La Jornada Semanal, 4 de febrero del 2001


Enrique López Aguilar
MARTES GORDO
 
 

Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, creó un par de personajes alegóricos y antagónicos con los que, pretendiendo defender las virtudes del buen amor (a Dios), terminó por hacer una apología del mal amor (el humano): don Carnal y doña Cuaresma. En el divertido pasaje dedicado a ellos en su Libro de Buen Amor, don Carnal es una suerte de Rey Gordo que se enseñorea del mundo durante casi todo el año, menos durante cuarenta temibles días en los que el reino absoluto corresponde a su enteca y austera adversaria, doña Cuaresma. Mientras que don Carnal es el pararrayos de la concupiscencia, la glotonería, la holganza y los más bajos instintos, doña Cuaresma representa el ayuno y la abstinencia, la morigeración, la penitencia, el recogimiento… La perennemente flaca, que no esbelta, doña Cuaresma, no obstante lo breve de su imperio, produce un santo horror en don Carnal pues, a partir del Miércoles de Ceniza, se le impondrá una tan prolongada y severa dieta que al cabo de los cuarenta días casi estará igual de magro que su enemiga: no importa, ya tendrá el resto del año para recuperarse, hasta que vuelva a regresar doña Cuaresma, quien se fortalece durante su reinado como para soportar el tiempo largo en que don Carnal la expulsa del mundo.

La incesante lucha entre ambos antagonistas no es sino la regocijada manera de Juan Ruiz de presentar ese misterioso y simbólico proceso que se asocia con el fin del invierno y el principio de la primavera, con la virtual salida de Piscis antes de la llegada de Aries, con la despedida del tiempo melancólico y de Hefestos, y la bienvenida de la renovación y de Hermes. El último día del reinado de don Carnal es el martes anterior al Miércoles de Ceniza, día desenfrenado que confunde el ahorro con el despilfarro de recursos antes de la llegada de un tiempo severo y contrito: el Martes de Carnaval, el Mardi Gras o Martes Gordo. Por la simple contigüidad, ambos días sólo parecen el avecindamiento del exceso y la continencia, pero el Martes Gordo y la Cuaresma representan muchas más cosas que sólo la oposición de dos ideas contradictorias.

Los cuarenta días de la Cuaresma se asocian con la creencia de que cuarenta es el número que simboliza un ciclo completo de vida, de que la cuarentena es la mejor edad para gobernar y el tiempo idóneo para eliminar los riesgos de un contagio o para aislar una enfermedad; cuarenta también es el número de la espera, la preparación, la prueba o el castigo. En el calendario cristiano, la Cuaresma se asocia con la conmemoración de los cuarenta días que Cristo pasó en el desierto, antes de que iniciara su vida pública, y en los que el Diablo pretendió tentarlo, sin éxito; litúrgicamente, es el lapso simbólico que prepara el misterio de la resurrección pascual: como tiempo de espera, casi parece indudable que el ayuno de ciertos alimentos y la abstinencia sexual sean la manera humana de acompañar a Cristo en el desierto.

¿Y el Martes Gordo? Su fecha es tan movible como la de la Cuaresma y ambas coinciden con el acortamiento de las noches y la dilatación de los días en el año, es decir, el fin del invierno 
y el inicio de la primavera: el Martes de Carnaval es el último de los invernales días cortos y el Miércoles de Ceniza, el primero de los más largos del año. El “desenfreno” que antecede al tiempo de la espera tiene que ver, más bien, con las fiestas de la fecundidad que preparan los auspicios de una buena cosecha en el renacimiento de la tierra, con la feracidad solicitada a los dioses para hombres y mujeres: ése era el sentido de las faloforias griegas (literalmente, “cargamento de falos”), fiestas de preparación del tiempo de la cosecha en las que se paseaban representaciones fálicas por todo el pueblo para, aprovechando el valor fecundante con que el pene masculino ha sido simbolizado, solicitar la benignidad divina para la estación por venir: que la tierra, los animales, el dinero, hombres y mujeres sean fértiles.

