Jornada Semanal, 4 de febrero del 2001 

Alfonso René Gutiérrez
 

Lezama Lima y la nueva pintura cubana
 
 
 

Para ese cubano universal que fue, es y será José Lezama Lima, el proceso creativo es “un acto de libertad” y la obra de arte “un producto imposible de obtener a través de un método o del mero aprendizaje del oficio”. Alfonso René Gutiérrez lo sabe y, con buen tino, entresaca del caudal lezamiano textos sobre Arístides Fernández y el Estudio Libre de Pintura y Escultura de La Habana, en los que el autor de Paradiso expone, entre otras cosas, el concepto de clasicismo moderno, fundamental en su poética.

  

¿No es cierto que cuando se abraza un arte
en toda su extensión, una misma crítica
sirve para juzgar de todas las demás artes?
Platón, Ion

La poética de José Lezama Lima sin duda comparte el planteamiento del epígrafe anterior, basado en la noción de un mismo principio creativo del que surgen las diversas artes. Por esto es natural que, como parte considerable que es de su teoría poética, la crítica de pintura de Lezama Lima refleje una especie de profunda intertextualidad, en la que espejean las propias convicciones lezamianas sobre la poesía.

Lezama comprende este principio creativo –o “inicial creacional”, como lo llama– como una esencial aspiración humana a la libertad y la plenitud, que invariablemente apunta a su concreta expresión. De este modo, el criterio para valorar las diferentes formas artísticas está constituido, en su poética, por este baremo de concreción y esencialidad. A partir de tal criterio expone Lezama, ya en los inicios de su reflexión teórica, su posición frente a ciertas tendencias del arte contemporáneo, que considera como falsas soluciones a los problemas que los temas de la modernidad imponen al arte.

Así, por ejemplo, en su ensayo sobre Arístides Fernández (1935), Lezama critica el predominio de una de estas orientaciones, consistente en el abstraccionismo que supone el empleo de lo que llama los “motivos”, es decir, las meras posibilidades formales de combinación, a lo que opone la necesaria concreción de las “situaciones” esenciales: “Las situaciones –señala–, es decir, el disparo de la retina que encarcela un fragmento esencial.” Desde el nebuloso caos de las impresiones sensoriales, almacenadas en la memoria, la expresión del artista asciende al descubrimiento de este sentido esencial, actuante a través de la reminiscencia, “hasta la invención estructurada de la nueva lámina de anatomía [...] como un desfile de nieblas que vuelan a la escultura del cuadro sinóptico”. Desde esta comprensión de lo que es expresivamente relevante, Lezama plantea en su comentario a la fundación del Estudio Libre de Pintura y Escultura de La Habana (1937), su posición frente a lo mismo que estima, en el terreno literario, como el síntoma de una crisis poética, manifiesta en una mimesis apegada acríticamente a la realidad más inmediata. Ante el caos estético que, según denuncia, se ve propiciado por la Academia de San Alejandro, Lezama conmina a los artistas del Estudio Libre a combatir “la posibilidad de cualquier romanticismo indiscreto que entre nosotros comporta lo libre y altanero”, a rebelarse contra el radical subjetivismo de este “infecundo alarde de anarquía artística, apresurado, irresponsable”.

Lezama reconoce otro síntoma de la moderna crisis estética en la tendencia a imponer esquematismos abstractos al proceso creador, que sólo pueden minar el propio poder estético de la obra de arte, al interferir en la relación particular de ésta con la realidad. También aquí hace valer Lezama el principio prescriptivo de las ferruginosas aguas –para usar la metáfora de Gadamer– de la concreción, que previenen al artista de caer en lo que denomina el “vacío trascendentalismo” del “símbolo directo”, procedimiento que condena como contrario al desinterés estético desde el momento en que tal simbolismo tiene un valor puramente “funcional”. Así como este pintor evita el peligro de la antiartística inmediatez con el recurso a las situaciones esenciales, así salva también este otro escollo, sustrayéndose a “los aditamentos del símbolo directo o de las consecuencias aplicables”, indica Lezama, y manteniéndose “lejos de dictar una lección obligada”.

En un momento en que la discusión sobre el contenido histórico y social del arte había llevado a una inflexible rigidez –la oposición arte comprometido/arte puro–, Lezama defiende la especificidad de la expresión artística, atacando la tendencia, en ella, al uso de esquematismos conceptuales, por la razón ya vista de que la propia obra no es un desarrollo conceptual sino un mundo de situaciones concretas, coherente en sí mismo y sólo obediente a su propia racionalidad. En este momento crítico, en que el proceso revolucionario de 1930 había puesto en primer plano esta discusión en Cuba, Lezama opone a la antinomia mencionada el ideal estético de libertad y plenitud humanas, concebido por lo que él mismo define como un “ánimo poético creacional que logra centrar raíz, nemósine y nominalismo”, con lo que rechaza tanto las abstracciones de un historicismo antiindividualista, en boga por entonces, como las del vacío colectivismo de un sociologismo vulgar. De esta forma, si bien Lezama considera que es la situación sociohistórica del artista lo que determina este centramiento estético, no obstante reconoce en el propio artista un alto grado de libertad, con el que diversifica y enriquece el contenido de su expresión.

