula no pudo volver a escribir (aunque escribió varias) una novela que igualara en gloria y calidad a la del sangrón conde– me hizo pensar en la polémica de la que se hablaba recientemente en el suplemento Babelia de El País, sobre si el mercado está modificando la obra y la conducta de los escritores, o si éstos, ávidos de una fama y una fortuna que no es tradicional –ni, a fin de cuentas, necesario– que posean, están haciendo una literatura express, cada vez más al gusto del consumidor. Yo estoy de acuerdo en que, con raras excepciones y aunque a uno le resulte poco alentador, tanto el afán de agradar como el de vender suelen prohijar mala literatura. Pero lo que me parece más siniestro es el hecho de que los libros que no duran más de cierto tiempo estipulado en las mesas de novedades de las librerías, las editoriales grandes los destinen a las trituradoras: ya no sólo el olvido, o la pobreza, o las críticas negativas. La fuente de ansiedad de los escritores es ahora, también, la desaparición material de sus libros. Pero bueno, esas son polémicas de país desarrollado, con muchos y boyantes lectores, por lo que a los escritores mexicanos eso no nos debe preocupar, a menos que queramos materializar demasiado nuestra fantasmal presencia, como ocurre con la heroína de la novela de Stoker, y ya ven lo que le termina pasando.
 
 



LA JORNADA VIRTUAL
Naief Yehya

 
 

Malos sentimientos

“Nunca me lo hubiera imaginado de ti”, me dijo un viejo conocido con auténtica indignación cuando le confesé que a veces sentía una especie de placer malsano al ver los índices de la bolsa, especialmente el Nasdaq, desplomarse. “En particular no puedo evitar sonreír con el espectáculo de la caída de las acciones de alta tecnología”, había comentado candorosamente. “Pero no me malinterpretes”, expliqué, “no es que me de gusto ver que la economía se vaya al carajo, que tan sólo en Estados Unidos cuarenta mil personas del sector informático hayan perdido su empleo en los últimos ocho meses (muchos de los cuales fueron liquidados en la semana de Navidad) y que cientos de empresas multimillonarias se hayan evaporado en un suspiro.” Pero se confirma mi sospecha de que esta economía hiperinflada era una ilusión. También añadí que me daba gusto no haber caído en la euforia histérica de los dot coms. Hoy la fiebre que barría los mercados bursátiles internacionales hasta hace muy poco está en proceso de vertiginoso enfriamiento, y si bien esto no quiere decir que sea el fin de la economía digital, sí se trata de un crash que, como el de 1929, transformará a la economía mundial.

El adelgazamiento de la Nueva Economía

La carrera por la conquista de internet ha cambiado de ritmo, ahora quienes se atreven a invertir en el ciberespacio lo hacen con cautela. La orgullosa Nueva Economía, tan celebrada por los gurús de la cultura digital, está a punto de pasar formalmente al cementerio de las modas frívolas junto con los cassettes de ocho tracks y los discos de la Macarena. El cambio de los últimos meses se puede ver en que los principales propagandistas de la Nueva Economía, como las revistas Wired, Red Herring, eCompany, Business 2.0 y Fast Company, entre otras, han perdido un enorme número de anunciantes, patrocinadores y páginas. Wired pasó de 418 que tuvo el ejemplar de diciembre de 2000 a 204 en el ejemplar de marzo, y predicen una caída de por lo menos veinte por ciento en anuncios. Se espera que en promedio el número de páginas caiga en un cincuenta por ciento. Las publicaciones independientes que no tienen el apoyo de una megacorporación, como Turner, Bertelsmann o Disney parecen condenadas a desaparecer o sobrevivir con apuros. El problema es que el boom de los dot coms dio lugar a una sobreabundancia de publicaciones que en realidad sólo tenían el objetivo de promocionar y hacer propaganda a productos y servicios. Hoy la mayoría son redundantes y están en vías de extinción.

¿Entusiasmo o conspiración?

El súbito empobrecimiento de miles de inversionistas y especialmente de cientos de millonarios de papel es una de las consecuencias más duras de la debacle de las acciones de internet y otras industrias relacionadas con la tecnología de punta. No obstante, era una catástrofe previsible cuyas señales no solamente fueron ignoradas por los expertos sino que, por el contrario, éstos trataron de justificar lo que estaba sucediendo y llegaban a recomendar a los inversionistas estrategias desconcertantes y sospechosas que parecían ir en contra de toda lógica: por ejemplo, que había que invertir en empresas con gran crecimiento y enormes pérdidas. Al tiempo en que miles de personas invertían sus ahorros en Yahoo!, Priceline.com, Razorfish.com y TheStreet.com, entre otras, el nombre del juego en Silicon Alley en Manhattan, así como en los otros grandes ejes de la economía dot com, era olvidarse de tener ingresos y ver quién podía gastar más en menos tiempo. Quizás los conocedores, especialistas y veteranos del mundo bursátil fueron víctimas de un exceso de entusiasmo o de haber sido arrastrados por la avalancha de la euforia, pero no se puede descartar la posibilidad de que se haya tratado de un plan siniestro orquestado por unos pocos para despojar de su capital a miles de inversionistas.

