Jornada Semanal, 25 de febrero del 2001 

Wang Meng
el cuento del domingo
 
 
 
 

Chen Gao, el protagonista de este cuento, descubre y nos hace descubrir, entre otras realidades chinas posteriores a la larga y oscura noche del partido de la Revolución Cultural, de qué manera “entre la democracia y las piernas de carnero no había contradicciones”. Primero en tren, después en autobús y más tarde a pie, Chen Gao recorre un trayecto más ideológico que geográfico, que “parecía un laberinto no por su complejidad sino por lo simple que era”. El hilo de Ariadna en esta reveladora historia es el impresionante oficio narrativo de Meng, escritor, editor, político, y uno de los intelectuales chinos que alguna vez fueron enviados al Turquestán chino para ser “reeducado por las masas” debido a la polémica despertada por sus textos.





Claro está que todas las lámparas de la calle se prendieron a la vez, pero Chen Gao tenía la sensación de que dos chorros de luz habían salido por encima de su cabeza. Al mirar hacia los dos extremos de la calle podía contemplar un fluir inagotable de luces. Los algarrobos dejaban en el suelo sus sombras modestas y copiosas. La gente que esperaba el autobús dejaba también en la acera sus múltiples sombras oscuras y claras.

Autobuses y autos, trolebuses y bicicletas, toques de bocinas, gritos y risas. Sólo de noche la gran ciudad mostraba su vitalidad y sus características. Empezaban a aparecer pocas pero llamativas lámparas fluorescentes y faroles con franjas rojas, azules y blancas que giraban a la entrada de las peluquerías. También empezaban a aparecer mujeres con pelo rizado o pelo largo, con zapatos de tacón alto o mediano y vestido sin mangas. Olores a colonia, o a crema... Cuando la ciudad y las mujeres recién empezaban a adornarse un poco, ya había quienes se sentían intranquilos: eso era muy interesante. Hacía unos veinte años que Chen Gao no había venido a esta gran ciudad. Durante este tiempo había vivido en un pueblo apartado de una provincia lejana, donde la tercera parte de las lámparas de las calles no prendían y la tercera parte de los días no encendían las otras dos terceras partes, a causa de la falta de electricidad, quién sabe si por olvido o por la desproporción en la distribución de combustibles. Pero el problema no era grave, pues allá la gente vivía con un horario más o menos parecido al del campo: empezaban a trabajar cuando salía el sol y descansaban cuando desaparecía. Al dar las seis de la tarde, todas las dependencias, fábricas, tiendas o lugares públicos cerraban sus puertas. Por la noche, la gente se quedaba en su casa para cargar a sus bebés, fumar, lavar la ropa o charlar sobre cosas de poca importancia.

Llegó el autobús; era azul, de ésos que traen un remolque atrás, muy largo y grande. La cobradora usaba un altavoz. La gente bajó a empujones. Chen Gao y los demás subieron del mismo modo. Iban muy apretados, pero todos contentos. La cobradora era una muchacha de cara roja, con una voz viva y de buen timbre. En el pequeño pueblo lejano donde vivía Chen Gao, de seguro hubiera sido elegida para ser maestra de ceremonias en algún conjunto cultural. Hábilmente prendió una lamparilla protegida por una cubierta, que servía para iluminar el tablero de los boletos, arrancó algunos papeles y con un “pac” apagó la lamparilla. Iban retrocediendo muchas lámparas de las calles, sombras de árboles, edificios y peatones. Cuando el autobús se acercó a la próxima parada, la voz clara y sonora la anunció por su nombre. “Pac”, encendió otra vez la lámpara cubierta y la gente se apretó y se empujó.

Subieron dos jóvenes que parecían obreros y discutían entusiasmados: “La clave está en la democracia, la democracia, la democracia...” Hacía una semana que Chen Gao había llegado a esta ciudad y por todas partes escuchaba a la gente hablar de la democracia. Hablar de la democracia era tan común como hablar de las piernas de carnero en aquel pueblo apartado. Tal vez eso se debía a que en las grandes ciudades el abastecimiento de carne era abundante y la gente no tenía que preocuparse por las piernas de carnero. Y eso causaba la envidia de los otros. Chen Gao sonrió.