En los principios de concreción y esencialidad Lezama encuentra el sentido de esa plenitud a la que define, en el ámbito literario, como al “verdadero clasicismo que sustenta todas las grandes épocas poéticas”, sintetizando en la posibilidad de este clasicismo los problemas de la configuración estética moderna: “Insisto en que la verdadera poesía está, para mí, en la expresión aislada, acabada, suficiente, única del pensamiento –del verdadero pensamiento lírico, no filosófico– o el sentimiento plenos.” Por supuesto, el intento de representación de este ideal, observa él mismo, determinado como está por el estado crecientemente fragmentario del mundo moderno, se enfrenta a una hostilidad que provoca en el artista un afán –cada vez más exacerbado– de originalidad; esta reacción, en un medio en el que el hombre ya no se reconoce, se intensifica consecuentemente hasta el ansia de ruptura.

Lezama concibe la noción de ruptura desde la comprensión del proceso creativo como un acto de libertad, y de la obra de arte como un producto imposible de obtener a través de un método o del mero aprendizaje del oficio:
 

Cualquier arte que intentase la piedra filosofal, la estatuaria de sus elementos sumados, tropezaría, después de recorrida diariamente la largura de su exactitud, con el homúnculo ya producido por sus elementos de buenas fábricas sumadores, salta si es exacta la fuerza del exorcismo.


Concorde con la idea de la ingenuidad estética como posibilidad de esta libertad, Lezama considera que en la medida en que el componente ingenuo participa en la creación artística, no es posible reducirla a una pura determinación por reglas; en una peculiar recreación de la idea platónica del acto creador, declara que sólo la “cantidad necesaria de fuerza ciega” de la totalidad humana del artista, es capaz de generar el hiato con la continuidad de lo tradicionalmente adquirido, ya que “no se trata de fijeza de la exactitud, sino que después del asegurado elemento de la unidad en el número sumado, tendríamos que olvidar la frase que abre las ventanas, y nos quedaríamos también exactamente presos”. Desde la perspectiva de esta paradójica fijeza móvil, a la que a veces alude con el socrático símbolo del imán, Lezama observaba, inicialmente, que Víctor Manuel realizaba el “juego libre” de su creación “con mucho Ulises”, aunque, agregaba con reserva, “le va haciendo falta también lo necesario de Simbad”. Empero, poco después el propio Lezama reconoce en aquél una apertura a lo que llama –en el contexto de su crítica contra cierto neoclasicismo poético contemporáneo– la “lógica maravillosa” del acto creador, que ve manifiesta, en su pintura, en la refiguración audaz de “un solo río aporético detrás de su superficie de carne opalescente”, en que “el tiempo cuartea, entra y sale de la tela como un platelminto nutrido por las cintas de escribir de la diversidad”. El ideal lezamiano de un clasicismo moderno, vigilante de los dos extremos antiartísticos de un objetivismo manierista y subjetivismo informe, es así formulado desde esta exigencia de ruptura y diversidad.

Tal es la posición de Lezama frente a lo que él mismo plantea, en su página sobre el Estudio Libre, como el problema de “la libertad formada por las oleadas de elementos impuros que únicamente se hacen carne y afirmación cuando el sujeto artístico se ha hecho de su dogma sanguíneo, de su prejuicio orgánico”. Señala la formación de este proceso, en la obra de Arístides Fernández, a través de la dialéctica de la equilibrada continuidad espacial y la discontinuidad temporal, dinamismo en el que la fuerza pasionaria de la ruptura, en la demoniaca vertiente del tiempo, se contrapone a la serenidad paradisiaca del espacio. Según se ha visto, Lezama elogia esta pintura como una reivindicación de la intuitiva libertad del acto creador (“una expresión que hay que atrapar por sorpresa, mágica arista secreta”), mas también indica, en ella, desde esta dialéctica de ruptura y equilibrio, la evocación –mediante la imagen del círculo y la línea recta, compás y escuadra de un nuevo Dédalo, emblemas de la inseparable e incesante sucesión del tiempo y detención del espacio– del nuevo orden en que se resuelve, de manera platónica, en la fijeza paradojalmente dinámica que redescubrirá en Víctor Manuel, el enigma del propio sujeto creador.

Lezama desarrolló, como es sabido, una reflexión constante sobre estos presupuestos en sus apreciaciones de las obras de Amelia Peláez, René Portocarrero, Mariano, Roberto Diago, Fidelio Ponce, Martínez Pedro y Fayad Jamis, y desde luego en sus comentarios sobre pintores extranjeros y en otros textos de enfoque general. La construcción de lo que él mismo llamará su sistema poético del mundo tiene su primera piedra en estas concepciones, presentes con una coherencia admirable a lo largo de su obra, en un sustancioso diálogo entre su teoría y su creación literaria.