Finalmente, una nota de optimismo

Pero no todo son malas noticias en el mundo de las inversiones y el mercado de valores. Tras el más reciente bombardeo a Irak, durante el cual veinticuatro aviones estadunidenses y británicos tiraron bombas contra una variedad de blancos militares y civiles, las acciones de empresas involucradas con la fabricación de armas, la defensa y aviación militar (Raytheon, Boeing, Lockheed Martin, General Dynamics y Northrop Grumman, entre otras) subieron de precio notablemente en un mercado a la baja. El bombardeo revitalizó la somnolienta pero no menos ilegítima y criminal campaña de sanciones que mantienen Estados Unidos e Inglaterra en contra de Irak, a pesar de las críticas de aliados y enemigos. Quizás esta alza sirva para levantarle la moral a los fabricantes de armas, quienes quedaron tremendamente decepcionado tras la reciente Guerra de los Balcanes. Estos industriales consideraban como un hecho que sus ventas se multiplicarían debido a una renovada demanda de equipo por parte de los aliados de una cada vez más activa y agresiva otan. Lamentablemente, muchos de sus clientes potenciales como Polonia, Checoslovaquia y Hungría, entre otros, no han podido cumplir con sus compromisos de comprar armas, materiales y accesorios. En todo caso el Pentágono y los zares de la industria bélica deben inventarse pronto nuevos enemigos y amenazas planetarias, ya que cada día hay menos gente que cree que Saddam Hussein es ahora “más peligroso que hace diez años” (como vociferan el New York Times y casi todos los medios de difusión estadunidenses) y que las hordas de Osama Bin Laden están a punto de borrar a la civilización occidental del mapa.

Carlos López Beltrán

Monos parlantes 

Al acostarme enciendo la radio. La BBC de Londres entrevista a un experto en arte oriental sobre el valor de los budas monumentales a punto de ser destruidos por la cerrazón patológica de los talibanes en Afganistán; siento angustia cuando describe las dimensiones histórica y estética de la pérdida. Inevitablemente pienso en la destrucción de monumentos mesoamericanos por los conquistadores. La ceguera, la incomprensión, la inhumanidad de esos actos me azoran. Al mismo tiempo mi mujer habla por teléfono con su mejor amiga de larga distancia. Percibo la emoción en sus frases. Tras esa conversación hay otra más lejana; un grupo de jóvenes en la taquería de abajo vociferan alegremente sobre sus hazañas preparatorianas. Más en el trasfondo percibo que la vecina ve la tele. Estoy envuelto en una cortina de palabras, claras y oscuras, rodeado por cordilleras de sentido espesas y delgadas en todas direcciones. El altiplano hoy viernes estuvo transparente, y no denso y sucio como suele, y como nunca nos mostró sus barrocos detalles, el hojaldrado y sedoso acomodo de barrios, estribaciones, bosques, faldas, cerros y volcanes nevados. Con la noche me rodean capas concéntricas de conversaciones que están ocurriendo justo ahora. Opacidades y transparencias que cubren miles de kilómetros. Hay una simultaneidad novísima en el planeta, a la que no acabamos de acostumbrarnos. 

Me atrapa una imagen excesiva. La gente habla y habla y habla. Eso es lo que hacemos casi todo el tiempo los humanos. Hablamos y oímos. Conversamos. Todas las extensiones tecnológicas, imprenta, radio, teléfono, televisión, internet, son maneras de ampliar el alcance de nuestras conversaciones. De hacerlas más complejas, dilatadas, circuitosas, y tal vez impersonales. Si no estamos produciendo bienes (o moviéndolos) ni durmiendo, lo más probable es que estemos de una u otra manera conversando. El comercio de cosas y servicios es una forma de conversación. Leer u oír la radio en soledad es un fragmento abierto de charla. Y tal vez también lo sea corretear y patear en bola un balón. Y claro, el espacio virtual (el tercer entorno, como lo llama Javier Echeverría) es un estruendo, una alharaca planetaria de monos parlantes y escuchas. 