Sin embargo, entre la democracia y las piernas de carnero no había contradicciones. Sin democracia, una pierna de carnero que estuviera a punto de entrar en la boca podría ser arrebatada por otros, y una democracia que no sirviera para ayudar a la población del pueblo lejano a lograr más y más sabrosas piernas de carnero, no sería más que una palabra inútil. Chen Gao había venido a esta ciudad para asistir a un foro de escritores. El tema del foro fue definido como la creación de cuentos y obras teatrales. Después de la caída de la “Banda de los cuatro”, Chen Gao había publicado cinco o seis cuentos. Algunos lo alentaban diciendo que sus obras habían madurado y su camino de creación se había ampliado. Pero la mayoría decía que él aún no había recuperado su nivel de unos veinte años atrás. Quien dedicara demasiada atención a las piernas de carnero tendría un retroceso en su técnica de escribir cuentos, pero comprender la importancia y lo apremiante del problema de las piernas de carnero era un gran progreso y un importante logro. Durante su viaje para asistir al foro, el tren se demoró una hora y doce minutos en una pequeña estación donde un tren había atropellado y matado a un hombre. Se trataba de un hombre sin certificado de residencia pero que tenía piernas de carnero y las vendía caras. Queriendo venderlas lo más pronto posible se había metido debajo de un tren parado que esperaba para cruzar las vías. Pero se aflojaron los frenos y el tren resbaló un poco. El pobrecito murió. Chen Gao se quedó preocupado por este suceso.

Antes, en los foros de este tipo, siempre había sido uno de los más jóvenes, pero ahora era uno de los más viejos, y además tenía una apariencia rústica, con su piel áspera. Un compañero, más joven que él, de hombros anchos, gran estatura y ojos grandes, en su discurso expresó muchas ideas nuevas, audaces, agudas y vivas con el objeto de aclarar la mentalidad, ampliar la visión, despertar la conciencia y excitar el entusiasmo. A pesar de que el presidente del foro ponía todo su esfuerzo en dirigir a la gente para que discutiesen alrededor del tema central de la reunión, resultó que no discutieron sobre problemas de literatura y arte. Todos preferían hablar acerca de la base sobre la que se apoyó la “Banda de los cuatro”, de la lucha contra el feudalismo, de la relación entre la democracia y las leyes, de la moral y el ambiente social. También hablaron de que en los parques se reunían cada vez más jóvenes para bailar acompañados por instrumentos electrónicos y de cómo los empleados de los parques luchaban contra aquellas calamidades de distinta manera, desde pasar por altavoces cada tres minutos avisos que prohibían aquellos bailes e imponer multas, hasta cerrar los parques dos horas más temprano. Chen Gao también hizo uso de la palabra. El tono de su discurso fue algo opaco: “Debemos empezar poco a poco con nosotros mismos, actuar desde los puntos que están a nuestro alcance”, dijo. Si la mitad, no, la quinta parte, o por lo menos la décima parte de las promesas de nuestros discursos en aquel foro se realizaran, sería un gran logro. Eso lo animaba pero se sentía algo perplejo.

El autobús llegó a su última parada pero seguía repleto. Todos se sentían ligeros y joviales, y no hicieron mucho caso a la cobradora que pedía los boletos. En la voz de la cobradora se notaba un poco de enojo. Como todos los provincianos, Chen Gao, anticipadamente, alzó muy alto su boleto pero la cobradora no se dignó echarle ni siquiera un vistazo. Muy formal entregó el boleto a la cobradora pero ella ni lo recibió.

Sacó su pequeña libreta, abrió su pasta de plástico gris-azulado, encontró la dirección y empezó a preguntar. Cuando preguntaba a uno, varios le daban las señas. Creía que sólo en este sentido esta ciudad aún conservaba su tradición hospitalaria. Después de dar las gracias, abandonó la terminal bien iluminada de aquella ruta de autobuses. Dando vueltas y vueltas, entró en una zona habitacional nueva que parecía un laberinto.

Parecía un laberinto no por su complejidad sino por lo simple que era. Edificios de seis pisos, que no se diferenciaban nada entre sí. Múltiples balcones llenos de cosas en desorden, múltiples ventanas donde brillaban lámparas fluorescentes de luz azul o lámparas comunes de luz amarillenta. E incluso las voces de las bocinas que salían de las ventanas eran casi iguales, pues se estaba transmitiendo un partido internacional de futbol por la televisión. El público de la cancha y los espectadores de las pantallas fluorescentes lanzaban juntos sus ovaciones. La gente gritaba locamente. Los aplausos y las ovaciones se levantaban unos tras otras como si fueran oleadas del mar. Zhang Zhi, famoso locutor deportivo, también gritaba a voz en cuello. En realidad, en esos momentos la interpretación sobraba. Por otra parte, desde algunas ventanas llegaban ruidos de golpes de martillo en una puerta, de alguien que picaba verdura en alguna tabla, pleitos entre niños y amenazas de los mayores.

