La Jornada Semanal, 4 de marzo del 2001


Enrique López Aguilar
SHOSTAKOVICH (I)

Porque sí, aunque no se cumpla ningún aniversario, a pesar de que el único pretexto sólo sea la celebración de su música, estas líneas quieren irse uniendo para hablar de Dimitri Shostakovich, uno de los mayores compositores del siglo XX. Para los iniciados, la sola mención de Shosta es claro indicio de un compositor ¿ruso?, ¿soviético?, ¿ex soviético?; también, Shosta es la manera cariñosa de reconocer al último gran sinfonista vienés, heredero indirecto de la Escuela de Mannheim, y muy directo de lo que hicieron Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, Mendelssohn, Schumann, Brahms, Bruckner, Mahler, Webern, Hindemith…

Shosta fue heredero de ese modo de incorporarse a la tradición que podía ejercer un intelectual de los ex imperios ruso y soviético: ante un pasado artístico casi recién fundado (debe recordarse que Rusia “ingresó” al Occidente en el siglo XVIII, entre los reinados de Catalina y Pedro), cada autor, corriente o estilo europeos se convirtieron en la elección por la que un artista ruso se apropiaba del pasado para fundar su presente. Casi resulta increíble pensar que el último gran compositor perteneciente a la Escuela Sinfonista de Viena naciera en San Petersburgo (ciudad a la que le dio por llamarse Leningrado durante casi setenta años) en 1906, dentro de una nación aislada, cultural y económicamente, y en la que los futuros cánones del realismo socialista exigirían componer como Jachaturian para volverse aceptable y políticamente correcto.

Como persona nacida en el zarismo y formada en la atmósfera de la revolución bolchevique, a Shosta también le tocó ser heredero del paneslavismo ruso del siglo anterior, tanto del inaugurado por Glinka y popularizado por Borodin, como del que viajó de Musorgski a Tchaikovski; asimismo, fue contemporáneo de Rajmaninov, Prokofiev y Stravinski, aunque él fuera el más joven de los cuatro. El hecho de haber sido gozne entre dos épocas no fue asunto sencillo para Shosta, pues la doble tradición en la que él se inscribía ya era, de por sí, harto difícil de conciliar: la llamada escuela nacionalista rusa del siglo xix miraba con desdén a la música alemana y prefería cuanto viniera de París aunque, a pesar de ella misma, mostrara la influencia de los alemanes, tanto en los modos compositivos como en la estructura de su pensamiento musical. Además, Shosta convivió con la irrupción de los nuevos lenguajes musicales de las vanguardias del siglo XX, en los que la disolución de la forma y el abandono del melodismo fueron parte del escándalo producido entre el público. De sus tres connacionales contemporáneos, el posromántico Rajmaninov parecía profetizar los signos de los nuevos tiempos, aunque sin dejar del todo un melodismo muy tchaikovskiano; el vanguardista Stravinski cristalizó sincrética y genialmente las fronteras de un nuevo lenguaje; y el soviético Prokofiev pudo tener la capacidad de serse fiel sin transgredir los lineamientos estéticos de la patria bolchevique. ¿Qué le tocaba hacer a Shosta en la encrucijada de tantos caminos donde, además, la dictadura soviética detestaba el decadentismo de las vanguardias y del lenguaje artístico moderno? Antes que nada, ser él mismo: Dimitri Shostakovich.

