LUNES Ť 5 Ť MARZO Ť 2001

La paz virtual de la tv

Luis Hernández Navarro

Fue una bienvenida curiosa; una metáfora de una noche de equívocos, intereses encontrados, buenas intenciones y contrasentidos.

Pasadas las nueve de la noche de un sábado cada vez más frío, entre juegos de luces, palomas, centenares de globos blancos rumbo al cielo y una coreografía infantil sacada de Siempre en Domingo, Juan Martínez, un chamán lacandón vestido de blanco, caminó junto a su hijo por uno de los pasillos que desembocan en el estrado giratorio, para realizar una ceremonia sagrada. Nada más al dar inicio a su rito se escuchó una rechifla similar a la propinada a la selección nacional de futbol en uno de sus peores partidos.

El entretenimiento que quiso pasar por fiesta cívica, el espectáculo que quiso servir como presión al zapatismo, el gran concierto Unidos para la Paz, fue tomado por un público educado en la cultura futbolera y el show televisivo. Las olas y los culeeeeeeros, seguidos de los gritos de švivan las Chivas!, y las respuestas, entre mentadas de madre, de šviva el América!, y las porras de México, México, México, que sirven para celebrar los triunfos de los ratoncitos verdes, acompañaron toda la noche a la música y sus silencios.

El estadio Azteca, a reventar, reprodujo la estratificación de los muchos Méxicos que pueblan el país. Sentados en la cancha se encontraban los famosos o los pudientes o los afortunados. En las graderías, el país de los invisibles. Abajo, mucha gente vestida de blanco, blandiendo pequeños banderines de paz, prestas a posar para las cámaras. Arriba, los televidentes de a pie, enfundados en su mayoría con ropa para soportar las inclemencias del tiempo, con las varitas de luz fluorescente típicas de los conciertos. En ningún lado, la raza del Chopo.

Mezclados, grupos de jóvenes con familias completas, clientes de Elektra satisfechos por la liberación de Mayito y seguidores de Maná disfrutaron cuatro horas de música, fuegos artificiales e imágenes proyectadas en cuatro grandes pantallas en el estadio, dignas lo mismo de un Informe Presidencial que de los documentales de Demetrio Bilbatúa y Agustín Barrios Gómez que servían como cortos en los cines en los setenta.

Esta vez, Fher, el vocalista de Maná, no gritó šviva el EZLN!, como lo hizo en 1995 durante el concierto de los Rolling Stones, en el Autódromo de la Magdalena Mixhuca, en el que su banda abrió la tocada, pero dedicó su rola Hechicera a los campesinos ecologistas presos en Guerrero. Tampoco se puso la camiseta de Marcos que usó durante uno de sus co tvazteca nciertos en España, sino que, vestido de casaca negra y playera negra, pidió paz pero "con apellidos justicia y dignidad".

En cambio, Saúl Hernández, el cantante de Jaguares, dijo a los más de cien mil espectadores reunidos que la paz no se firmará con unas cuantas canciones, pero que el concierto puede servir para que en el ombligo del mundo se cree conciencia cívica "para respetar más a nuestros hermanos indígenas", poco antes de dedicar Detrás de los cerros al "equipo" zapatista.

Entretenimiento

Desde temprano los habitantes de la ciudad de México comenzaron a prepararse para la transmisión del concierto, abarrotando videocentros y adquiriendo boletos para las últimas funciones de las diferentes salas cinematográficas. Según uno de los dependientes de Toma Uno, una sala de renta de videocasetes en Coyoacán, las ventas del sábado 4 de marzo fueron todo un récord.

Pero hay público para todo. El estadio Azteca se llenó desde temprano. En la entrada, predicadores evengélicos aseguraban que la verdadera paz sólo la puede obtener quien sigue la senda de Jesucristo, Convergencia por la Democracia hacía propaganda para su causa y simpatizantes del FZLN exigían el cumplimiento de las tres condiciones demandadas por los zapatistas para reanudar el diálogo. Los espectadores no les hicieron mucho caso. Se encontraba allí para entretenerse, no para concientizarse; estaban más apurados por encontrar lugar y comer una pizza que por escuchar mensajes trascendentes. Mientras tanto, los guardias de la entrada impedían el paso de pancartas de apoyo al EZLN.