Tantas voces, lámparas, cosas amontonadas en edificios que se alzaban como cajas de cerillos... Para Chen Gao, una vida tan apretada era desconocida; no estaba acostumbrado a ella e incluso le parecía algo ridícula. Las sombras de los árboles, tan altas como los edificios, le daban un tono misterioso a aquella vida. En su pequeño pueblo lejano, lo que más se oía eran los ladridos de los perros. Los conocía tan bien que entre el coro de ladridos podía distinguir el de un perro en especial: sabía cómo era el color de su pelo y quién era su dueño. Además se escuchaba el ruido de los autobuses de carga. Las luces de las lámparas cegaban la vista. Una vez que pasaban los autobuses, no se veía nada. Las casas que estaban a ambos lados de la carretera temblaban cuando pasaban los autobuses.

Al caminar por esa zona laberíntica de viviendas parecía que Chen Gao estaba un poco arrepentido de haber abandonado aquellas calles iluminadas, aquel autobús repleto y la gente bulliciosa y alegre. ¡Qué bueno sería que todos avanzáramos por una ancha carretera! Y ahora, él solo había llegado allí. De otra manera, se habría quedado en su hotel, sin necesidad de salir. ¡Qué bueno hubiera sido! Entonces podría haber dedicado la noche entera a discutir con sus amigos jóvenes: cada uno trataría de dar su receta para curar las secuelas de las calamidades dejadas por Lin Biao y la “Banda de los cuatro”. Habrían hablado de Belgrado, de Tokio, de Hong Kong y de Singapur. Y podrían haber comprado, después de la cena, un plato de frituras de camarón, otro de cacahuates cocidos y dos cervezas para quitar el calor y aumentar las ganas de conversar. Y ahora, sin ton ni son, había perdido mucho tiempo en tomar un autobús que lo llevó a un lugar extraño según una dirección rara a buscar a quién sabe qué tipo que lo ayudara en un asunto poco razonable. En realidad se trataba de algo muy razonable, muy normal, que había que hacer, pero como le había tocado hacerlo a él, le resultaba algo inadecuado. Para él habría sido más fácil hacer el papel del príncipe en el ballet El lago de los cisnes que cumplir con este encargo. Cojeaba un poco al caminar. Pero si uno no se fijaba mucho no se le notaba. Esto era un pequeño recuerdo que le había dejado la Revolución Cultural.

Aquella sensación desagradable le hizo recordar los tiempos en que había dejado esta ciudad, hacía veintitantos años. También era una triste sensación, pues por entonces lo habían separado de la gente debido a la publicación de algunos cuentos que según el punto de vista de aquel momento eran demasiado críticos, aunque ahora resultaran inofensivos. Este hecho hizo que durante largo tiempo vacilara entre replegarse con la mayoría o resistir con la minoría; fue un juego muy peligroso.

Según decían, sería el edificio que estaba enfrente, pero era una obra en construcción. Parecía que iban a instalar unos tubos, no, no sólo había tubos, también había ladrillos y tejas, maderas y piedras. Tal vez iban a construir dos cuartos, que podrían ser un comedor o un sanitario públicos. En fin, allí había una zanja tan ancha que él era incapaz de cruzarla de un salto. Si no estuviera cojo, la hubiera podido cruzar. Pero ahora quería encontrar un puente o una tabla. Entonces se puso a buscar una tabla a lo largo de la zanja. Iba y venía sin encontrarla. Se impacientó por haber caminado mucho en vano. ¿Daría más vueltas o cruzaría la zanja de un salto? No, no quería reconocer su vejez. Así que retrocedió varios pasos, uno, dos, tres. ¡Mala suerte! Un pie pisó la arena, pero el cuerpo ya se había lanzado al aire. En vez de saltar hacia adelante, cayó en el fondo de la zanja. Afortunadamente no había ningún objeto duro o agudo, pero tardó unos diez minutos para recuperarse de los dolores y del susto. Se rió y se sacudió la tierra de la ropa. Cojeando, salió de la zanja. Quién sabe cómo, al salir de la zanja un pie se le hundió en un charco. Lo retiró apresuradamente pero ya tenía el zapato y el calcetín mojados. En el pie tenía una sensación desagradable, como cuando uno mastica arroz con arena. Alzó la vista y en un poste inclinado al lado del edificio vio una pequeña bombilla solitaria que despedía una luz anaranjada. Aquella bombilla parecía un pequeño signo de interrogación o de admiración, dibujado en un enorme pizarrón.

