Jornada Semanal, 11 de febrero del 2001



 

Ana García Bergua


LA CIUDAD DE LAS DESAPARICIONES

Nuestra amada Ciudad de México –o su caos, quizᖠsuele despertar fantasías literarias de índole variada. Pareciera que, desde la vecindad del Centro retratada en Aura de Carlos Fuentes, hasta nuestros días, la literatura ha perseguido a esta ciudad que insiste en escapar de nuestras manos con su comportamiento de monstruo ladino e ingobernable, de bestia huidiza, adorada y detestable a la vez. No sé si existe una historia de la Ciudad de México a través de la literatura, y de hecho agradecería saber si hay alguien que persiga las mutaciones de nuestra impúdica orbis en otras tantas mutaciones caligráficas, más allá de sus vaivenes puramente históricos o documentales; quizá uno de tantos gringos que nos observan desde sus cómodas universidades, o algún aplicado compatriota al que no tengo el gusto de conocer.

De hecho, pareciera que es fácil escribir sobre la Ciudad de México, sobre las cosas que pasan aquí. Y no falta quien se aplique a ejecutarlo deportivamente por medio de descripciones costumbristas, ficciones pequeñas e historias que se hilan como una queja eterna, como una prolongación a mano de la nota roja, a la que nuestra vida aquí tiene, por desgracia, tanta proclividad. Sin embargo, la Ciudad de México da pie también para grandes fantasías, porque en ella se entrecruzan realidades muy diversas, temporales y espaciales. De hecho, en ella no es difícil que se cumpla la fantasía de desaparecer con sólo trasladarse dos colonias más allá (o quizá con sólo cerrar los ojos mientras se viaja en el Metro), y algo debe haber de cierto en la idea de que bajo nuestras plantas perviven aún las ciudades que antaño fueron ésta: ciudades subterráneas de pirámides, de patios y acequias coloniales, o espaciosas ciudades-drenaje de los años cuarenta, habitadas todas por fantasmas y por sectas que las mantienen y las invocan. Uno se pregunta si esta ciudad no tendrá un verdadero centro, es decir, un corazón oculto del bien o del mal, que desata con igual alegría providencias y temblores. 

Pero no crean que me ando preguntando estas cosas de gratis, de puro imaginativa que soy, no: de hecho, aparecen en la novela de mi tocaya y casi casi coetánea Ana Clavel, Los deseos y su sombra (Alfaguara, 2000). Esta novela le habla al lector con muchas voces. Su personaje principal, Soledad, es víctima del cumplimiento de sus deseos: el deseo de ser otra, el deseo de ser poseída, el de desaparecer; deseos femeninos que la autora retrata no con crudeza, pues su estilo es muy elegante, pero sí con dolor e imaginación. Soledad, como nuestra Ciudad de México, vive también en el plano chato de la realidad, y también en el mundo subterráneo de su alter ego (Lucía, la que habita, igual que el chinito de la canción de Cri Cri, un jarrón chino con un dragón) y sus deseos que, como nos suele ocurrir en mayor medida a las mujeres, pero a los hombres también, no siempre son lo que más le conviene. En esta novela de formación –a la que quizá le reprocho un exceso de largura–, Soledad se pierde y se busca en todos sus estratos: a lo largo de la infancia, en el amor, en la fotografía y en las catacumbas de nuestra urbe, hasta desaparecer y de alguna manera, fundirse con el otro mundo que habita la Ciudad de México: los espíritus de las estatuas de Reforma, el túnel que se encontraría debajo del palacio de Bellas Artes y que comunicaría con las ciudades del pasado, los niños abandonados que viven detrás de Catedral. Soledad es una persona y es también esta ciudad que habitamos, que se ha olvidado de sí misma, que se ha abandonado, y parece por lo tanto un ser poseído e inundado por todas sus pesadillas y sus fantasmas.