A las 8:40 de la noche el concierto de rock más publicitado en la historia nacional estaba con los ánimos "a punto de turrón"; el estadio era una inmensa pantalla de televisión. Cuatro grandes monitores mostraban los rostros, bailes y vestimentas de parte del público. Y el respetable respondía con chiflidos o aplausos. Aparecían lo mismo una muchacha con un Jaguares pintado en la frente, que otra con un tatuaje en el pecho, o alguien más con una camiseta de Maná. Cuando se escuchó el Son de la Negra la gente se prendió más, y, cuando llegó el turno de esa especie de himno del reventón nacional que es Sigo siendo el rey miles de voces lo entonaron.

Visto desde arriba, el templete era una réplica del logotipo del concierto. Al centro, una plataforma circular giraba para permitir que los artistas fueran vistos, en algún momento, por todo el público. La imagen del estadio captada desde las alturas era retrasmitida a las pantallas del recinto. A ratos, el show parecía ser una variante mecánica nacional de los espectáculos de medio tiempo del futbol americano. Ante tal alarde tecnológico, lo único extraño fue la deficiencia del equipo de sonido. Ciertamente, el Azteca no es una sala de conciertos, pero hubieron zonas del coloso de Santa Ursula en los que la música y las palabras llegaron completamente distorsionados y empastados.

En una coreografía que parecía inspirada en los antiguos programas de Raúl Velasco, cerca del inicio del espectáculo, grupos de niños vestidos de blanco se dirigieron a los cuatro pasillos desembocan en la plataforma. Los vendedores, vestidos de uniforme blanco -y algunos con listones verdes- ofrecían cervezas, sopas Maruchan o papas, mientras la gente comenzaba a desesperarse. Los chiflidos no se hicieton esperar. El llamado a los reflejos nacionalistas desde los monitores comenzó momentáneamente a diluirse. Veinte minutos después los aplausos exigieron con energía el inicio del espectáculo. Unos cuantos fuegos artificiales surcaron los cielos y dio inicio la fallida ceremonia del chamán. Los niños vestidos de blanco bailaban. Jaguares entonó Antes de que nos olviden y el público rugió. Era el banderazo de salida, el fin de la espera. Saúl Hernández, el líder del grupo dijo: "Gracias, bienvenida raza a tu concierto". Y la raza, generosa, lo agradeció.

Indios para el turismo

Para las bandas, la tocada del 3 de marzo, quiso ser un acto de dignificación del mundo indio. Los encargados de la escenografía, lo convirtieron, empero, en un acto folcloroide, en el que la imagen de lo indígena, trasmitida al aire en cadena nacional estaba emparentada con las estampas de los calendarios de Helguera, los libros de regalo de Navidad de Banamex y los promocionales de la Secretaría de Turismo. Lo indio se transformó, en la pantalla chica, en sinónimo de "bonito" y su mundo, en una especie de "paraíso perdido".

Jaguares hizo mención del Congreso Indígena, pero los productores mostraron indios de museo. Mientras, Maná hablaba de que "nuestra unidad está en la riqueza de nuestra diversidad", las televisoras se regodearon con la imagen de un pasado glorioso.

A pesar del mensaje de los músicos, convertidos en pastores sociales, en el concierto no hubo salida para los pueblos originarios. En una nueva versión del indigenismo -es decir, de la política hacia los indios no definida por ellos- más allá de lo indio como representación de oropel de lo folclórico, se mostró a lo "espiritual" como la cara aceptable de lo autóctono. La nueva disyuntiva es: o ser aceptado como estatua o ser reconocido como una especie del Don Juan con sus anillos de poder de Carlos Castaneda. La nueva imagen digerible de lo indio ya no es la de la India María o la de Simplemente María, sino la del "nuevo buen salvaje", la del místico naturista.