Se acercó al signo de interrogación o de admiración. De las ventanas llegaban otra vez ovaciones mezcladas con silbidos. Posiblemente el equipo extranjero había metido otro gol. Se aproximó al edificio para identificar los caracteres y confirmar que era el lugar que buscaba. Como no estaba seguro, se paró con timidez en la entrada del edificio para preguntar.

Antes de su viaje, un dirigente de su lejano pueblo, que él conocía bien y estimaba mucho, había ido a visitarlo para pedirle que entregara una carta a un ejecutivo de cierta compañía. “Éramos compañeros de lucha”, dijo el dirigente local conocido de Chen Gao; “en la carta le digo que el único coche marca Shanghai de nuestra entidad está descompuesto. Los empleados y el chofer recorrieron muchos lugares sin éxito. Al parecer, es difícil arreglarlo en nuestra provincia, pues faltan los repuestos de algunas piezas claves. Este viejo compañero mío es responsable en la compañía de la reparación de autos. Me aseguró que el arreglo de los coches correría por su cuenta. Irás a buscarlo. Una vez establecido el contacto, nos mandarás un telegrama...”

Se trata de algo muy simple: buscar a una persona, un viejo compañero de lucha, un dirigente de posición y autoridad a quien otro dirigente, también de posición y autoridad, y que en su pueblo lejano gozaba de fama y honor, reclamaba para arreglar un coche de propiedad estatal que pertenecía a su entidad. No podía encontrar ninguna razón para rechazar el encargo de aquel camarada. Chen Gao, quien comprendía ya la importancia de las piernas de carnero, no tenía dudas de lo importante que era entregar una carta de recomendación. Hacer algo por su pueblo era un deber suyo. Pero después de recibir el encargo tuvo la sensación de que los zapatos que llevaba no le quedaban bien o que llevaba un pantalón cuyas piernas eran de distintos colores.

Sus compañeros de un pueblo lejano al parecer habían adivinado su estado psíquico, pues tan pronto como llegó a la ciudad recibió, uno tras otro, varios telegramas que le apremiaban su visita para lograr algún resultado. “Al fin y al cabo, yo no lo haré para mi propio beneficio, y nunca he usado aquel coche marca Shanghai y jamás lo usaré”, se alentaba a sí mismo. Había pasado por las calles iluminadas por el fluir de luces. Había abandonado la última parada del autobús y se había separado de los amables pasajeros, dando vueltas y vueltas; había caído al fondo de una zanja y había salido de allí con la ropa manchada de tierra y un pie mojado; así llegó a su destino.

Por fin, la respuesta de dos muchachos le aseguró que el número del edificio y el número de la entrada eran correctos. Aceleró sus pasos para llegar al edificio número 4. Encontró la puerta. Primero se paró para tranquilizarse, luego recobró el aliento, y por último hizo todo lo posible para tocar a la puerta suave, gentil pero suficientemente fuerte como para que pudieran escuchar.

No hubo respuesta, pero parecía que de adentro venían unos sonidos. Pegó una oreja a la puerta. Creyó oír cierta música y ya no dijo el desesperado pero a la vez afortunado “¡ay, nadie está!”, que pensó por unos segundos. Con toda convicción llamó otra vez.

Después de tocar tres veces, oyó pasos. ¡Crac!: alguien giró la cerradura y se abrió la puerta. Apareció un muchacho de pelo desordenado, medio desnudo, con las piernas descubiertas; sólo llevaba un calzoncillo blanco y un par de chancletas de hule; le brillaban los músculos y la piel. “¿A quién busca?”, preguntó con cierta impaciencia.

“Busco al camarada X.” Chen Gao mencionó el nombre que estaba escrito en el sobre.

“No está.” El muchacho se volvió para cerrar la puerta. Chen Gao adelantó un paso, y con la pronunciación más correcta y el vocabulario más cortés de esta ciudad se autopresentó. Luego preguntó: “Es usted pariente del camarada X” –al parecer, era hijo de X y en realidad era totalmente innecesario tratar de usted a un muchacho de la nueva generación–, ¿podría usted escucharme y ser tan amable de transmitirle al camarada X mi asunto?”