Mutatis mutandis, a Shostakovich le correspondió realizar una no menos importante síntesis que la desarrollada por Bach en el siglo XVII. En algunos apresurados manuales sobre música contemporánea, he podido constatar que a Shosta se le considera genial y perteneciente a la corriente formalista, pero aislado, adjetivo que pareciera proferirse en demérito suyo: de haber sido más globalófilo (horresco referens!), sin las cortapisas del Estado Soviético, Shosta hubiera tenido más capacidad de aggiornamento y hubiera logrado ser un Stockhausen, un John Cage, un Lutoslavski (¿quién hubiera podido decir, en el siglo XVII, que el aldeano Juan Sebastián Bach, organista de la catedral de Leipzig, tendría un papel más fundador en la historia de la música que el desempeñado por los cosmopolitas Vivaldi, Händel y Rameau?). Shostakovich no sólo tuvo que conciliar la escuela vienesa con la rusa, sino incorporar ambas a una suerte de negociación política con la inquisición soviética; además, tuvo que apoderarse del lenguaje musical contemporáneo, no sólo el desarrollado por los otros ilustres rusos sino, también, el del jazz.

Me parece que mucho de estas síntesis estéticas se puede perseguir en los 24 preludios y fugas para piano, opus 87, compuestos entre 1950 y 1951, casi en el ocaso de la era estalinista; las veinticuatro piezas se encuentran organizadas en sus respectivas claves mayor y menor: con ellas, Shostakovich logró conciliar (caigamos en el lugar común, en las series cacofónicas) las intelectuales exploraciones bachianas desarrolladas en los dos libros del Clavecín bien temperado con el pathos beethoveniano de las 32 sonatas para piano, dentro de una estructura composicional plenamente propia. Sin embargo, tradición vienesa más tradición rusa más estética soviética más música contemporánea no alcanzan a explicar del todo a Shosta: lo encuadran y lo matizan, pero no describen el universo de sus logros; aclaran su genial originalidad y el papel peculiar e insustituible que tiene dentro de la música del siglo XX, pero no tocan el talento de quien pudo convertir el provincianismo cultural (no elegido) en herencia musical para todos; son pesquisas acerca de las contradicciones artísticas del entorno, pero no resuelven una habilidad peculiar para sumar la sensibilidad “politizada” con una posición personal en la que ciertas miopías de la censura fueron aprovechadas para componer obra “ortodoxa” pero extremadamente personal, en la que influencias como la de Kurt Weill son perceptibles en composiciones anteriores a la segunda guerra mundial.

Hermano de Bach y sor Juana, de Hermenegildo Bustos y Beethoven, a Shostakovich le fue deparado ser el custodio de una imprevista herencia musical que desarrolló hasta 1975, el año de su muerte física en Moscú, construyendo una sólida obra en medio del tumulto de rupturas.
 
 
 
 
 




Excesos legendarios

En el capítulo XXXII de la novela Los tres mosqueteros, titulado “Una comida de procurador”, el goloso Porthos, después de asistir a un raquítico banquete en casa de su amante, la señora Coquenard, se ve obligado a conversar un rato con el esposo de ella, avaro amo de la casa. El procurador Coquenard le comenta que está más que satisfecho por la cantidad de platos que han desfilado ante él. Para Porthos fueron poca cosa: un caldo acuoso y desabrido en el que nadaban algunos mendrugos de pan, una gallina que apenas probó, conmovido por su aspecto de anciana venerable, ejotes guisados con huesos de carnero, un pedacito de pastel, dulce de almendras y un tosco vino de Montreuil, “terror de los paladares delicados”. Al mosquetero le duele el estómago, tiene hambre. Entonces, Coquenard dice, para estupor del invitado: “¡Un verdadero festín! Lúculo come en casa de Lúculo.”

Durante años me pregunté quién era Lúculo. ¿Era alguien que comía con apetito gallinas viejas? ¿Un procurador? ¿Un hombre que sentía indiferencia ante las aventuras de su mujer? ¿Un cocinero pésimo? Muchos años después me enteré de que Lucio Licinio Lúculo fue gobernador del norte de África, un general hecho y derecho que condujo muchas veces sus ejércitos a la victoria, tanto en tierra como en el mar. También era un famoso gourmand que ofrecía los banquetes más espectaculares de su época. Una noche célebre ofreció una cena a Cicerón y Pompeyo; esa cena costó el equivalente a un millón de pesos de los nuestros (sólo cenaron los tres). No sé qué daría por ver aquella mesa, por tocar la vajilla y las copas de oro, por ver a los esclavos afanándose alrededor de los divanes, por percibir los olores de la cocina de casa de Lúculo. Sé que tal vez me parecerían repulsivos, como le sucedió al historiador Fossier, a quien le resultó repugnante la versión moderna del garum, la famosa salsa romana, pero, ¿a quién no le gustaría asomarse al pasado?

