Jornada Semanal, 11 de febrero del 2001 

(h)ojeadas

Flor de sol

Juan Carlos Suñén

Carlos Fuentes Lemus,
La palabra sobrevive
(poemas 1986-1999),
Seix Barral,
España, 2000.


El 5 de mayo de 1999, en Puerto Vallarta, moría en la habitación de un hotel de cinco estrellas, víctima de la hemofilia, el cineasta, escritor, fotógrafo y pintor Carlos Rafael Fuentes Lemus. Nacido en París en 1973, hijo del escritor mexicano Carlos Fuentes y de la periodista Silvia Lemus, contaba apenas veinticinco años de edad. Su último poema, escrito en la madrugada del mismo día de su muerte, se titula “Amor, tu palabra impresa”: “¿Hay amor más cariñoso que este simple estar aquí?...”

Fuentes Lemus acababa de publicar Retratos en el tiempo (Alfaguara, 1998), una colección de fotografías de las celebridades con las que se había ido encontrando junto a su padre –el propio Carlos Fuentes escribía los textos que acompañan los retratos de Audrey Hepburn, García Márquez, Jackie Kennedy, Milan Kundera, Juan Goytisolo, Lola Beltrán...– y preparaba ya la aparición de estos poemas que ahora ven la luz traducidos del original inglés por Carlos Fuentes. Y ven la luz muy bien arropados: un poema de José Emilio Pacheco, un prólogo de Juan Goytisolo y un epílogo de Julián Ríos completan el volumen. La edición tiene inevitablemente algo de homenaje y, de hecho, la organización temática de los poemas, en lugar de la cronológica (que podría parecer más natural), hace que adquiera también cierto aire de relato. Ello dificulta que los textos puedan leerse sin apelar a la singular personalidad de su autor.

Sin embargo, y a pesar de su edad, Carlos Fuentes Lemus era un buen poeta. Entiende el verso sin prejuicios y se deja llevar por lo más sólido de la lírica inglesa hasta unos pocos e importantes (los pocos importantes, en realidad) temas a cuyo través el mundo entero, la vida, se representan ante el lector como lo que son: la imposibilidad de olvidar la muerte. Y lo escondido en lo cotidiano cede hasta hacerse visible frente a una verdad que al autor se le hizo evidente desde muy corta edad. Cede y se hace legible en su lucidez. Y aquí, en efecto, “aunque las palabras no sean comprendidas/ la lucidez es inconfundible”.

Pero esa presencia no se queda en el terreno de lo personal. El autor sabe verse con la distancia suficiente como para que sus textos alcancen la universalidad necesaria. Lo dice espléndidamente Pacheco en su poema de apertura: “Hijo del siglo, no: del fin de siglo,/ fue un instante de lumbre/ y ardió pleno/ entre la sombra de los dos abismos.”

Ya he dicho que la presentación y circunstancias del libro hacen inevitable que sus palabras nos lleguen desde la muerte, pero así sería en cualquier caso. La conciencia de esa realidad no es sólo algo que el lenguaje de Fuentes Lemus refleja, sino que es el descubrimiento del poeta de que el lenguaje mismo (“demasiadas palabras/ demasiado pronto”) contiene (y contiene) a la muerte. Así, es a través de las palabras como esa sombra llega por primera vez a la presencia del niño, “que lloró cuando por primera vez oyó la idea de la muerte:/ Que la gente nunca regresará.”

Pero también es la presencia de la muerte la que nos hace libres, la que da finalmente su sentido a conceptos como dignidad, libertad o ética: “Yo sólo sé que lo que me ha pasado a mí/ le ha pasado/ peor a otro hombre.../ Cuando casi me muero desangrado/ es que hubo un hombre que/ murió desangrado.” Una idea que se formula con exactitud en otro poema: “Dignidad es saber que algo peor/ le ha sucedido a hombres mejores que tú.” La vida se presenta a quien posee su dignidad no como eso en lo que nos realizamos, sino como eso que debe ser realizado, que está vacío sin la indignación.

A pesar de su juventud (“soy –dice– un inocente joven”) posee la experiencia de Ícaro. Ello le da la perspectiva suficiente para ver cada instante como un regalo, como un bien, e incluso como un bien del dolor. Antes de la caída “todos los colores se deslizarán hacia el pasado/ y yo habré aterrizado en el futuro”.

En el futuro el amor es el peregrino de sus propios instantes. Es una rara verdad, sin otro cumplimiento (el miedo se cumple, por ejemplo) que la esperanza de una salvación espiritual más allá. O no. O es una dimensión que sólo se vuelve eterna al plegarse sobre sí misma, a cambio de no durar sino en la memoria, sustancia y alma, y desconfianza suya: “tus labios son tan tiernos/ que me pregunto si durarán/ hasta mañana por la noche”. Tiempo de un beso para la otra, la esposa del combate, la muerte y su abrazo larguísimo.

Y sin embargo el amor, el amor siempre joven, siempre muriendo joven, es el verdadero nacimiento del tiempo. Nada se pone en marcha sin sus juegos exhaustivos, sin su quemadura sumisa, “sin sus tesoros sin cuento”. Lo sabe bien cualquiera que no haya dudado en vender su alma a cambio de un recuerdo. Lo sabe bien cualquiera que no se conforme con hacer una vida entre tantas (“entre Bailey’s y Nada/ me quedo con Bailey’s”), que nunca haya soñado con una flor solar.

Ante este libro caben muchas actitudes, como muchas lecturas, pero lo justo es lamentarse por todo lo que promete y ya no cumplirá, porque a pesar de su coherencia su final es impuesto y su silencio injusto. Carlos Fuentes Lemus poseía esa irritabilidad de poeta, eso en cuya mirada cualquier cosa del mundo cae siempre dentro de lo que nos incumbe y que coloca entre el poema y el lector un objeto tercero, sólido y solidario: la palabra que sobrevive. Y como es lógico en el relato de quien fue, antes que nada, un intelectual, un creador, no es su vida lo que se lee aquí. Después de todo escribió: “Oculto mis cosas/ no por el miedo sino por el rechazo/ de quienes piensan a medias./ La ignorancia libera.” No, es más bien lo contrario: su relato es el de quien ha vivido leyendo en los otros su poco tiempo, en la belleza la fragilidad, en el amor la causa. Desde allí llegan sus textos, para ocultar la precipitación en una urgencia más grave, el dolor en un compromiso aún más punzante •