En la oscuridad no podía ver la expresión del muchacho, pero sintió intuitivamente que había fruncido sus cejas. El muchacho vaciló un instante. “Venga”, dijo, y se volvió para alejarse, sin atender al recién llegado, como si fuera la enfermera de un dentista que le avisa al paciente que la siga para que el doctor le saque la muela.

Chen Gao lo siguió. “Donc, donc, donc...”, los pasos del muchacho, “Zash, zash, zash...”, los pasos de Chen Gao. El pasillo estaba oscuro. Cruzaron, una tras otra, varias puertas. ¿Quién iba a imaginar que al atravesar una puerta aún le esperarían tantas otras? Finalmente, al trasponer la última llegaron luces tenues, cantos coquetos y un olor de licor, delicado y tibio.

En una cama de acero estaba amontonado el cubrecamas de color dorado similar a una enorme empanada volteada. Una lámpara de pie de cuyo sostén de metal salía una luz fría, rechazaba la cercanía de los que llegaban. La pequeña puerta de la mesita de noche estaba abierta, y se veían los balines de la cerradura. Muchos amigos de Chen Gao en su pueblo lejano le habían encargado cerraduras de este tipo, pues estaba en boga la fabricación de muebles. Pero él todavía no las había comprado. Desvío un poco su mirada y vio una sillas de mimbre y una mecedora, así como una mesa redonda cubierta por un mantel. Una grabadora importada de cuatro bocinas transmitía una balada de una cantante de Hong Kong. La melodía era dulzona; la dicción, dura y confusa; la voz demasiado fina. Al escucharla, no se podía contener la risa. Si se transmitieran esas canciones en su pueblo lejano, tendrían un efecto más violento que el ataque de un regimiento de caballería. Sólo un vaso de vidrio con agua que estaba en el buró le dio a Chen Gao cierta sensación familiar. Al ver aquel vaso de vidrio sintió que se encontraba con un viejo amigo en un lugar extraño, entre un grupo de desconocidos. En ese ambiente, aunque no fueran íntimos y se guardaran cierto rencor, podrían llegar a ser amigos.

Chen Gao descubrió un viejo banco frente a la puerta. Lo jaló para sentarse, pues tenía la ropa sucia. Empezó a explicar el porqué de su visita. Después de decir algunas palabras se detuvo con la esperanza de que el muchacho bajara el volumen de su grabadora. Esperó en vano un rato: descubrió que el muchacho no tenía el más mínimo deseo de bajarlo. Entonces siguió con su explicación. ¡Que raro! Parecía que a Chen Gao, que siempre había sido elocuente, le hubieran robado la boca. Balbuceaba sin ninguna lógica, sin saber elegir las palabras adecuadas. Por ejemplo, en vez de decir: “Que nos ayude para establecer el contacto”, dijo: “Que nos cuide mucho”, como si hubiera venido a pedirle al muchacho ayuda para sus gastos. Quería decir: “Vengo a establecer el contacto”, pero dijo: “Vengo a coordinar.” Además, la voz le había cambiado de tono: parecía que ya no era la suya, sino un serrucho gastado que cortaba un olmo.

Al terminar de decir todo aquello, sacó la carta para enseñársela al muchacho, quien sentado en la mecedora se mantenía inmóvil. Chen Gao, que tal vez le doblaba la edad, no tuvo más remedio que acercarse para entregar la carta escrita por el puño del camarada dirigente de su pueblo lejano. De paso pudo ver bien al muchacho: su semblante estaba lleno de cansancio y de un orgullo estúpido; tenía la cara llena de granos y acné.

El muchacho abrió la carta, le echó un vistazo y soltó una risa de desprecio, mientras con el pie izquierdo seguía el compás de la música. La grabadora y las canciones de “las estrellas” de Hong Kong eran algo nuevo para Chen Gao. No le molestaba esa manera de cantar ni estaba en contra, pero tampoco le parecía interesante. Inconscientemente, se esbozó una sonrisa en su cara.

–¿Acaso ese Y –refiriéndose al dirigente del pueblo lejano– fue compañero de lucha de mi padre? –hasta ahora el muchacho no se había presentado y por lo tanto, teóricamente, no se sabía si era su hijo...– ¿Cómo es que papá nunca lo ha mencionado?

La última frase le pareció una ofensa. Y Chen Gao, quien ya no quería tratarlo con cortesía, le contestó:

–Tú eres joven; es posible que tu padre no te lo haya mencionado.