Vuelvo al dicho proferido por el procurador; se refiere a una noche en que la cena fue servida en casa de Lúculo. No había invitados. Lúculo miró la mesa, me imagino que frunció el ceño, y mandó llamar a un esclavo. Le dijo que reprendiera al cocinero; la cena era de una sobriedad rayana en la insipidez. “Dile que prepare una cena a la altura de esta casa. Hoy Lúculo cena en casa de Lúculo”, dijo.

Citas como ésta, dichos y refranes relacionados con la gula romana, llenan las páginas de las novelas y los libros de historia. En su entretenido libro Comida y civilización, Carson A. Ritchie recoge la leyenda del voraz Apico, quien derrochó su fortuna en comida –cien millones de sestercios– y “ante la expectativa de llegar a pasar hambre, prefirió suicidarse”. Al pobre sólo le quedaban diez millones, con cuyo equivalente, usted lector, y yo, podríamos comer el resto de nuestras vidas. Apico fue el autor de un libro que enseñaba cómo estimular el apetito, titulado De gulae irritamentis y a él se atribuye la receta de unos panes que todavía llevan su nombre, los bollos “apico”. Y si bien los romanos heredaron de los griegos el gusto por el pescado y los mariscos, los griegos no les transmitieron su preocupación por mantenerse esbeltos. 

Hasta el romano más pobre tenía acceso a la carne y al vino, siempre que no fuera esclavo. De hecho, la sportula, la canasta que se entregaba a los ciudadanos para que comieran en los anfiteatros durante los juegos, contenía pan, aceite, carne de cerdo y vino. Entre las clases pudientes, Ritchie nos cuenta que había “comensales tan experimentados que podían diferenciar con los ojos cerrados si la aceituna que se estaba comiendo había sido recogida con la mano desnuda o con guantes”. Me impresiona esta afirmación. Yo no podría diferenciar una aceituna marca El Serpis de una aceituna marca Ybarra, por decir algo, aunque en ello me fuera la vida. Tanto Ritchie como Paul Veyne han estudiado las costumbres culinarias romanas, pero para entender, o al menos imaginarse con más claridad cómo comían los romanos, pienso que hay que leerlos. Un banquete era una comida tan vasta, consumida en un espacio de tiempo tan dilatado, que no creo que haya existido nada más opuesto a nuestra comida rápida y a la obsesión contemporánea de hacer dieta. Comer, beber, platicar, el chisme y la ostentación eran las vivaces razones para reunirse en estas tertulias. El número ideal de invitados era más de tres personas y menos de nueve, “más que las Gracias y menos que las Musas”. Y para que no faltara la reflexión que a veces aguza el placer de estar vivo, al final de los banquetes, siguiendo una costumbre egipcia que también fue adoptada por los griegos, un esclavo se paseaba alrededor de la mesa con un esqueleto de madera esculpido con realismo, y lo mostraba a los invitados para que recordaran “en qué pararemos todos cuando el Orco nos lleve”.

Probablemente el ejemplo más famoso de esta forma de comer sea “La cena de Trimalción”, esa fiesta delirante relatada por Tito Petronio en el Satiricón. El Satiricón fue escrito aproximadamente sesenta años d.C. en plena decadencia del imperio, en la época de Nerón, ni más ni menos. Los criterios que regulaban los banquetes en años pretéritos y que aseguraban varias horas de conversación armoniosa (se consideraba de pésimo gusto hablar de política), antes de la borrachera, habían caído en desuso. En el Satiricón, Tito Petronio retrata con franqueza y lucidez a una sociedad indolente, insatisfecha y en perpetua búsqueda de placeres. T.S. Eliot, Marcel Schowb y Federico Fellini entre otros, han recreado o citado este banquete en sus obras. 