Novela-ciudad, novela de la ciudad, en Los deseos y su sombra hallan sitio reinos tan disímiles como la introspección, los problemas sindicales, el erotismo y los fantasmas. Su complejidad y ambición nos hacen esperar de Ana Clavel más novelas, otros mapas que nos orienten o nos pierdan en este dragón y en el destino raro que nos lleva –a muchos, pero no a todos– a habitarlo con simultáneos repudio y enamorada fascinación.
 
 




LA JORNADA VIRTUAL

 

Naief Yehya

El renovado debate del uranio empobrecido
 

Síndromes semejantes uranios empobrecidos

“Para que el uranio empobrecido pueda hacer daño a una persona, ésta tendría que ingerir una cantidad tan grande que antes de sentir las consecuencias de la radiactividad del material moriría sofocada”, declaró la doctora de la Universidad de Nueva York, Naomi Harley, en una conferencia en el Centro de Prensa Extranjera de la ciudad de Nueva York a la que fue invitado quien esto escribe. Y en esencia esa es la postura del Pentágono y de los altos mandos de la OTAN. El uranio empobrecido (UE) es un producto de desecho de las plantas nucleares y de la fabricación de armas atómicas. Es uranio al que se le han retirado los isótopos altamente radiactivos U235 y sólo quedan los más débiles U238. El uranio empobrecido es un material muy abundante que el gobierno estadunidense da a los fabricantes de armas y se utiliza en obuses, misiles y minas, así como para blindajes, ya que es un material de una densidad extraordinaria, sesenta y cinco por ciento más denso que el plomo, por lo que es capaz de perforar la armadura de tanques y otros vehículos blindados. Se estima muy conservadoramente que en la guerra de Irak la alianza disparó alrededor de 940 mil bombas de este material. La OTAN asegura que en la guerra de Kosovo se dispararon sólo alrededor de 31 mil obuses de UE. Esta cifra parece poco probable ya que los aviones Warhog, usados en muchos de los setenta y nueve días de bombardeo de ese conflicto, pueden disparar cuatro mil obuses de UE por minuto. Desde la Guerra del Golfo la discusión acerca del ue había sido relegada y silenciada. No obstante, con la muerte por leucemia de más de una docena de soldados de la OTAN veteranos del conflicto de Kosovo, además de la aparición de un síndrome de guerra de los Balcanes extrañamente similar al síndrome de la Guerra del Golfo (el cual hasta la fecha no es reconocido por el Pentágono como una enfermedad real), en toda Europa el tema se ha vuelto candente. 

¿Fuego amistoso

A principios de enero una misión del Programa Ambiental de las Naciones Unidas, dirigida por el ex ministro del medio ambiente finlandés, Pekka Haavisto, tomó más de 400 muestras de tierra, agua y vegetación de once sitios señalados por la OTAN entre los 112 en los que se habían utilizado obuses de ue. En ocho de ellos se detectaron niveles de radiación beta de bajo nivel y estos lugares se encontraban en medio de aldeas, en pastizales donde comían vacas e incluso en un parque donde jugaban niños. Esta misión fue uno de los resultados de la ansiedad que desató el hecho de que a nueve soldados belgas veteranos de la guerra de los Balcanes les fue diagnosticado cáncer; cinco de ellos ya fallecieron. Dos soldados holandeses y uno español murieron de leucemia. Cuatro franceses tienen también leucemia y treinta soldados italianos han contraído enfermedades graves; de ellos, doce desarrollaron cáncer y seis perdieron la vida. Las quince naciones de la Unión Europea han comenzado a realizar pruebas en sus soldados para determinar si el ue ha tenido algo que ver en su condición. No obstante un portavoz del Ministerio de Defensa español dijo que de treinta y dos mil soldados había habido dos casos de leucemia, lo cual podía considerarse como el promedio estadístico de esa población.

