Jornada Semanal, 11 de febrero del 2001 


Fernando Estrada G.
 

Ciénaga grande: Viaje al corazón de la barbarie
 

Migue y su inseparable cigarro, Dolores, el perro Agamenón y el autor de esta sobrecogedora crónica hicieron un recorrido por la Ciénaga Grande de Colombia, cuyo manglar quedó desolado tras la irrupción de los paras (en todo semejantes a las guardias blancas tan conocidas en el sureste mexicano). En este conradiano viaje al corazón de la barbarie, las tinieblas son difíciles de abrir y, cuando al fin permiten ver algo, los ojos del viajero sólo descubren a un pueblo de pescadores convertidos, por la sinrazón de la violencia, en “seres vacíos, reducidos al sufrimiento y a la necesidad, faltos de dignidad y de juicio, porque a quien lo ha perdido todo fácilmente le sucede perderse a sí mismo”.



La crítica de la violencia es la filosofía de su propia historia
Walter Benjamin

Cuando cae la tarde, a lo lejos aún se escucha un paseo de Pachito Rada y su Conjunto; quien lo entona evoca con nostalgia la temporalidad distante, en sus ojos las aguas de los manglares se reflejan grisáceas, y las manos trémulas ya no muestran el vigor de tantas pescas mañaneras. Es el viejo Migue, el pescador más viejo y experimentado de la Ciénaga. Allí lo encontramos, tirado sobre una vieja canoa a la orilla del manglar, su piel teñida por miles de soles, más oscura que el pucho habano que aprieta firme sobre sus labios con el único diente que le queda. “Es el último cigarro, aquí sentado esperaré mi día.” El humo rodea su rostro y la exuberante fragancia del tabaco se esparce, se eleva aristotélicamente llevando las almas de cincuenta de sus amigos pescadores masacrados por los paramilitares en la noche del 22 de noviembre.

Estamos en un rincón de Ciénaga Grande, en el Corregimiento de Nueva Venecia, en jurisdicción del municipio de Sitio Nuevo, Departamento del Magdalena. Sobre las penumbras que cobijan estos lugares todavía pasa una brisa misteriosa que guarda celosamente el número de pescadores asesinados por la caravana de la muerte. Casi todo es desolación; los descoloridos ranchos montados sobre las aguas, separados apenas por la mirada perdida de uno que otro sobreviviente, son testigos silenciosos de la masacre. “Nos mataron las ilusiones, están matando a los pobres”, dice acongojada Dolores, la mujer del viejo Migue. En la plaza de Nueva Venecia unos perros callejeros merodean buscando algo de comer. El viejo Migue señala el lugar: “Aquí mataron a seis pescadores, les volaron las cabezas con metralleta.” Las imágenes fueron terribles, las manos y los pies amarrados con cabuyas, las bocas pegadas al polvo, las miradas clavadas angustiosamente en cruz. “El joven de las sandalias era mi nieto Emilio, tenía dieciséis años.” Inclina su rostro y deposita el alma sobre sus dos manos, llora. Afuera cae la noche.

Madrugada en el manglar

Una leve llovizna se desliza sobre la ranchería, las aguas circundan con desgano los podridos troncos que soportan las casas de los pescadores, una tortuga se asoma discretamente y retorna su cabeza al protectorado de su caparazón. Un perro callejero estira su tronco sobre las extremidades inferiores flexionando sus músculos todavía adormecidos. Una rana parpadea, cierra los ojos por tiempo largo, los abre, salta despacito entre la espesura de unas raíces secas. Es la madrugada.

El viejo Migue no duerme más que cinco horas. Del bolsillo de su camisa saca la caja de fósforos y enciende el pucho de tabaco. Retiene una bocanada de humo por un largo rato, lo lleva de un lado a otro en su mueca boca como si se tratara de un enjuague bucal, luego lo suelta; el aroma se esparce limitadamente. Con el amanecer los cantos de las gaviotas irrumpen en el relativo silencio de la Ciénaga. Hace calor.