(Continuará)

 
 
 
 
 
 
 
 

 

Luis Tovar
“No doblarme jamás, antes romperme”

Le tomé prestado a Vicente Quirarte el primer verso de una letra suya para nuevamente retomar el asunto del doblaje en lo particular, y de la Ley Federal de Cinematografía en lo general, pues creo que en esas cinco palabras se pueden resumir muchas posturas, tanto la de quienes esperamos que el Reglamento relativo a dicha Ley sea expedido de una buena vez (ya, ya, ya, hoy, hoy, hoy, digamos a coro, a ver si con esta sobadísima cantilena nos entiende el Poder Ejecutivo del que depende la emisión del Reglamento en cuestión), como la de quienes están haciendo todo lo posible por demorarlo.

Un caso para el Araña

El pasado viernes 23 de febrero, nuestra compañera Miryam Audiffred resumió muy bien el estado de las cosas en cuanto a la Ley de Cine. Se suponía que el martes 27 de febrero Sara Guadalupe Bermúdez, cabeza del Conaculta, daría a conocer el Reglamento de marras durante la cuarta reunión del Comité Bilateral México-Estados Unidos. El miércoles 28 amanecimos sin ninguna noticia al respecto. Se supone también que se mantendrá, de acuerdo con el borrador con el que se ha venido trabajando, el diez por ciento del tiempo de pantalla garantizado para la exhibición de filmes nacionales. A saber. Se supone, de igual manera, que en virtud de dicho documento no van a prosperar las intentonas de las distribuidoras de doblar indiscriminadamente todas las películas extranjeras. ¿Será? Se supone, en fin, que ahora sí podrá echarse a andar el Fidecine, que se irán a calacas los ridículos intentos por instaurar una censura más propia de un pueblo bicicletero que de un país globalizado... ¿Alcanzaremos tanta belleza? Como solía decirse, este parece más bien un caso para el Araña.

En la nota referida se menciona también el desliz de Jack Valenti, presidente de la Motion Picture Association, que se balconeó solo al confesar que hizo “sugerencias por escrito” a rtc para “aclarar” la Ley de Cine, tres meses después de la fecha en que el Reglamento ya debía haber sido expedido. Estamos hablando de algo que pasó en ¡julio de 1999! Como usted recordará, el traído y llevado Reglamento debió ser expedido noventa días después de emitida la Ley –lo que sucedió el 5 de enero de aquel año. Lo creamos o no, para el Poder Ejecutivo (el encabezado por Zedillo y el que hoy ostenta Fox) noventa días pueden convertirse, quizá debido a la teoría de la relatividad general de Einstein, en un año diez meses, y contando.

Los malpensados

No nos pasamos de malpensados si imaginamos, como puede colegirse por tan inexplicable tardanza, que este arroz todavía no se cuece debido a “sugerencias” como la mencionada, a la reiterada visita de gente como Steve Solot, vicepresidente senior de la Motion, a los amparos obtenidos por algunas majors –que a poco estuvieron (o están) de sentar jurisprudencia en perjuicio de lo establecido en el dichoso Reglamento–, al temor que seguramente sienten algunos timoratos de que el cine siga siendo, como dice Carlos Monsiváis, “un gran espacio de orientación vital, un laboratorio de los comportamientos”.

A riesgo de ser demasiado esquematizadores, podemos afirmar que en este brete hay dos bandos bien definidos: el de quienes no quieren que la Ley de Cine entre en vigor tal y como está, y el de quienes sentimos que se nos queman las habas por el riesgo de que se dé marcha atrás en algo que por fin, luego de tantos años, resarce en alguna medida la indefensión y la precariedad en las que ha malvivido nuestro cine. Ni unos ni otros, por lo que se ve, queremos dar nuestro brazo a torcer. Quienes consideramos al cine como una manifestación cultural y no sólo como una forma de meterse billetes, queremos decirle a nuestros opositores que no nos vamos a doblar.