Doble lógica

El consenso médico es que el riesgo que implican las armas de ue es mínimo debido a su bajo nivel de radiactividad. El dogma científico dicta que es imposible biológicamente que el ue cause leucemia ya que su radiación no puede penetrar la piel. No obstante, el problema es que estas armas al impactarse se incendian y vaporizan el metal generando dióxido de uranio entre otras sustancias tóxicas y radiactivas. El uranio en forma de aerosol puede flotar por kilómetros y alojarse en diversas partes del cuerpo, incluyendo en las glándulas linfáticas, donde puede tener consecuencias catastróficas. La contradicción esencial de la política del Pentágono a propósito del ue es que si bien por una parte declaran que es inofensivo, por otra parte en sus propios manuales de procedimientos exigen el uso de vestimenta especial completa y protectora, así como respiradores a quienes se encargan de manipular las bombas y obuses hechos con ese material. En su conferencia Harley argumentó que el uranio es extremadamente abundante en la naturaleza y que la radiación producida por el uranio empobrecido de las puntas de obuses y misiles no es considerable. Harley fundamentó su exposición en las cifras de los mineros de uranio y en lo benigno que era ese material en el organismo. Si en los mineros el uranio no tenía consecuencias a corto ni a largo plazo, podíamos esperar lo mismo para los soldados y los civiles que viven en zonas bombardeadas con ue. En cambio, el profesor Doug Rokke, ex director del Proyecto de Uranio Empobrecido del Pentágono, ha declarado que desde 1991 dijo a sus jefes que el ue podía causar cáncer, defectos en fetos y enfermedades mentales. Al cuestionar a Harley acerca de esto o de ciertos informes internos de la OTAN en los que se declara que de entrar al organismo el ue puede generar cáncer en los pulmones y el cerebro, ella respondió educadamente que estaba muy interesada en esos hallazgos pero que nadie había podido mostrarle evidencias científicas y válidas de los mismos. Quizás la doctora tiene razón y el UE es tan inofensivo como la mierda de las vacas, pero tal vez se equivoca y sus palabras sonarán en el futuro tan absurdas como las aseveraciones de todos aquellos científicos atómicos de la década de los cincuenta que aseguraban que en caso de una guerra nuclear bastaría “agacharse y cubrirse” para estar a salvo.
 

Carlos López Beltrán

    Sentido Común y selección natural

    A menudo me enfrento, en el aula y fuera de ella, a la tarea de explicar los rudimentos de la noción darwinista de selección natural. Algún optimista podría pensar que casi ciento cincuenta años después de su factura, y dada la importancia que tiene para la visión contemporánea del mundo natural, tal tarea tendría que irse volviendo innecesaria, por lo menos frente a grupos de estudiantes universitarios. Eso no parece ocurrir. Una regularidad con la que me topo es que normalmente las personas pueden dividirse en dos grupos: quienes les parece barroco e inverosímil el argumento básico de Darwin y quienes lo encuentran transparente y obvio, y acaso hasta poco interesante.

    Los forjadores mismos del principio de selección natural caen en estas dos categorías. Mientras Darwin pasó cerca de veinte años dándole vueltas, reuniendo evidencia favorable y combatiendo la desfavorable, convenciéndose a sí mismo de que no se trataba de un delirio teórico, Wallace, en medio de un delirio real, dio con la idea, se convenció rápidamente y escribió las famosas páginas que tanto asustaron al descubridor original.

    Un calibrador para Darwin del nivel de dificultad de su teoría era la resistencia de gente tan práctica y pegada a los hechos como los criadores de animales domésticos. Ellos podían aplicar muy bien la idea de selección de variedades favorables en su trabajo diario, logrando transformaciones sorprendentes de la descendencia, y sin embargo no les cabía en la cabeza que algo análogo pudiera ocurrir en la naturaleza, y que de ese modo se transformasen dramáticamente las especies.

    En contraste, ya alguno de los comentaristas de Darwin se mostraba un tanto azorado de que algo tan obvio y claro como la inferencia que concluye con la aceptación de la existencia de la selección natural pudiera 1) ser tan importante como para merecer el extenso tratamiento científico que Darwin le dio, y 2) que hubiera en la Inglaterra victoriana tanta resistencia a seguir la inferencia por parte de tantos individuos brillantes. Debían tener un bloqueo, afirmó. 