La fiesta propiciatoria podía concluir con lo que ahora se considerarían excesos inmorales, propios del Carnaval: generosos intercambios sexuales, comilonas y toda clase de actividades que anuncian el final del descanso de la tierra (el invierno y sus tres signos: Capricornio, Acuario y Piscis), y simbolizan y devuelven los excesos reproductivos de la tierra durante la primavera, el renacimiento de lo vivo. Desde el punto de vista de las festividades agrícolas, este día precede al tiempo de preparación de la tierra antes de que pueda ser sembrada, pausa equivalente a la espera religiosa del tiempo cuaresmal y la resurrección de la tierra fecunda, día en que Cristo regresa de entre los muertos pero en que, también, el campo, las mujeres y la vida son preñables.

Despedida del invierno y bienvenida del tiempo de la siembra, el Martes de Carnaval es una fiesta vitalista que recuerda la vieja creencia de que las cosas del Cielo se reproducen en la Tierra y viceversa, de que el hombre colabora con la naturaleza desatando las fuerzas fecundantes para acarrear una buena respuesta. Más que en otras fiestas, en las que es notorio el éxito del cristianismo para superponer las suyas a las celebraciones más antiguas, la de don Carnal muestra un imborrable sello pagano que llega hasta nuestros días: en el Martes Gordo no figuran Cristo, ni el desierto, ni la previsión del Gólgota, sino el hombre, la mujer y la tierra, dispuestos a desatar sus apetitos y a usar sus fuerzas generadoras.
 
 
 
 
 



 
 


 
 

Breve apología de los fumadores




Yo ya no fumo. Lo digo con la precaución del converso reciente: he dejado de fumar hace poco y supongo que no debo cantar victoria hasta que lleve más de un año. Y tal vez ni así. He dejado de fumar varias veces, una de las cuales estuve más de dos años sin encender ni un cigarro. Creí que ya la había librado, cuando reincidí en una clase mientras discutía con un alumno. Como sucede cuando uno es un adicto, fue un reencuentro en el que parecía que nunca había existido una pausa; encenderlo, inhalar, ocultarse tras esa literal y breve cortina de humo, reflexionar debidamente protegida, exhalar. Al salir de la escuela, con una extraña sensación de feliz abandono, me compré una cajetilla y volvi a empezar. Camino a mi casa encendí el segundo. Fumé con el cigarro colgando de la comisura de la boca, como Harry el Sucio, sosteniendo el volante con el brazo estirado –no duró mucho porque el humo se me metía en los ojos–, fumé como Diane Keaton en Manhattan, como Carmen Maura en Mujeres al borde de un ataque de nervios… y durante varias cuadras lo sostuve entre el anular y el cordial, como Jim Jarmusch cuando imita a los nazis en Smoke. Me seguí hasta hace poco. Es verdad lo que dice el chiste: dejar de fumar es bien fácil; yo he dejado de fumar miles de veces.

Todos sabemos qué daños tan profundos puede causar el tabaco. Quizás es una sustancia realmente indefendible, a diferencia de otras igualmente vilipendiadas como la grasa, el chocolate o el alcohol, que a la mera hora son necesarias para la absorción de ciertas vitaminas (las grasas), o son antidepresivos efectivos y baratos (el chocolate contiene teobromina, que alegra la vida) o ayudan a la mantener lejos la hipertensión, como dicen que hace el vino cuando es bebido con moderación. Sabemos que el Señor Marlboro murió de cáncer en el pulmón –ha sido reemplazado por otro casi idéntico–, y que las compañías tabaqueras han envenenado sus ya de por sí peligrosos productos con súper nicotinas y otros equívocos descubrimientos; que si las mujeres embarazadas fuman el bebé puede nacer con menos peso del normal, y que entre las mujeres que toman la píldora las que fuman aumentan considerablemente sus posibilidades de tener problemas cardiacos serios.

La nicotina es una de las sustancias más adictivas que existen; la sensación de alerta que sigue a las primeras fumadas, el aumento en la capacidad de concentración, el indefinible consuelo que nos da el tabaco, cuestan muy caro a nuestro organismo. Aun así, creo que las medidas recientes en contra de los fumadores son exageradas y que, además, nadie va a dejar de fumar a causa de ellas. Que para evitar ser un “fumador pasivo” basta con abrir una ventana o pedirle al fumador que cambie de lugar. Los hospitales prohiben fumar a sus médicos, a los pacientes cuando van a consulta, a las enfermeras, a los visitantes.

