Jornada Semanal, 28 de enero del 2001 

 
 

(h)ojeadas

La usurpación de la realidad

Michelle Solano

Sergio Pitol,
Los territorios del viajero,
Era, México, 2000.


Acercarse a la obra de un escritor como Sergio Pitol (Córdoba, Veracruz, 1933) constituye siempre un viaje deleitoso a través de los múltiples escenarios que pueblan su literatura. Y es que además de escritor ha sido un viajero incansable, ya sea de modo placentero o como parte de su labor al servicio del cuerpo diplomático –fue agregado cultural en Francia, Polonia, Hungría, la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y embajador de México en Checoslovaquia. Para Pitol, viajar siempre ha significado darle oportunidad a su capacidad de pasmo y dicha; no en balde sus visitas y largas residencias en el extranjero han enriquecido su creación literaria y su incesante trabajo como traductor (cerca de cien libros en su haber vertidos del inglés, el francés, el italiano, el polaco y el ruso, de autores tan diversos como Henry James, Jerzy Andreievski, Roland Firbank, William Styron, Joseph Conrad, Isaac Babel y Tibor Déry), así como su labor en casas editoriales (Tusquets y Anagrama).

La bitácora viajera de Sergio Pitol permea su narrativa, ya que su punto de partida es siempre la apropiación de los paisajes, situaciones y circunstancias de lo que se mira a través de los ojos, con la capacidad de asombro propia del espectador extranjero. Resaltan en su obra los matices y la elaboración de su lenguaje, la transparencia y la precisión idiomática, la estructuración de situaciones existenciales, su manera de contar mucho sin contarlo todo. En él se han fusionado los dos prototipos de narrador: el viajero y el sedentario; su narrativa es heredera del legado íntimo de los muertos de Rulfo, del gusto ecuménico y la curiosidad insaciable de Alfonso Reyes, de las premeditaciones del mundo conjetural de Borges. Sí, Pitol es mexicano, pero también es profundamente universal.

En la antepasada edición de la Feria Internacional del Libro en Guadalajara, Sergio Pitol recibió el Premio Juan Rulfo, el galardón literario más importante de América Latina. Por tal motivo se editan, bajo el título Los territorios del viajero, doce ensayos de los críticos y escritores contemporáneos más destacados del habla española. Ensayos que, desde luego, buscan asomarse –a la par que a la obra– al mundo interno de este hombre de letras. El hilo conductor del volumen lo constituyen las rememoraciones de los encuentros, reencuentros y/o desencuentros con Pitol, ocurridos durante su estancia en otros países y ciudades.

Pero si algo tienen en común estos ensayos es que todos reconocen en el autor de novelas como El arte de la fuga, El desfile del amor, La vida conyugal y Domar a la divina garza, una asombrosa capacidad para volver material literario la realidad que habita, ya que en su obra están todos los exilios y autoexilios –desgarrados, culposos o nostálgicos–, todas las circulaciones, las insularidades, las vueltas a la patria, a los paraísos perdidos y mal o bien recuperados; todas las fundaciones y refundaciones del ser propio y el ser ajeno, todos los encantamientos y desencantamientos que son herida común.

Tal vez sea cierto –como atinadamente propone Anamari Gomís– que Sergio Pitol padece una suerte de síndrome lewiscarroliano: el de entrar al mundo como si fuese otro mundo. Para Juan Villoro, la narrativa de Pitol no busca aclarar sino distorsionar lo que mira. En la obra del veracruzano –destaca Daniel Sada–, emoción, intuición y juicio forman un núcleo discursivo y el tejido de la trama sólo se revela al concluir la historia. Los personajes pitolianos intuyen que detrás de sus actos, detrás de la vida de todos los días, se oculta otra realidad. Lo instintivo, la belleza concebida como un misterio, la densidad de lo real, la transparencia elusiva del sueño, la indecisa línea que permite discernir entre el pasado y el presente, pudieran ser el significado de toda la obra de Pitol.