    Esta sensación de obviedad ante la selección natural la han compartido con el tiempo muchos pensadores. En los años cincuenta del siglo xx se hizo común la idea de que la teoría de la evolución por selección natural era el producto ineludible de la aplicación de un esquema formal deductivo a una serie de principios biológicos verdaderos (herencia, mutación, sobrevivencia diferenciada). Cualquiera que aceptase las premisas debía aceptar las conclusiones. En nuestros días, el filósofo Daniel Dennet ha replanteado el asunto al sostener que la selección natural es simplemente un algoritmo basado en ciertas propiedades estructurales de los sistemas autorreplicantes, independientes del material con el que estén hechos y de los vehículos que usen para reproducirse. Y el que no puede verlo es un necio, parece implicar Dennet. 

    Yo no estoy tan seguro. Como los matemáticos saben bien (pero no sólo ellos), hay una enorme distancia entre comprender lo que afirma una serie de postulados, y ser capaz de ver sus consecuencias lógicas importantes. Son quienes ven un poco más allá, en esa penumbra de consecuencias, quienes suelen ser asaltados por las dudas. Darwin en eso era un pensador más atento que Wallace. Localizaba agudamente las zonas de conflicto, donde la realidad no parecía amoldarse dócilmente a sus postulados.

    Vuelvo al asunto de la obviedad de la selección natural. Creo que con las nociones científicas ocurre lo que con todos nuestros conceptos. Comienzan su vida como representaciones altamente metafóricas, y durante la labor de exploración, aplicación, explicación del mundo con ellas, van perdiendo poco a poco esa cualidad, hasta que se vuelven transparentes. La promoción de la “obviedad” es una desactivación del desajuste metafórico o, por decirlo con el filósofo Davidson, la conversión de un “mirar cómo” en un “mirar qué”. Así, se trata de que aceptemos que no es que los sistemas históricos puedan en ciertas condiciones modelarse usando como fuente la teoría de la selección natural, sino que son el producto de ésta, y todos sus rasgos definitorios se deben a ella. 

    La capacidad explicativa que concedamos a la selección natural estará directamente ligada a qué tanto estemos dispuestos a adentrarnos en esa obviedad; qué tanto estemos dispuestos a reducir los ligamentos causales de las propiedades y sucesos a explicar a sólo aquellos definidos por el esquema (deductivo, algorítmico...) general. Para que la inferencia seleccionista haga limpiamente su trabajo explicativo deben haberse desbrozado previamente los ruidosos ramajes de otras fuentes descriptivas y robustecido la causalidad indirecta típica del proceso selectivo.

    La metáfora original debe haberse desvanecido o debe haberse desechado como un zurrón. En términos de Ricoeur: se trata ya una metáfora muerta. En los términos que yo prefiero, es ahora una metáfora controlada.

    Nuestro sentido común está poblado de ese tipo de viejas metáforas amaestradas. Quienes siguen viendo la selección natural como una barroca aberración (dejemos de lado a quienes lo hacen cegados por dogmas) no logran aterrizar esa metáfora sobre el mundo natural. Quienes al contrario ven en ella una descripción clara e inobjetable de lo que ocurre han dejado de verle las costuras.



 
    Breve noticia y más breve reflexión 
    sobre el asinqueto

    ¿Sabes qué es el asinqueto? Tampoco yo tenía la menor idea. Te adelanto que el asinqueto no es animal ni vegetal ni, por ejemplo, cargo en alguna corte rara, oriental y despótica (“el asinqueto es un alto cargo, tiene como función decir ‘salud’ al Emperador cuando estornuda”). Nada de eso, el asinqueto es una sustancia química imaginaria, fabulosa. Si hay bestias, yerbas, historias fantasiosas, ¿por qué no va a haber sustancias legendarias? Pero si una sustancia es fabulosa, ha de serlo por sus propiedades, entonces, ¿qué hace, qué propiedades tiene este asinqueto? Antes de pasar a exponer la notable naturaleza del producto es preciso desgranar algunos antecedentes.