El viejo pescador levanta su mano derecha y con el índice girando ciento ochenta grados dirige la mirada a los manglares. “Mucha gente no sabe que los bosques manglares constituyen nuestra única subsistencia, yo conozco casi todas las lagunas formadas por muchos años entre las aguas del mar y el litoral tropical. He visto con estos ojos cómo se ha formado esta vegetación.” Lleva el pucho a sus labios y aspira otra bocanada de humo. Tose y escupe. “Dígame si Dios no es sabio, cuando hace que estas plantaciones y todos los bichos de este lugar logren sobrevivir a la sal del mar y las continuas inundaciones que aquí tenemos. Todos hemos sobrevivido a la naturaleza. Los únicos muertos que hasta ahora conocíamos, morían de viejos.” Mientras continúa con su queja, se escucha el tableteo sobre el rancho de las pisadas de Dolores: “Buenos días señores, ya está el café.”

Agamenón

Llegamos a las nueve de la mañana a Buena Vista, un pueblo ardiente anclado a orillas del río Magdalena. Primero va Migue, después Dolores, apaciguando las luciérnagas que salen al camino, luego Agamenón y yo. Caminamos en fila india, parece un viaje más tranquilo y seguro. Cada uno lleva consigo sus presentimientos, sus recuerdos, sus penas.

“Que venga la parca cuando quiera, aquí fumando yo la espero.” “Al menos me queda mi viejo Migue.” “Hoy no hemos levantado ni un pan seco.” “¿Cómo resistir tanta infamia?” Las cuatro frases se arrastran una detrás de la otra.

Por el sureste de los manglares se ve una luna llena. En una noche así, los paramilitares llegaron en chalupas y lanchas marca Johnson, venían como setenta, bien camuflados con prendas del ejército, armados hasta los dientes; para que fuera visible su temeridad rodearon cada rancho, encendieron luces hasta que pareciera de día. Al primero que llamaron fue a Everth de la Hoz Mejía, de veintidós años. No valieron de nada las súplicas de su suegro y su mujer. La cara le quedó como la de Juan Nepomuceno. Y uno a uno, los pescadores suplicaban, rasgaban sus vestiduras, pedían perdón por haber nacido. La respuesta fue inmediata: “Ratas hijueputas, guerrilleros sapos informantes.” Aquella noche mataron a treinta y siete. Pero luego le daban plomo a quien se atravesara: remeros, mujeres jóvenes, cienagueros, muchachos y adolescentes. La sed de sangre se apoderó de los asesinos. Fue como la hora llegada.

A un vecino mío, Ramón González, los paras le hundieron en la boca un gancho de carnicería sujeto con una soga al parachoques trasero de una lancha y lo arrastraron maniatado por toda la Ciénaga para que la gente lo viera y escuchara sus gritos. Luego lo degollaron y tiraron su cabeza al río. Después abrieron su cuerpo, sacaron todas sus vísceras y arrojaron lo que ya era un deshecho a la laguna. A otros once los cogieron a machete y puñal, les abrían el cuerpo y les echaban gasolina. Tres mujeres paramilitares actuaron disfrutando la carnicería.

La masacre desencadenó la peor catástrofe humana que se recuerde por estos lados. Sólo de Nueva Venecia salieron en desbandada tres mil 600 de sus cuatro mil habitantes. Huyeron como alma que lleva el diablo hacia la Provincia del Atlántico. En Buena Vista, el tendero, el panadero, el lechero, el sastre y el que arregla las sombrillas, todos, organizaron como pudieron a sus mujeres y a sus hijos, y los mandaron hacia Barranquilla. “Aja, y uno que va sabe, estos tipos no avisan y nos acaban a todo”, murmura Alejandrino, uno de los pocos jubilados que aún quedan en el pueblo. Tan sólo en Buena Vista hay 140 familias desplazadas, escasean los alimentos, los niños huérfanos lloran día y noche, falta disciplina en la entrega de los pocos víveres que llegan. Duermen amontonados como los periódicos viejos en los basurales.