El familiar del fumador no tiene que padecer la inestabilidad y la angustia que padece el familiar del alcohólico, y sin embargo en el estado de California, en Estados Unidos, por supuesto, se estudia una ley que de ser aprobada condenará a los padres fumadores a multas exorbitantes por “abusar de sus hijos” y en las escuelas se les enseña a los niños a considerar a los adultos que fuman como “sucios”. Ver a los fumadores en las terrazas de las oficinas, en corros friolentos y apresurados, en mesas situadas junto a las puertas de los baños en los restaurantes, expuestos al olor del Pinol y otros aromas menos elegantes, masticando chicles de nicotina en los aviones o pidiendo permiso para fumar en las casas de sus familiares y amigos, me parece injusto. ¿Por qué tratar a los fumadores con ese rigor? Nadie se ha bajado los pantalones en plena fiesta por fumarse uno de más, nadie le ha dado besos en el hocico al perro porque se le pasó la mano con los cigarros y ni en la más moralista de las películas ha aparecido nunca un fumador despertando confuso y atarantado, con una cajetilla vacía en una mano y un desconocido durmiendo al alcance de la otra –aunque en la insulsa Mundo acuático, Kevin Costner y los buenos se enfrentan a los malos que, capitaneados por Dennis Hooper, fuman como murciélagos antes de entrar a combate y se llaman, oh sorpresa, Smokers (fumadores). El tabaco no tiene nada que ver con los accidentes automovilísticos –sin contar a una amiga a quien el encendedor del coche le cayó en la falda y que se subió a la banqueta al tratar de evitar que el encendedor le dejara una espiral tatuada debajo del ombligo– y nunca he sabido de un fumador empedernido tan vicioso que se haya fumado la quincena invitando cajetillas completas a los de las mesas vecinas.

En muchas conversaciones, encender un cigarro significa “lo que tengo que decir es importante”, o bien “te escucho”. A solas, la pequeña ceremonia de abrir la cajetilla, encender el cigarrillo, colocar el cenicero a la mano y dar la primera fumada, es una pausa muchas veces indispensable que tiene un aire (o mejor, un tufo) ritual, que precede al trabajo. Y calma los nervios. Esto último debería obligarnos a pensar en el fumador mexicano con una actitud distinta, más comprensiva y piadosa. Dados los tiempos que corren, es un milagro que no todos los mexicanos fumen. 
 
 
 
 
 

 

Luis Tovar
Gruesa, dura y hasta doblada

Antes que nada, quiero agradecer a todas aquellas personas que escribieron a la dirección electrónica al calce de esta columna, haciéndose eco de la preocupación-indignación aquí manifestada hace dos domingos. La cantidad de mensajes, pero sobre todo su contenido, hacen que este columnista abrigue cierto (aunque moderado) optimismo. Es bueno darse cuenta de que somos varios los que pensamos que debe hacerse algo en contra del doblaje discriminado en las películas extranjeras.

Lo primero es que, felizmente, ninguno de los escribientes se refirió positivamente al doblaje. Esa unanimidad demuestra que, al menos para todos nosotros, “prestarle la voz” a un actor es considerado un atraco intelectual y no un servicio; en otras palabras, que las películas dobladas nos repelen y es de esperarse que las evitemos como a la peste. Por su importancia al respecto, quiero mencionar especialmente el correo de Juan Jacob Vilalta. Su trabajo de traductor y subtitulador le dan conocimiento de causa y autoridad en la materia. Sabedor de lo complicado que puede resultar el traslado fiel de un diálogo, Juan Jacob también repudia el pésimo trabajo realizado por los doblistas que, para más señas, radican en (y tal vez lleven años viviendo en, y tal vez hayan nacido en) Miami y alguna que otra ciudad estadunidense.

El problema es de los mexicanos

Son muchas las razones para que las cosas sucedan así. Por lo pronto le pongo dos: la primera, que el doblaje se hace pensando en todos los países donde una película determinada será distribuida y exhibida, por lo que resulta más conveniente (entiéndase por barato) hacer la chamba una sola vez, justo en el lugar donde se producen las copias. ¿Que en México no se habla el español como en Miami? Eso es problema de los mexicanos. Total, con tanta serie televisiva ya deben estar medio acostumbrados, y si no, las películas dobladas harán el resto. (En estos días de foros económicos mundiales y de redefiniciones de lo que significa la palabra “soberanía”, ¿no le suena el doblaje un poco a sutil aunque, paradójicamente, también burdo modo de “globalizar” algo tan soberano y poco uniformable como el lenguaje de una película? Mande sus respuestas a Los Pinos o, de perdida, a Conaculta.)