    Tan llena de hazañas reales está la vida de Alejandro de Macedonia, llamado Megas, el Grande, que la ingenuidad popular se apresuró a generalizar atribuyéndole todas las posibles o imaginables. Dado que llegó tan lejos, hasta la India, por ejemplo, se convirtió, preludiando a Julio Verne, en explorador universal y viajó por todas partes: bajo al fondo del mar en batiscafo, como Nemo, subió al cielo en un carro tirado por grifos, y, claro, como Ulises y Eneas, transgredió la región de las tinieblas y entró al mundo de los muertos “montado en yeguas cuyos potrillos había dejado justo en el límite de la luz, a fin de poder volver de la negrura perpetua; estratagema de la que, según Marco Polo, se valían los mongoles para entrar en la zona de la Oscuridad, desafiando los peligros de la peligrosa noche boreal”, escribe Juan Gil en su libro La India y el Catay (Alianza Universidad, 830), regocijo interminable del que tomamos estas puntuales noticias.

    Una de estas hazañas imaginarias, tal vez la más inasible, fue la conquista del Pueblo Inmundo, que “comía perros, ratones, serpientes, cadáveres, fetos, abortos, así como a los muertos”. Obsérvese, es la táctica de la calumnia gastronómica, la más común y sobada en los anales de la reprobación etnológica, y consiste en atribuir al pueblo que no se entiende la dieta más repulsiva e incomprensible (los conquistadores españoles creían que los incas eran caníbales, pero los incas, por su parte, creyeron esto mismo, al principio, de los españoles). Como sea, se dice que Alejandro “sintió escalofríos ante la maldad inaudita de aquellos pueblos, que era abominación de la humanidad”, así que los combatió, venció, según su costumbre, y luego los encerró en un círculo de montañas altísimas cuya única entrada era un estrecho desfiladero. Había pues que cerrar el paso en el desfiladero. Y aquí es donde aparece el famoso asinqueto, he aquí la cita entera:

    Alejandro, al ver lo sucedido, dio gracias a Dios y levantó una puerta de hierro y aseguró el paso entre las dos montañas, untando la puerta con asinqueto; la naturaleza del asinqueto es tal que no lo derrite el fuego ni lo mella el acero. Entre la puerta y la salida del desfiladero plantó una zarza que, regada, superó la cima de las montañas. Y allí Alejandro, antes de cerrar la cordillera, metió veintidós reyes con sus pueblos en los confines del aquilón (norte, polo ártico); a la puerta la llamó Puerta del Caspio, y a las montañas, Mamas.

    Más tarde se dio a los pueblos encerrados en las Mamas del Aquilón una lectura religiosa: dos de ellos, se interpretó, eran los malditos Gog y Magog, “las gentes tremendas que, según la predicción de Ezequiel, habían de salir un día de su prisión para asolar el mundo”. No sé qué tanto Gil se pasa de listo y sobreinterpreta cuando pone en relación esta puerta sellada, que confina un régimen social repugnante, con la famosa “Cortina de Hierro” que Churchill dijo que se alzaba entre capitalismo y comunismo al inicio de la hoy extinta Guerra Fría.

    Mi reflexión es en extremo escueta. El asinqueto es fascinante, qué duda cabe, pero tengo una pregunta: si no se derrite con fuego ni se mella con acero, ¿cómo pudo untarse en la puerta de hierro?, ¿cómo se hizo pasta? Porque no cabe pensar que una pasta, en estado de pasta, sea más dura e impenetrable que el acero, y para untarse debió ser pasta (de otro modo, ¿cómo se unta?), luego debió pasar de un estado a otro, pero ¿cómo sin calentar? ¿Puede ser que el asinqueto mezclado con alguna otra sustancia se haga como plastilina o cera líquida y luego, al perder, por evaporación, por ejemplo, esa otra sustancia, se endurezca más que el acero? No parece difícil, hay adhesivos parecidos actualmente en el mercado, lo notable es que se haya usado en tiempos de Alejandro, y si no usado, sí al menos fantaseado.