El ladrido de los perros se oye ahora cada que llega un bote a Nueva Venecia. Son diez o quince los que se quedaron en la plaza cuando la gente se marchó. El ladrido de Agamenón presiona en la lengua y fuerza a las mandíbulas a abrirse para responder: “¡Aquí estoy!” Llegaron las lisas. Los pescadores regresan por la noche y les arrojan lisas crudas que no tardan en devorar. Saulo ladró, vomitando el gas diabólico de una lisa que había tragado. Corzo ladró, recordando a Katia. No sabían a dónde ir, no tenían a dónde ir, eran como los habitantes de la Ciénaga, entes sin lugar, sin espacio, sin forma ni materia.

Dolores

Dolores es la cuarta mujer del viejo Migue. Le sigue, encorvada, lenta, va tras él como su sombra, lo cuida. Hemos llegado a una inspección de Buena Vista, las mujeres viudas acaban de recoger los velorios y las mesas adornadas con manteles, algunas flores que, aunque marchitas, todavía expiden ese olor mortecino de los cadáveres. Sobre las mesas algunas fotografías de jóvenes difuntos. Reina el silencio. En un rincón alguien solloza: es Cleotilde, a su lado tres niños de ocho, cinco y dos años. Llora abrazada al cuerpo de Dolores.

Es la primera vez que nos damos cuenta de que nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa, la destrucción de inocentes. “En un instante aparecieron esos malditos, mejor nos hubieran matado a todos de una vez”, murmura la mujer anciana. Más bajo no puede llegarse: una condición humana más miserable no existe, y no puede imaginarse. “Ya no tenemos nada nuestro. Mire usted estas viudas y estos niños sin ropa, sin zapatos, sin cabello siquiera; si hablamos el gobierno no nos escucha, y si nos escucha lo mismo le da. Después de la masacre se apareció el Ejército con lanchas ‘piraña’, dotadas con armamento pesado como para la guerra. Uno piensa, ¿Y ya pa qué?” Los paramilitares celebraron aquí un carnaval de sangre y muerte sin el menor asomo del ejército ni del gobierno.

¿Cómo se va reponer esta gente, acostumbrada a vivir sólo de la pesca? Son seres que nacieron en el agua, viven en el agua y quieren morir en el agua. No quieren que nadie los ponga a escoger o tomar partido en la guerra. ¿Qué tiene que ver esta laguna con la guerra? Es que resulta difícil cambiarle las costumbres a las personas, aunque sus posesiones sean tan miserables: un chinchorro, una hamaca y una casa de madera sobre el agua. Pero todo eso es su vida. “Estas cosas son parte nuestra, casi un miembro de nuestro cuerpo; y es impensable que nos veamos privados de ellas, son nuestro mundo.” Ahora imagínese a estas pobres gentes desplazadas
a quienes, además de sus maridos, les quitan las casas, las costumbres, las ropas, todo, literalmente todo lo que poseen: serán seres vacíos, reducidos al sufrimiento y a la necesidad, faltos de dignidad y de juicio, porque a quien lo ha perdido todo fácilmente le sucede perderse a sí mismo, “hasta tal punto que en este lugar –y señala con su mano extendida la cohabitación miserable de las mujeres y los niños– está la continuación de la violencia en Colombia, la venganza de generación en generación; de aquí saldrán multiplicados nuevos guerrilleros, hijos de la violencia, como Tirofijo y Castaño”. Me quedo pensando en estas palabras y comprendo el significado del concepto “campo de concentración”. No se trata de una metáfora del pasado.

En manos de los paras

En la Ciénaga Grande, después de la masacre horripilante, los pocos pescadores que se quedaron llegan más temprano a sus ranchos. Un pastor adventista va predicando: “Encomendémonos al Señor Jesucristo”, al tiempo que las puertas de cada casa se van cerrando. El temor sobrecoge a casi todos desde la Ciénaga hasta Santa Marta. Abandonados a su suerte por el gobierno, presienten que sus vidas están en manos de los paras, que ellos actúan aquí como dueños de la vida y la muerte. “Los paras son dioses por estos lugares, actúan a su antojo”, dice Agamenón.

