Jornada Semanal, 11 de febrero del 2001 

Oración fúnebre por Cesaria Évora,
aprovechando que no ha muerto
 

Francisco Hernández



A Irma Palacios
y Francisco Castro Leñero

  Del puerto que tenía en la garganta
salían palabras dulces
rodeadas por acentos graves.
Y estas palabras iban, una tras otra,
a tocar a las casas de las mujeres orgullosas.
De labios gruesos, ojos disparejos
y pelo alaciado, enarbolaba una bandera de ceniza,
protestando por la falta de lluvias
en las islas caboverdianas.
Fumaba mucho, como un volcán, y su lengua,
en otro orden de ardores, encarnaba
a una relatora de pesadillas
donde el espanto era el alcohol.
Ahora se ha ido y las piedras de su patria
vuelan y cantan por ella.
Las de Lisboa suben hasta Montmartre
y cantan por ella.
Los pescadores afilan sus anzuelos
y cantan por ella.
Los músicos elevan los pies desnudos
y cantan por ella.
Las cocineras recuerdan su sonrisa de oro
y cantan por ella.
Hay quien asegura que la diva
sufrió mucho por amor.
Por eso su corazón proyectaba una sombra
del tamaño de África.
Hasta esa oscuridad acudían a guarecerse
polluelos de gaviotas, estrellas,
y zapatos de tacón pulidos por las olas.
Le gustaba pasear en portugués
apoyándose en el brazo de una venerable sodade.
La bautizaron con el nombre de Cesaria
pero seguiremos llamándola Cize
o Miss Perfumado.
Antes de partir dibujó las nubes de Mindelo
y dijo, con voz de niña súbitamente recobrada:
vivir no es necesario
sólo cantar es preciso