La segunda razón para que el doblaje se haga donde menos debería hacerse es, simple y llanamente, el dinero. Es ignominiosamente obvio: se le paga a menos gente, se necesita menos infraestructura y, por ende, sale más barato.

De cualquier forma, hay que insistir: aunque se realizara en cada país, aunque se hiciera bien, aunque para realizarlo fueran contratados puros académicos de la lengua eruditos en las particularidades idiomáticas de cada región, el doblaje no sólo no es necesario: es estorboso, desagradable, corrompe una obra y no podemos aceptarlo bajo ningún pretexto.

De chisme en chisme, de boca en boca

En muchos de los correos recibidos le preguntaban a un servidor qué puede hacerse al respecto, y algunos proponían alternativas. Me hago eco: pueden recabarse firmas en protesta y ser enviadas al Congreso de la Unión, al Conaculta, a las redacciones de medios impresos y de radio. Personalmente, no creo que sirva de nada enviarlas a los monopolios televisivos. Sobre todo, enviarlas a las compañías distribuidoras y exhibidoras de películas: 20th Century Fox, Columbia, Warner, Buenavista, Cinemex, Cinépolis, Lumière, Cinemark, etcétera.

Es bien sabido que la suerte de una película depende en buena medida de lo que llamamos “boca a boca”, es decir, el comentario –bueno o malo– que hacemos quienes solemos ir al cine. Podría hacerse algo similar con el doblaje, en un diálogo que podría ser más o menos así: imagine usted a dos personas a la salida de una multisala; una va saliendo y la otra apenas llega: “¿Qué película viste?” “Letras prohibidas.” “Esa es la que quiero ver ahorita. ¿Qué te pareció?” “Más o menos, pero mejor vete a otro cine, porque aquí está doblada y a Sade le pusieron una voz como de Mario Bezares recién salido del bote.” “¿En serio? No, pues mejor entro a ver otra película.”

La culpa es de los bastardos

Si algo así pudiera funcionar a gran escala y pronto, le aseguro que las distribuidoras lo pensarían dos veces antes de asestarle a uno sus horribles doblajes; si de repente se dieran cuenta de que el público deserta de las salas por culpa de los “bastardos”, apueste usted a que de inmediato volverían a subtitular todas las copias. Para decirlo rápido: si lo que les duele son las ganancias, allí es donde hay que pegarles. No entremos a ver ni una sola película doblada, y que de las pérdidas sean culpados los “bastardos”.

Volviendo a las andadas

Si quiere ponerse triste o confirmar su pésima opinión sobre el cine mexicano, según sea su personal talante, échele un ojo a la cartelera; hay poco menos de cincuenta títulos diferentes y, de ellos, sólo tres corresponden a películas nacionales: Así es la vida, de Arturo Ripstein, Por la libre, de Juan Carlos de Llaca, y Crónica de un desayuno, de Benjamín Cann. Y si eso no bastara, piense en la desporporción que hay en el número de copias. Por dar un ejemplo, la estulticia y la memez de Brendan Fraser en Al diablo con el diablo están disponibles en veintinueve sitios de la ciudad, bien repartidos, mientras que Crónica de un desayuno puede usted verla en una de dos, la Cineteca o el CC Telmex.

Preguntas pal diablo: ¿es así como vamos a mantener el porcentaje de tiempo de pantalla marcado en la nueva Ley Cinematográfica próxima a surtir efecto? ¿De quién es la culpa: de quien exhibe, de quien filma (o no filma, mejor dicho) o de quien va al cine?
 



El derrotado

El 2 de agosto de 1815 Napoleón Bonaparte está a bordo del Belerofonte, anclado en la rada de Plymouth, en espera de su destino.

Derrotado en Waterloo, tramó escapar a Estados Unidos, país que lo atraía, entre otras cosas, por ser republicano y democrático. No hay que olvidar que Napoleón es, ante todo, hijo y heredero, bien que a su manera, de la Revolución Francesa, la que le cortó al rey la cabeza y a la nobleza los privilegios. Así se lo confesó después al Conde de Las Cases: “América habría sido nuestro verdadero asilo bajo todos los conceptos. Es un continente inmenso, de una libertad completamente particular. Si sentís melancolía, podéis montar en un coche, recorrer mil leguas y gozar constantemente del placer de un simple viajero; allí sois igual a todo el mundo; os perdéis a vuestro antojo en la multitud, sin inconvenientes, con vuestras costumbres, vuestro lenguaje, vuestra religión.”