Permanencia voluntaria

Este columnista ha escuchado toda suerte de comentarios respecto a Piedras verdes, ópera prima de Ángel Flores. Como suele suceder, el espectro de opiniones va desde las que le saltan directo a la yugular hasta las que no le ven un solo defecto. Y como también suele ocurrir, ni unos ni otros tienen toda la razón de su lado. Si a usted no le dicen nada los premios (Piedras verdes ha obtenido tres hasta ahora) ni se siente atraído por el gancho de los “más de 250 mil asistentes en una semana”, véala simplemente como una más de las películas que le ofrece la cartelera. Ángel Flores expone su personal visión del inagotable tema de la búsqueda del padre y le da a su relato un esquema circular: todo termina en el sitio exacto donde empezó. En el ínterin, despliega el encuentro de su protagonista (una Vanessa Bauche que demuestra capacidad para sostener el papel protagónico) tanto consigo misma como con la otredad, manifestada de forma preponderante en el género masculino –la pareja (Juan Claudio Retes) que se relaciona para autodestruirse, el affaire (Osvaldo Benavides) que puede trocar en estabilidad emocional, la figura paterna alternativa (Óscar Chávez) y, por supuesto, el padre biológico (Gabriel Retes en un papel parecido al que le vimos en Bajo California). La mención de esta última cinta no es casual, pues Piedras verdes comparte, en buena medida, la ambientación natural de aquélla, además de cierta intención estética –voluntariamente o no.

A partir de cierto momento, Ángel Flores hace que sus personajes abandonen la ciudad donde la historia principal se desarrollaba y encamina a los protagonistas (Bauche y Benavides) por dos vías distintas, claramente simbolizadas por el sitio donde se desarrollan: el desierto y la selva. Un contrapunto así, llevado además a contracorriente de lo habitual –es decir, que los protagonistas comenzaran separados–, implica riesgos de ritmo narrativo y, sobre todo, de tener que comerse el desarrollo de algunas subtramas que no acabaron de resolverse, aunque sí son importantes para la conclusión de la historia principal.

Empero, lo anterior no vuelve fallida por completo a una película con más virtudes que defectos, y que tal vez –ojalá, diríamos muchos– se esté enfrentando a un fenómeno que hace tiempo no vivíamos: el parámetro para calificar una película mexicana está subiendo.
 
 
 


El sabio

La mansa figura del viejo sabio se da, al parecer, de una manera u otra en todas las culturas, es un arquetipo humano. En la Grecia arcaica, por ejemplo, no había uno, sino siete, los famosos Siete Sabios. El sabio es arquetipo porque cumple una función dentro de la economía de la mente: en caso de duda, la tribu consulta al viejo sabio porque él es persona de sensatez y buen consejo.

Pero ¿qué es un sabio de éstos?, ¿quién es sabio y por qué?

Bueno, la primera nota o característica está frente a nosotros justamente en el hecho de que el arquetipo pide que sea viejo. ¿Y por qué no hay niños o adolescentes sabios? Obviamente, por su inexperiencia e ingenuidad. Condición del sabio es, pues, “que haya visto muchas cosas”, no propiamente que sea viejo, sino que sea “experimentado”, pero, claro, la experiencia viene con los años, de ahí la edad provecta característica. (Aunque, también, sucede que el viejo de ordinario es más ecuánime, menos arrebatado que el joven, pero de eso hablaremos después.)

