Jornada Semanal, 4 de marzo del 2001 

 
 

Julio Moguel

Historia y ficción en la obra de Saramago




Varias novelas de José Saramago deben ubicarse a buena lid en el campo estricto de la historia, por mucho que hayan sido construidas con una buena dosis de materia ficcional. Levantado del suelo (1980), Memorial del convento (1982), Historia del cerco de Lisboa (1989) son, junto con el Evangelio según Jesucristo (1991), textos a los que debe adjudicarse el sello referido, por mucho que los hilos de la construcción novelística (ficcional) tengan en alguno de ellos una densidad significativa.

Esta definición, quede claro de antemano, no pretende transformar milagrosamente a Saramago en un hecho y derecho historiador, título y medalla que, por lo demás, él mismo repetidamente ha rechazado. Pretende, sí, mostrar o defender la idea de que “lo histórico-objetivo” no necesariamente se construye sin “materia ficcional”, y de que “la ficción”, bien confeccionada, y bien articulada o tejida con determinados “hechos”, puede en ocasiones dar cuenta con mayor objetividad, claridad y rigor de una determinada época, historia, circunstancias. Ya lo dijo a su manera Juan Villoro, al referirse a Pedro Páramo: “Ningún campesino ha hablado como personaje de Rulfo, pero pocos diálogos parecen tan genuinos como los de Pedro Páramo.”

Cualquier historiador, reflexiona Saramago, está en todos los casos obligado a “escoger hechos de hechos”. Al hacer tal elección, tiene que “abandonar deliberadamente un número indeterminado de datos, algunas veces en nombre de razones de clase o de Estado, o de naturaleza política coyuntural, otra veces acatando, conscientemente o no, las imposiciones de una estrategia ideológica que necesite, para justificarse, no de la historia, sino de una historia”. En tales condiciones –sigue diciendo Saramago–, el “historiador objetivo” no se limitará “a escribir historia. Hará historia.” El historiador será así demiurgo “de un cierto mundo entre todos los mundos posibles”, pues decidió “qué del Pasado era importante y lo que del Pasado no merecía atención” (Cuadernos de Lanzarote).

En el límite, una visión objetivista de la historia llevaría a un absurdo similar como el que cuenta Borges: “Imaginemos que una porción del suelo de Inglaterra ha sido nivelada perfectamente y que en ella traza un cartógrafo un mapa de Inglaterra. La obra es perfecta; no hay detalle del suelo de Inglaterra, por diminuto que sea, que no esté registrado en el mapa; todo tiene ahí su correspondencia. Ese mapa, en tal caso, debe contener un mapa del mapa, que debe contener un mapa del mapa del mapa, y así hasta el infinito” (Jorge Luis Borges, Ficciones).

Para el geógrafo “objetivo” lo mejor sería calcar el territorio hasta en sus últimos detalles; para el historiador “objetivo” lo mejor sería “calcar los hechos”. Pero en tal lance imposible, lo que sucede en realidad es que el historiador “hace historia” (ficcional), sin percatarse.

¿Puede entonces realmente “reconstruirse” el Pasado? “Todo se nos escapa”, nos dice Marguerite Yourcenar al hacer una reflexión sobre la trama de su Memorias de Adriano. Y precisa: “La vida de mi padre me es tan desconocida como la de Adriano. Mi propia existencia, si tuviera que escribirla, tendría que ser reconstruida desde fuera, penosamente, como la de otra persona; debería remitirme a ciertas cartas, a los recuerdos de otro, para fijar esas imágenes flotantes. No son más que muros en ruinas, paredes de sombra. Ingeniármelas para que las lagunas de nuestros textos, en lo que concierne a la vida de Adriano, coincidan con lo que hubieran podido ser sus propios olvidos.”

La conclusión se hace evidente: no hay posibilidad de “reconstruir el Pasado” en forma plena, pero ello no significa que no haya manera de aproximarse a él, buscar y encontrar algunas de sus claves, descubrir y mostrar una parte de sus mejores y más íntimos secretos.

¿Cómo? “Si no buscas la verdad no podrás corregirla. Pero, si no la corriges, no la alcanzarás”, dice el Libro de los Consejos (epígrafe de Historia del cerco de Lisboa). “La realidad no soporta su reflejo”, dice a su vez el personaje principal de El año de la muerte de Ricardo Reis, también de Saramago. “Sólo otra realidad, cualquiera que sea, puede colocarse en vez de aquella que se quiso expresar, y, siendo diferentes entre sí, mutuamente se muestran, explican y enumeran, la realidad como invención que fue, la invención como realidad que será.”

Es esta estrategia en la escritura la que compromete a Saramago en la confección de sus novelas “históricas”: en ellas, según el Nobel 1998, “los datos históricos” deben mantenerse como soportes consistentes y predominantes del “tejido ficcional”. Éste último, por su parte, debe servir como una serie de “pequeños cartuchos” que hagan “explotar lo que hasta ahí había parecido indiscutible”. En esa tarea, “lo ficcional” y “lo histórico” deberán ser “armonizados por el escritor” (Cuadernos de Lanzarote).

No es menor la importancia de “lo ficcional” para lograr hacer un “cierto tipo de historia”: una bien elaborada trama novelística es capaz de “reconstruir” historias que no sean sólo de “formato grande”, casi siempre elaboradas “a grandes brochazos y con definidas generalizaciones, dentro del marco de una temporalidad que tiende a ser lineal”. La estructura ficcional bien dirigida permite, en la concepción de Saramago, “alcanzar una comprensión real de las innumerables e ínfimas historias personales, de ese tiempo que no aprendimos a retener, la sustancia mental, espiritual e ideológica de la que finalmente estamos hechos”. Si la historia tiene esa consistencia o densidad –concluye Saramago–, “entonces no hay otra manera de escribirla que, justamente, estableciendo ese “puente relacional” entre la “verdad histórica” y la “verdad ficcional”. Esa es, por lo demás, diría Yourcenar, la única manera de “transportarse mentalmente al interior de otro”.