Me dejo llevar por una ensoñación de sociobiólogo. No puede ser gratuito. Debe haber una ventaja adaptativa en tal proclividad a la conversación. Encontramos fatalmente atractivo platicar, leer, ver lo que ocurre; enterarnos y enterar. Chistes, chismes, historias, anécdotas, ideas. Ávidamente las interpretamos. Las conectamos con nuestra experiencia. Las archivamos o desechamos, no siempre a voluntad. ¿Qué fragilidades como especie social logramos superar por ese medio? ¿Somos entonces descendientes de los homínidos cuyas variaciones conductuales los inclinaron hacia el habla excesiva, casi patológica? Quizá resultó crucial en la situación ecológica de nuestros ancestros poder entenderse, confiar, llegar a acuerdos no violentos. El paradójico altruismo que tanto complica las ecuaciones sociobiológicas tal vez halló en la conversación continua, en la atención privilegiada a ella, la manera de colarse entre tanto gene egoísta. De ahí esa aversión universal (¿innata?) por la mentira de la que antropólogos y psicólogos han hablado. Nuestro privilegiado instinto para descubrirla (del que los celos es una expresión exacerbada). De ahí la noción de que la confusión de las lenguas es una maldición divina. Será que a los grupos sociales de nuestra especie les convino siempre más un mal acuerdo que una buena guerra. 

La unesco ha enviado un mensajero pidiendo a los extremistas afganos que detengan las demoliciones. Se apela al valor que toda la humanidad le da a ese pasado. No están en su derecho aunque las estatuas estén en su territorio. Es un asunto nuestro, contestan, y para nosotros no se trata sino de piedrotas idolátricas. Parece inevitable: los budas caerán bajo la artillería en pocos días. Hablar, explicar, advertir, tratar de rozar un sentimiento humanitario, común, en los líderes talibanes, parece inútil. El principio de humanidad que describen algunos filósofos antirrelativistas no se asoma por ahí. Como tampoco lo ha hecho en las laberínticas y arduas e inútiles negociaciones entre israelíes y palestinos. Diálogos de sordos similares por todos lados. En Colombia. En Chile. En Cancún. En CU. 

Y sin embargo la gente habla y habla. Y al parecer escucha y escucha. Se insiste, se reitera, se repite: la solución es el diálogo. Pero una inducción a vuelapájaro no apunta hacia el optimismo. Aunque todos hablamos y hablamos, y sentimos que escuchamos y entendemos, la incomprensión, la densidad, el smog dominan el territorio. ¿Por qué entonces tanta confianza en la negociación? Pensamos quizá que si insistimos lo suficiente se despertará y brotará el principio de humanidad, de comunidad, que las circunstancias históricas han conseguido aletargar.¿Tenemos acaso una tendencia cableada a interpretar, comprender, empatizar con los otros, siempre y cuando no tengamos señales que nos hagan desconfiar? ¿O es eso algo que sólo se consigue con la cultura, el aprendizaje, la civilización? Si el no lograr entenderse, el engañarse a diestra y siniestra, condujo en el pasado a la extinción del clan, del grupo, de la tribu, de la nación, quizá ahora, en nuestros planetarios tiempos, llevará a que nos hundamos todos.

Apago la radio. Las voces son murmullos evanescentes. También el sueño tiene estribaciones, dobleces, polumo; conflictos entre densidad y transparencia.


Pequeña meditación sobre el sombrero

En La tormenta, segundo volumen de las memorias noveladas de José Vasconcelos, obra maestra de nuestras letras, su protagonista, el apasionado Vasconcelos, cuenta que el señor Carranza, execrado por él, una de sus bestias negras o “plumitas de vomitar”, que son muchas, para deleite del lector (nada nos hace más elocuentes que la indignación y el aborrecimiento), lo ha reducido a prisión de modo arbitrario. En la cárcel goza de aborrecimiento), lo ha reducido a prisión de modo arbitrario. En la cárcel goza de privilegios, después de todo es un famoso intelectual y revolucionario, no un delincuente común, que pasó, por uno de esos vuelcos de la fortuna tan comunes en la turbulencia revolucionaria, de director de la Preparatoria a preso político. Aprovechando el buen trato y la laxa vigilancia sobre él, Vasconcelos trama fugarse. Planea con gran cuidado la operación y ahí viene la cita que a nosotros nos interesa; dice así:

Llegó la noche que me había fijado, y apagando la luz de mi cuarto, al reflejo de las vidrieras intermedias, probé las sábanas [va a usar, pues, el método ortodoxo: descolgarse por el balcón con sábanas atadas a modo de cuerda], extraje de una maleta un sombrero, reflexionando que un sujeto de cabeza desnuda en plena calle, de madrugada, inmediatamente se haría sospechoso.