No basta, por supuesto, que “haya visto muchas cosas”, es preciso que haya retenido su comprensión, acumulando, estructurando la experiencia. Memoria: como los grandes jugadores de ajedrez, los sabios deben saber de memoria un enorme número de aperturas, medios juegos y finales de afanes humanos. Muchos diferentes. Eso les permite saber “a dónde va la cosa”, esto es, predecir consecuencias. Si hacen X, les pasa Y; se saben el juego de memoria, conocen el mecanismo, lo han visto antes operando. Por eso son personas de buen consejo. En la puericia, en cambio, no se puede prever nada, todo es aventura y novedad, y por eso el niño precisa tutela y el adolescente guía clara.

Pero eso no es todo. “Haber visto muchas cosas” es algo más. Una antigua tradición griega hace del sabio un viajero. El sabio debe deambular, mirando, investigando (“investigación”, como se sabe, se dice en griego, “historia”; Herodoto, primer historiador, fue gran viajero en los tiempos heroicos en que se viajaba de un lugar a otro, por distante que estuviera, a pie o, a lo más, en cáscara de nuez más que en barco), y llegar muy lejos. ¿Y por qué?, ¿por qué el sabio es viajero?

El viajar muestra lo diferente. Hay quien cree y hace cosas diferentes a lo que nos es familiar. Esto nos permite 1) captar la singularidad, y a veces, rareza, de lo propio y tomar distancia, así 2) podemos relativizarlo: lo familiar no es lo “natural”, lo absoluto, la regla. Sólo quien toma distancia puede 3) comparar y someter a crítica. No hay mejor antídoto al dogmatismo y la cerrazón, que de ningún modo son notas del sabio, que ver mundo. Sí, nos estamos acercando a algo en la caracterización, pero todavía no hemos llegado.

Un rodeo: ¿por qué a menudo el viejo sabio lleva una “vida retirada, solitaria, elemental”? “En el arquetipo –razona mi maestro Gaos– se enuncia la incongruencia entre la vida de sabio y la vida de lujo que proporcionan, concretamente, las ganancias comerciales”. Y económicas de todo tipo. Sí, pero ¿por qué? “En todo esto –sigue diciendo Gaos–, aparece un rasgo distintivo de la vida y figura del sabio. El más distintivo porque es el más externo y aparente. Su vida retraída, su ser aparte de los demás hombres, lo que yo llamo la vida en la abstracción.” ¿Por qué?, ¿por qué la imagen de un banquero o un empresario muy rico no es nunca ni puede ser la de un sabio?

Mi respuesta enuncia la característica esencial del sabio, a saber, su búsqueda de lo universal. Y eso se opone a los intereses particulares que obsesionan a quienes llevan vida de lujo y atesoran ganancias desmesuradas. El millonario no sabe muchos juegos, según la metáfora que expusimos, sabe uno solo, y este saber se opone a lo general.

Esa es una parte de la respuesta. La otra parte, más relevante, es ésta: el viejo sabio aspira a la estabilidad. Desconfía de lo mudadizo, le parece inseguro y deleznable. La certidumbre a que tiende el conocimiento en las ciencias todas es ante todo cierta forma de fijeza (por transitoria que pueda ser). La fortuna económica no es estable. Además, el que tiene mucho quiere más, hay una insaciabilidad en el rico que disgusta al sabio. De ahí su tendencia a lo elemental. Después de todo, pobre no es el que tiene poco, sino el que quiere más, tenga lo que tenga.

Entonces, la variedad de juegos que ha visto el sabio en sus viajes lo ha hecho desconfiado y muy crítico, los bienes de fortuna van y vienen, la vida humana es en extremo cambiante, por tanto, lo aconsejable es apartarse y llevar vida retirada. El mayor tesoro es la serenidad, la calma, la alegría, y eso sólo puede hallarse en la vida simple.

Universalidad estable, risueña y perspicaz, eso es, creo, lo que hay en el arquetipo del viejo sabio. ¿Se te antoja? Tal vez digas, como San Agustín, sí, pero mañana, no hoy, un poco más de esto, mañana sin falta empiezo. Porque, bueno, así somos. Y nadie dijo nunca, que yo sepa, que fuera fácil ser sabio.