Jornada Semanal, 18 de febrero del 2001 

Orígenes

Eduardo Hurtado

para la Chata

Por prescripción de mi analista
salí en busca de mi nombre.
Llegué a Campeche,
donde nacieron mis ancestros.
Sus largas avenidas
me alejaron del sueño y del origen:
la Calle Diez
me pareció un remedo
de la noble avenida que,
de acuerdo con la tía memoriosa
y el probado argumento de la Historia,
en otro tiempo unió
a la Puerta de Tierra
con la Puerta de Mar.
Fui al mercado del centro:
comí el caldo de lima
y el pavo en escabeche,
bebí un agua de horchata
y coroné el simposio
con una excelsa nieve de guanábana.
Caminé por los rumbos cardinales:
de la Doce a la Treinta; de la Siete
a la desarbolada Veintitrés.
Al declinar la tarde
cundió la algarabía del crepúsculo.
Por la ciudad irreal
aparecieron seres repentinos.
Ignoraba sus nombres y, no obstante,
nos unió estrechamente la llegada
de una noche ilusoria:
los gatos, la humedad ubicua,
las flores humilladas
sobre el cemento tibio
del viejo malecón,
los muros carcomidos,
la sombra irrepetible de los árboles.
Pausas. Acentos.
Un pájaro inaudito
entonaba el rumor
de una carencia.
(Ya no hay murallas, le confirmo.
Y no hay lugar tampoco.
Ni una raya empeñosa
que establezca un umbral reconocible.)
Pausas, esencias:
naranjas agrias,
cazón, la naftalina decadente,
fragancias de maderas,
los nanches en alcohol,
los olores que amaron tantos muertos.
Y ese coro de ausencias,
respetable señor,
era un bautizo.