Jornada Semanal, 28 de enero del 2001
 
 
 


 
 

Germaine Gómez Haro
 

LAS HUELLAS SIGILOSAS DE SANDRA PANI





Recorro las pinturas de Sandra Pani con pasos inseguros. Cautelosos. Con curiosidad y sorpresa. La curiosidad que suscita lo incierto, lo ignoto... La sorpresa ante la sencillez de lo bello. Contemplo la luz avasalladora que inunda sus lienzos recientes. A un tiempo luz de luna llena y luz cenital; en cualquier caso, un fulgor penetrante que envuelve nuestra mirada con sus múltiples grados de intensidad. ¿Acaso podemos ver la luz? En las pinturas de Sandra vemos, palpamos y aprehendemos una luz que nos calienta la mirada y nos alumbra el alma. Luz de blancos infinitos que da paz, símbolo de inmaterialidad.

Desde sus inicios, el trabajo de Sandra Pani (México, df, 1964) se ha centrado en la representación del cuerpo humano en sutil fusión con el reino vegetal. Su obra temprana, que conocí en una exposición en el Museo del Chopo en 1993, estaba permeada de ciertos aires de desasosiego, de una angustia contenida. Su paleta, recuerdo, vibraba en tonos telúricos y fogosos, en tanto que sus figuras, tensas y hieráticas, aludían a una cierta evocación totémica. A lo largo de estos años, Sandra ha permanecido como fiel defensora y amante de la pintura-pintura. También es una dibujante consumada y rigurosa: los esbozos en algunos de sus lienzos recientes dan cuenta de ello. Su interés por la anatomía humana prevalece como una constante; sin embargo, su tránsito por los caminos de la investigación pictórica la ha llevado a un despojamiento de las formas reconocibles y de su vivo colorido, para explorar una miríada de posibilidades plásticas con un mínimo de recursos formales. En busca del justo equilibrio entre la experimentación racional de la luz y la materia, y la expresión puramente poética de las sensaciones, en su anterior exposición (“El bisturí óptico”, Casa Lamm, 1998) percibimos que sus formas anatómicas lentamente perdían especificidad, dando lugar a delicados desmembramientos del cuerpo humano.

En su obra reciente que se presenta en la Casa Lamm –“Memoria del cuerpo”–, la artista explora la dificultad de la sencillez en pinturas que resultan simples sólo en apariencia. Pienso en Matisse cuando hablaba de pintar la pintura y decía que el espectador no debería sospechar siquiera el grado de dificultad del proceso pictórico: las obras del pintor francés son el más claro ejemplo de la dificultad de la sencillez. Sandra se concentra ahora en el blanco sobre blanco, e inevitablemente recuerdo a Robert Ryman y a Armando Reverón, maestros en el complejo tratamiento de los blancos y de la luminosidad. ¿Y qué se asoma o se esconde detrás de estos velos blanquecinos? Huellas apenas esbozadas que surgen, sigilosas, de las gruesas capas matéricas.

Sandra disfruta el óleo en todas sus acepciones y recurre tanto a los misterios de las transparencias como a la sensualidad de las pastas. Con placer genuino embarra, limpia, diluye, manosea sus pinturas; las acaricia hasta conseguir delicados matices. Sus figuras se desvanecen, ahora predomina el fragmento; prevalece la evocación, el cuerpo reducido a su esencia. Apenas vislumbramos algunas de las formas anatómicas que la han acompañado a lo largo de toda su creación: unas piernas casi imperceptibles, la insinuación de una columna vertebral, un cuello esbelto y sensual, unos pulmones que se antojan pétalos o semillas... Sus siluetas orgánicas se han convertido en meros pretextos para explorar las calidades de la luz y de la materia. El rumor de presencias que llegan, sigilosas, y nos dejan para siempre sus huellas furtivas.

Pessoa nos ha mostrado que la memoria es la narración imposible de uno mismo, que la identidad es dudosa y ambigua. Sandra se pinta a sí misma para desconstruir su identidad, a partir de desdoblamientos que la van conduciendo lentamente a una esencialización. En sus retratos, la representación metafórica del “yo” tiene que ver con lo que decía Merleau-Ponty: “Veo a mi ojo mirar.” Así, Sandra se ve mirándose internamente, pinta sus latidos y pulsaciones, y evoca, con su elegante economía de lenguaje, las huellas de presencias ausentes o, quizá, pinta la ausencia que es la más rotunda de las presencias.

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