Helenidad
Yannis
Ritsos es uno de los poetas más importantes y representativos de
la poesía griega moderna y pertenece a la llamada Generación
de 1930. Nació en Monemvasiá, en el Peloponeso, en 1909,
y murió en Atenas, en 1990. A lo largo de su atribulada vida escribió
más de noventa títulos entre los que se encuentran varios
ensayos y obras de teatro, pero sobre todo poesía. Además
de actor y pintor, tradujo a Maiakowski, Blok, Eremburg, Neruda y Nicolás
Guillén, entre otros. Su activa participación en la resistencia
durante la ocupación alemana y su militancia política de
izquierda durante la guerra civil que le siguió, le valieron el
exilio, y de 1948 a 1952 vivió recluido en distintos campos de concentración
ubicados en islas remotas. Muchas de sus obras de ésos y de años
posteriores fueron prohibidas. Más tarde, cuando la junta militar
subió al poder (1967) fue nuevamente deportado y no fue sino hasta
1970 que volvió a Atenas, al levantarse el arresto domiciliario
en que vivía en Samos. Su vasta obra ha despertado variadas y encontradas
posiciones tanto entre sus lectores como en la crítica especializada
de Grecia, pero sin lugar a dudas Ritsos es un poeta de intensísima
vena y aliento líricos que sobre todo han quedado plasmados en los
llamados poemas escénicos como Sonata al claro de luna, Elena,
Áyax y Filoctetes entre otros, que se han puesto en escena y
que, en opinión de muchos, constituyen la mayor aportación
de Ritsos a la poesía griega moderna. Sin embargo, la expresión,
con frecuencia con inusitada fortuna, de su honda preocupación por
la dimensión social y política del hombre es otro de los
ejes fundamentales de su obra. Helenidad, cuyo primer canto presentamos
aquí, es un extenso poema escrito entre 1945 y 1947 en que el poeta
da voz a un pueblo que ha sufrido la dura experiencia de la ocupación,
pero que también ha participado con especial entrega en la lucha
de la resistencia. El paisaje que contempla el poeta es desolado, y sin
embargo, a su manera, insiste, como sus compañeros de generación,
en la peculiar fuerza del carácter griego a lo largo de su historia.
Acaso por eso Ritsos eligió, como Seferis en otra parte, la palabra
Romeosoni como título del poema. En Bizancio se llamaba romeos
o romiós al ciudadano ortodoxo cuya lengua materna era el griego.
También durante la dominación turca y hasta la fundación
del Estado griego moderno. De ahí que el sustantivo Romeosini
tenga una carga histórica importante que actualmente conlleva el
concepto del helenismo moderno, en esencia, la Helenidad. Más adelante
en el poema, Ritsos nos habla de un mensajero que llega cada mañana
y en cuyo rostro brilla sudoroso el sol,/ bajo su axila lleva apretada
la helenidad/ como lleva el obrero su gorra en la iglesia./ Llegó
la hora, dice. Estad listos. Pues cada hora es nuestra hora.
Estos árboles no se conforman con menos
cielo,
estas piedras no se conforman bajo los pasos
extranjeros,
estos rostros no se conforman más que
al sol,
estos corazones sólo se conforman con
la justicia.
Este paisaje es duro como el silencio,
aprieta en su pecho sus piedras encendidas,
aprieta en la luz sus huérfanos olivos
y viñedos,
aprieta los dientes. No hay agua. Solamente luz.
El camino se pierde en la luz y es plomiza la
sombra de la cerca.
Se han petrificado los árboles, los ríos
y las voces en la cal del sol.
La raíz tropieza con el mármol.
Los lentiscos polvorientos.
El mulo y la roca. Jadean. No hay agua.
Todos tienen sed. Hace años. Todos mastican
su amargura con un bocado de cielo.
Sus ojos están rojos por el desvelo,
una profunda línea encajada entre las
cejas
como un ciprés entre dos montañas
al anochecer.
Su mano está adherida al fusil,
el fusil es la extensión de su mano,
su mano es la extensión de su alma
sobre sus labios llevan la ira
y llevan la pena muy honda en los ojos
como una estrella en un hoyo de sal.
Cuando aprietan la mano el sol está seguro
del mundo,
cuando sonríen una golondrina pequeña
sale de su áspera barba,
cuando duermen doce estrellas caen de sus bolsillos
vacíos,
cuando mueren la vida toma la pendiente
con tambores y banderas.
Hace años que todos tienen hambre, que
tienen sed, que mueren
sitiados por tierra y mar;
el calor ardiente consumió sus campos
y la salmuera roció sus casas,
el viento derribó las puertas y las pocas
lilas de la plaza,
por los agujeros de sus abrigos entra y sale
la muerte,
su lengua es acre como la nuez de ciprés;
murieron sus perros envueltos en su sombra;
en sus huesos la lluvia golpea.
Arriba en las garitas, inmóviles fuman
el estiércol y la noche
y vigilan el mar enfurecido donde se hundió
el mástil roto de la luna.
Se agotó el pan, se agotaron las balas,
ahora sólo con su corazón cargan
los cañones.
Tantos años sitiados por tierra y mar,
todos tienen hambre, todos mueren, pero no ha
muerto nadie
arriba en las garitas brillan sus ojos,
una bandera grande, un fuego grande y muy rojo
y cada amanecer miles de palomas salen de sus
manos
a las cuatro puertas del horizonte.