–Mi padre sólo ha dicho que cuando alguien quiere arreglar su coche, viene a buscarlo diciendo que fueron compañeros de lucha.

A Chen Gao le quemaban las mejillas y le palpitaba el corazón. En la frente le aparecieron gotas de sudor.

–¿Acaso tu padre no conoce a xxx? –refiriéndose al dirigente del pueblo lejano–. Él llegó a Yennán en 1936, y el año pasado publicó un artículo en Bandera Roja, la revista del Comité Central del Partido... Y su hermano mayor es comandante en jefe de la zona militar xx.

Chen Gao pronunció precipitadamente muchos títulos y hazañas, y mientras mencionaba al gran personaje, al conocido comandante en jefe de la zona militar XX, se le nublaron los ojos y el sudor le escurrió por la espalda.

La respuesta del muchacho fue una risa sonora acompañada de un desprecio veinte veces superior al de hacía un rato.

Chen Gao, muy avergonzado, no podía encontrar un lugar para esconderse e inclinó la cabeza.

–Le diré la verdad –el muchacho se levantó, como si fuera a terminar un discurso–. Ahora hay dos formas para esto: una es traer algo; ¿qué piensan traer ustedes?

–¿Nosotros? ¿Qué vamos a traer? –se preguntó Chen Gao–. Pues... piernas de carnero... –se contestó.

–Las piernas de carnero no nos sirven –el muchacho rió otra vez y de tanto desprecio pasó a tenerle lástima–. A decir verdad, la otra forma es por medio del engaño y el chantaje... ¿Para qué es necesario venir a ver a mi papá? Si ustedes tienen algo y cuentan con alguien hábil podrán lograr lo que quieren en nombre de cualquiera –y añadió luego–: Mi padre se fue comisionado al balneario de Beidaihe –en lugar de decir: “Está descansando.”

Chen Gao salió confundido. Al llegar a la puerta, de repente se detuvo y no pudo menos que escuchar atentamente la música de la grabadora: era una auténtica pieza de “baile de salón” compuesta por Lehar, el músico húngaro, y se imaginó que una hoja volaba dando vueltas por encima del agua azul, azulísima, de un lago en una meseta rodeada de sierras nevadas. Su pueblo lejano estaba más allá de aquel lago. Un cisne salvaje reposaba en la superficie.

El pasillo estaba oscuro. Como un borracho, Chen Gao, corriendo y saltando, se precipitó a salir. “Donc, donc, donc...”, no sabía si eran sus pasos o la palpitación de su corazón lo que sonaba como un tambor. A la salida del edificio levantó la cabeza. ¡Dios mío! Aquella bombilla opaca que le había parecido un signo de interrogación o de admiración de súbito se había vuelto roja y parecía el ojo del diablo.

¡Qué ojo tan horrible! Podía convertir a un pájaro en rata, a un caballo en bicho. Corriendo y brincando, de un salto, Chen Gao cruzó la zanja sin ningún esfuerzo. Ya había terminado el partido de futbol. Una locutora pronosticaba con voz dulce el tiempo del día siguiente. Muy pronto llegó a la terminal. Todavía había mucha gente esperando el autobús. Un grupo de jóvenes obreros que iban a su trabajo nocturno discutían efusivamente el reparto de premios en su talleres. Una joven pareja esperaba el autobús tomada de la mano: él la abrazaba por la cintura. Si el señor Shiming, prototipo feudal en la novela de Lu Xun, los viera, se desmayaría de indignación. Chen Gao subió al autobús. Ahora la cobradora ya no era una joven, sino una mujer débil y flaca a quien casi se le podían ver los hombros sobresalientes y duros a través de la blusa delgada. Con las vicisitudes y las transformaciones de veintitantos años Chen Gao había aprendido muchas cosas preciosas pero también había perdido algo que no debió haber perdido en absoluto. Sin embargo, seguía amando las luces de las lámparas, los obreros que iban a su turno de noche, la democracia, la discusión sobre el reparto de premios y las piernas de carnero... Sonó el timbre. “Zash”, las tres puertas, una tras otra, se cerraron... Sombras de árboles y de lámparas empezaron a retroceder. “Boletos, boletos”, empezó a pregonar la cobradora. Sin esperar a que Chen Gao sacara sus monedas, “pac”, apagó la lamparilla del tablero de los boletos, pues ella creía que todos los que iban en el autobús eran obreros del turno de noche que usaban boletos mensuales. 

Traducción de Duan Rouchan