Pero aún dentro de las mismas bandas, los contrastes fueron notables. El afán por ser consecuentes se tropezó frecuentemente con los requerimientos del marketing y la agenda de los patrocinadores. En el monitor del estadio apareció un texto de Rigoberta Menchú: "Yo no era capaz de desobedecer y esos patrones abusaban de toda mi obediencia, abusaban de toda mi sencillez". Jaguares interpretó rolas como Vamos a dar una vuelta al cielo y Detrás de los cerros", piezas un tanto inspiradas en la realidad que el EZLN puso al descubierto hace poco más de siete años. Maná acompañó sus canciones con exigencias de dignidad indígena. Pero, al final de su presentación, Jaguares hizo danzar a un grupo de concheros, en una escena que evoca -con perdón de Silvestre Revueltas- La Noche de los Mayas de Chano Urueta, y, al culminar la suya Maná, Fher, jugó a ser el Juan Escutia del pop-rock nacional y tomó la bandera nacional y corrió por el escenario ondeándola, al grito de Mé-xi-co-Mé-xi-co-Mé-xi-co en un cuadro que recuerda la película El patriota.

A final de cuentas, para refrendar la imagen de lo indio divulgada durante el concierto, los organizadores muy bien pudieron haber hecho, lo que el Canal 2 hizo muchos años con sus segmentos de rúbrica: mostrar a una moderna y hermosa Malinche, con las pirámides de Teotihuacán a sus espaldas y un mechero de copal a su lado, diciendo: Hermosa República Mexicana, desde la Tierra de Indios, Televisa y Tv Azteca te saludan.

Música

Más que por la paz, la mayoría de los asistentes al concierto fue a escuchar música, a divertirse, al reventón light. Demanda inducida y no necesidad real, el bombardeo por la paz de oropel de las televisoras movilizó a la gente a una tocada, pero no la convenció de la causa.

Si las preferencias del respetable pueden medirse por la cantidad de canciones que se entonan y por los alaridos que da cuando inician, Maná resultó el presunto ganador de una votación inexistente. Con más calidad musical que Jaguares, con mayor penetración en el público, con más presencia escénica, los tapatíos herederos de Green Hat cosecharon más aplausos que sus compañeros de tocada. Probablemente, desde el punto de vista musical, el momento cumbre del recital fue cuando interpretó Rayando el sol, de su primer disco Falta amor.

Pasadas ya las 12 de la noche, cuando el concierto parecía llegar a su fin, salieron nuevamente las dos bandas juntas a despedirse. Después de las presentaciones de rigor de los integrantes de los grupos, Saúl, el de Jaguares, dijo que a veces falta derramar sangre para conseguir la paz. Tocaron entonces ambos grupos La Negra Tomasa con el estadio de pie bailando.

Empezó entonces el verdadero final. En ese momento, según Gustavo Leal, John Lennon comenzó a retorcerse en su tumba al escuchar que su canción Demos una oportunidad a la paz -escrita en el marco de las protestas en contra de la guerra de Vietnam, al lado de piezas que hablaban del orgullo de ser obrero, de Angela Davis o de la ocupación británica de Irlanda- era interpretada por los dos conjuntos y por Cecilia Toussaint, dando sentido a la campaña de las televisoras. Dos mantas de apoyo al EZLN que lograron pasar la inspección de la entrada ondeaban en el estadio. Fuegos de artificio fueron lanzados al cielo, tan espectaculares y efímeros como la paz virtual de las televisoras.

El espectáculo terminó con tres grandes ausencias. Carlos Santana, a quien se había anunciado como uno de los probables músicos en el concierto, nunca llegó. Tampoco llegaron las bandas de chavos y chavas que han hecho del rock parte central de su vida y su cultura. Finalmente nadie.