Los paramilitares han advertido a todos los pescadores que están limpiando la zona. Creen que los habitantes de la Ciénaga tienen la culpa del secuestro masivo de socios de un club de pesca del Torno, en junio de 1999, por parte del Ejército de Liberación Nacional (eln). Muchos dan por seguro que los secuestradores han estado ocultos en estos caseríos de la Laguna. Del corregimiento de Trojas hicieron salir a 260 familias y sólo quedaron algunos ancianos, gallinas, cerdos y unos cuantos perros muertos de hambre. Quedó Salomón, un loro que recita el Ave María, reza los Mil Jesuses, cuenta chistes y les grita “malparidas” a las putas que vienen de Aracataca. Las gentes escapan con lo poco que puedan llevar en mano. Esto es una desgracia.

Las brutales masacres que han cometido durante estos días por la región tienen la finalidad de controlarla como zona estratégica. La Ciénaga Grande –450 kilómetros cuadrados– está entre dos capitales: Santa Marta y Barranquilla. Este inmenso verde es cruzado de sur a norte por el río Magdalena, bordeado por el Mar Caribe, y bien hacia el norte por la imponente Sierra Nevada de Santa Marta. Los paras pretenden golpear lo que consideran es el principal centro de provisiones de la guerrilla, los locales de víveres y alimentos de El Morro o Nueva Venecia, Buenavista y Trojas. Esta zona del país es una de las más ricas en biodiversidad del mundo; sobre ella se inscriben las dos más importantes carreteras que unen al interior con la costa. ¿Cómo no ambicionar territorialmente este santuario de fauna y flora?

Con ocho mil hombres armados y una ofensiva política sin comparación, los paramilitares constituyen una amenaza contra el proceso de negociaciones. Son un factor grave para la estabilidad y el desarrollo de las regiones y un componente de la guerra que aleja muchas posibilidades de humanizar el conflicto.

El tabaco cura las penas

El viejo Migue prende su cigarro, el rancho comienza a experimentar una suerte de transformación metafísica. Por encima del gran escapulario colgado sobre la madera, un chinchorro desteñido por el tiempo; más allá, la red del pescador graciosamente distante. Migue escupe sobre un rincón una saliva amarillenta, la nicotina acumulada sobre el mechón canoso de su barba huele fuerte. “El tabaco quita las penas –dice–, vale más que la eternidad prometida”, y suelta una bocanada de humo que mágicamente parece entrar en complicidad con los secretos de la Ciénaga. Afuera reina el silencio.

La vida adquiere en este lugar un ritmo y una intensidad vertiginosos: horas equivalen a días, días a semanas, semanas a meses. Migue nos cuenta que va a extrañar a Nicolás, el acordeonista de Bocas de Cataca. La sinceridad y el anhelo de verdad del vallenato se imponen. La moral se afirma y mejora. Después de soltar una nueva bocanada de humo, Migue continúa: “Las cosas tenidas antes por importantes se achican y pierden sustancia mientras otras de apariencia menor adquieren grandeza y se imponen sobre uno.” Ahora tose y escupe, mientras Agamenón lucha torpemente contra una mosca que revolotea alrededor de su cola.

Vivir estos días cruciales al lado de Migue, Dolores, Agamenón y los pocos habitantes que quedan de Nueva Venecia, es un privilegio terrible. Los periodistas extranjeros y las organizaciones humanitarias han dado cuenta de ello. Eduardo Cifuentes (defensor del pueblo) ha demandado con urgencia la ratificación del Tratado de Roma para que una corte penal internacional juzgue a los autores de la masacre y el complejo lagunar se declare zona de protección especial para el desarrollo humano.

Nadie puede salir indemne después de haber ingresado a los corregimientos que componen la Ciénaga, es como haber descendido a los infiernos. La tragedia de los pobladores se convierte en el corazón y tal vez en el cuerpo entero de quien presencia las huellas de horror dejadas por los paramilitares a su paso. Lo experimentado en un corto recorrido por los extensos lagunares es una bomba presta a estallar en la conciencia moral de quienes, directa o indirectamente, son responsables de que esto esté sucediendo; ojalá allí cause un mayor daño.

Migue mastica la colilla del pucho, luego escupe. Al alejarnos, el rancho del viejo pescador se confunde a la distancia entre el follaje, las sombras del atardecer no nos dejan ver con claridad. Agamenón ladra, el sonido de una chalupa disipa el silencio que ha sumido a los hombres y mujeres de la Ciénaga.