Qué moderno suena esto, el sueño de anónima libertad lo comparte hoy en día Bonaparte con miles de emigrados en potencia o ya en acto. Pero ¿ahí acaba? ¿Napoleón un bracero más, anónimo, confundido entre la multitud? Claro que no; observemos más de cerca su fantasía de desesperado: Napoleón urde llevar a toda su enorme familia con él a Estados Unidos “y suponía que con ellos hubiera podido reunir cuando menos cuarenta millones”, y con eso iniciar un imperio financiero, reuniendo a su lado gente apta, poderosa económicamente. Ah, ya salió: Napoleón gran empresario, Napoleón Rockefeller, plutócrata. Y comenta Las Cases: “El emperador decía que le hubiera gustado realizar este sueño; habría sido una gloria completamente nueva.” Pues sí, el lobo pierde el pelo, pero no la disposición, como dicen los italianos.

Pero el derrotado no trató de escapar, tal vez calculó con su mirada de águila que era imposible y creyó que si se rendía a los ingleses podría negociar algo con ellos. ¿Qué? Por ejemplo, que se le permitiera vivir en la Gran Bretaña, tener gran casa de campo y llevar ahí la vida un gentleman inglés, con visiteo a los vecinos. Pero se equivocó: le tenían miedo, después de todo era el Emperador, y como tal, como decía con frecuencia en el destierro, “ya no podía ser simple particular en el continente europeo”. Esto es, la gloria que soñó en la juventud lo tenía ahora, en la madurez, atrapado (cuando murió tenía sólo cincuenta y dos años; su vida, como la de Álvaro Obregón, a quien se parece en más de una cosa, es un corto relámpago cegador).

Se discurrió enviarlo desterrado a la isla de Santa Elena, un lejano y aforístico peñasco perdido en el Atlántico, lejos de todo. Y el Emperador, árbitro antes de un continente entero, tendría ahora unas cuantas millas cuadradas donde deambular bajo vigilancia, y estaba enojado y alegaba que los ingleses, siempre arteros, lo habían engañado.

4 de agosto de 1815. Por la noche llegan órdenes de aparejar a la mañana siguiente. Bonaparte mira intrigado cómo se despliegan las velas del Belerofonte. ¿A dónde van? El barco es demasiado viejo para llevarlos hasta Santa Elena, además no cuenta con los víveres necesarios y los vientos son contrarios. ¿Qué hacen entonces? Nadie le explica nada. Bonaparte dicta una carta de protesta dirigida a lord Keith, carta patética que empieza diciendo:

“Protesto solemnemente aquí, a la faz del cielo y de los hombres, contra la violencia que se me hace, contra la violación de mis derechos más sagrados, disponiendo por la fuerza de mi persona y mi libertad. Vine libremente a bordo del Belerofonte; no soy prisionero de los ingleses, soy huésped de Inglaterra...”

Y en ese tenor sigue. No es lo mismo un huésped que un prisionero, desde luego. Entre muchos pueblos, los griegos antiguos, los beduinos, por ejemplo, el huésped ha tenido un carácter sagrado. No así el prisionero. El 7 de agosto Napoleón es trasladado al Nothumberland (a eso obedecían las maniobras no aclaradas con oportunidad del Belerofonte: a que iba a su encuentro), más grande y mejor aprovisionado, donde emprenderá su viaje final a Santa Elena. Cuenta Las Cases que, como se había censurado mucho el trato respetuoso al Emperador a bordo del Belerofonte, se giró la orden de tratarlo con grosería en el Nothumberland. ¿En qué consistía este trato? Esencialmente en dos cosas: los marineros “empeñábanse ridículamente en cubrirse delante de él” (esto es, usar sombrero) y no le daban otro título que el de general (no lo llamaban Emperador o Su Alteza o qué sé yo). Napoleón no se dolió, ya una vez había dicho en un momento de irritación: “Que me llamen como quieran, que no me impedirá ser yo.”

Napoleón es fascinante, en mi opinión, antes, durante y después de ser Emperador. Esta es una mínima muestra de un momento de transición.