Observen ustedes la manera de hablar: “un sujeto con la cabeza desnuda”. A nadie se le ocurriría ahora aplicar el adjetivo “desnuda” a una cabeza (sin sombrero) o a una mano (sin guante). La idea de lo que es preciso cubrir y lo que no, ha variado mucho. Hubo un tiempo, por ejemplo, en que era uso elegante cubrir parte del zapato y del tobillo con un paño que se abotonaba al frente, la prenda se llamó, como se sabe, “polaina”. Pero tal vez se ignora de ella la siguiente noticia: “Las polainas son calzado de la edad media, inventado por Foulgnes le Rechin, conde de Anjou, para cubrir la imperfección de sus pies. Terminaban en puntas guarnecidas de hierro, ya derechas, ya encorvadas, de unos veintidós centímetros de largo, y prolongándose después hasta casi medio metro por los caprichos de la moda. Una punta de once a trece centímetros salía también del talón en forma de espuela.” La extravagancia en el vestir, es cierto, no ha conocido límite.

En especial, tal vez, en materia de sombreros: todas las formas, todos los tamaños y materiales han sido usados alguna vez. Y, de pronto, para que nada faltara, al inicio de los cincuenta del pasado siglo, comenzaron a escasear y después desaparecieron casi por completo de las cabezas que cubrían. Y la pregunta obligada es, simplemente, ¿por qué?, 1) ¿por qué la gente usó sombrero?, 2)¿por qué la gente dejó de usarlo?

Antes que nada debemos advertir que estamos frente a un hecho social. Es decir, no individual, sino colectivo, y no natural, sino, digamos, convencional, esto es, resultado de ciertos acuerdos entre individuos. Pero, claro, la palabra “acuerdo” es demasiado fuerte: no hubo, desde luego, una asamblea masiva donde se decidiera algo como: “Ya basta, dejemos de usar sombrero.” Nada de eso, si algo caracteriza los hechos sociales es que casi siempre son semiinconscientes, o inconscientes del todo, y son delicados. ¿Qué grado de conciencia tienes de que para saludar tomas con tu mano derecha la derecha del otro? Sabes hacerlo, no hay duda, pero lo haces sin darte cuenta, ya es parte de ti.

Lo segundo es conceptualizar el fenómeno, es decir, introducir un concepto que nos permita comprenderlo. Probemos con alguno, no nos preocupe si nuestra comprensión es correcta o no, eso no importa ahora, basta que podamos hallar cierto modo de entenderlo. El sociólogo francés Gabriel Tarde (1843-1904) estudió la categoría de imitación en los hechos sociales. “La imitación forma el medio psicológico entre la individualidad psíquica y las instituciones sociales.” Para no quedar aislados, para no hacer el oso, para mejorar, imitamos lo que hacen los demás. Sin imitación no hay vida social (pero la vida social no es sólo imitación). Así pues, vamos por pasos: a) cierta persona X deja de usar sombrero, b) las personas del grupo Y lo imitan, y al hacerlo, lo respaldan, c) se produce una reacción en cadena de grupos que dejan de usar sombreros imitando al grupo Y. Al fin, la situación se invierte: d) lo común es ahora, en las ciudades, no en el campo, no usar sombrero.

¿Ya comprendimos? No, nos quedan dudas, insatisfacciones. Por ejemplo, el punto a), parece difícil, a ojo, que todo el hecho social se explique, en el fondo, como la ocurrencia inmotivada, en cierto momento arbitrario, de un señor X del que, además, nada sabemos. El fenómeno se vuelve arbitrario, pareciera que no hay ninguna razón. Pero la razón no está en lo que hizo X, sino en la categoría sociológica de imitación. Más precisamente, de imitación extralógica, que es la propia de la moda, que no proviene del valor objetivo de la novedad, sino del prestigio que parece conferir la imitación.

¿Ya está? ¿No? Podríamos añadir entonces una cláusula que diga: a mediados del siglo xx se registró en el atuendo una tendencia a uniformar y simplificar. Se generalizaron los trajes “ya hechos” (esto es, no “hechos a la medida” por sastres a quienes se entregaba el casimir), Macazaga, en la colonia Roma, fue una de las primeras tiendas especializadas en esta ropa “ya hecha”. Esa misma tendencia ayudó a la rápida extinción del sombrero en las ciudades.

¿Ya? No, faltaría dar razón de por qué apareció en ese momento esa tendencia. Y tendríamos, por fuerza, que remitirnos a un orden más general. Nunca estamos contentos con nada. Pero por aquí anda la cosa. Y aquí tenemos que dejarlo.