Para Carlos Monsiváis, Pitol ejerce la contención y la desesperación. Produce relatos tensos colmados de escenarios asfixiantes, del ir y venir entre las penumbras y el regocijo sensorial ante un cuadro o una sonata. A José Balza la obra de Pitol se le presenta como un laberinto recurrente que provoca una perplejidad que no tiene fin. Victoria de Stefano elogia de la escritura de Pitol el que sea llevada a pulso entre la elusividad y la luz de las apariencias, entre el sueño y la relativización de la vigilia, a veces más borrosa que el mismo sueño. Hugo Gutiérrez Vega desentraña la naturaleza de los personajes de la obra de Pitol: “al igual que los de Cardoso Pires no son obedientes, y sin más, se les ocurre ponerse a vivir sus vidas y echar a andar sus pasos por terrenos no previstos por el autor. Esto no le molesta a Sergio, pues no es un titiritero despótico y, como todo padre inteligente y de verdad amoroso, permite con gusto que sus criaturas escojan sus caminos y definan sus prioridades”. Jorge Herralde recuerda las colaboraciones de Pitol como devoto editor de diversos autores. Para Juan Antonio Masoliver Ródenas, la escritura de Sergio Pitol hay que entenderla como un proceso incesante y sin final posible, porque ni siquiera la muerte de un personaje marca el final del relato. Por su parte, Rafael Humberto Moreno-Durán rememora sus encuentros en latitudes geográficas concretas o en la escritura, ese viaje donde todas las citas se cumplen. Enrique Vila-Matas emprende un trayecto a través de los recuerdos con Pitol: tantas veces, en lugares tan distintos. Jorge Volpi, con sus siete variaciones sobre temas originales de Sergio Pitol, reconstruye de modo certero el modus operandi de sus novelas, textos fronterizos en los que la reflexión sobre la literatura y la literatura misma se juntan.

Resulta interesante adentrarse en las diferentes lecturas que cada uno de los autores de estos doce ensayos elaboran a partir de una misma novela o cuento, y es ahí donde este volumen cobra mayor importancia y encuentra, con fortuna regocijante, verdadero poder de persuasión: para quien conoce la obra de Sergio Pitol, el enfrentamiento con tan lúcidos análisis y disertaciones derivará en un fructífero reencuentro, y para quienes todavía se trata de un ars poetica desconocida, servirá de guía y celestina ante la literatura de este indispensable autor mexicano •
 



 


e n s a y o

Para discernir la maya

Leo Mendoza

Stephen Hodge, Martin Boord,
El libro tibetano de los muertos,
Ediciones B,Barcelona, España, 2000.


Una historia budista zen cuenta que, durante un incendio, un monje salió de entre las llamas sin que éstas lo hubiesen tocado porque era un perfecto iluminado y sabía que todo lo que le rodeaba, incluido el fuego, era ilusión, maya.

La idea central del budismo, al cual muchos no consideran una religión sino una disciplina para alcanzar la iluminación, es que todos nuestros males provienen de una percepción errónea del mundo. Si por un momento, mediante la práctica de la meditación, llegásemos a quitarnos la venda de los ojos y comprendiésemos que todo surge de nuestra mente, la liberación estaría muy cerca. A eso se refieren las cuatro nobles verdades del Buda que son la base de todas las formas del budismo esparcidas por el mundo y que desde hace cincuenta años o más han llamado la atención del mundo occidental. No es casual que Thomas Merton buscase similitudes entre el budismo y el cristianismo y menos aún que Jorge Luis Borges –quien leyó a profundidad los textos del doctor Susuki– se haya interesado tanto por esta religión que incluso, en compañía de Alicia Jurado, escribió un pequeño y delicioso compendio enciclopédico titulado Qué es el budismo.

Los lamas practican un budismo bastante complejo dentro del cual se mezclan ciertas prácticas mágicas originales de la región tibetana, dioses y leyendas, así como las enseñanzas del budismo tántrico introducido en el siglo vii.

No obstante, su búsqueda es la misma: el despertar, la iluminación, la anulación del yo y el reconocimiento de que todo aquello que creemos real no es más que una ilusión. Para llegar a este estado se someten a una disciplina rigurosa y a la práctica constante de la meditación. Los lamas creen en la reencarnación pero como un destino individual que podemos transformar incluso en el momento de la muerte. De ahí la importancia de la agonía y de todo el complicado ritual conocido como liberación por el oído, que dura cuarenta y nueve días y que pretende ayudar al moribundo o al muerto a transformarse en un Buda.

Para los lamas, como para muchas otras culturas, los ritos mortuorios son fundamentales. Pero lo es aún más aprender a morir, lo que hasta hace muy poco se encontraba ausente en nuestra cultura hospitalaria hasta el nacimiento de la tanatología, que a la vez que nos prepara para la ausencia también nos enseña que tener una buena muerte es tan importante como tener una buena vida. Los griegos se acercaban a la experiencia mortuoria en vida –como lo ha señalado Wason– a través de los misterios eleusianos. Y el mismo Tao te king nos dice que cuando nos aferramos a vivir con demasiada fuerza encontramos la muerte. Esta preocupación nacida de la certeza de nuestra fragilidad y fugacidad también está presente en el cristianismo y en su visión del sacrificio.

Para el budismo tibetano el tránsito hacia la muerte es un momento en el que podemos acceder a la iluminación –y en el tántrico ésta puede nacer tanto del exceso como de la contención. Por ello las reglas para acompañar este paso, los consejos y las oraciones que el muerto debe escuchar para no entrar de nuevo en una matriz –para no renacer– se hallan cuidadosamente expresadas en el llamado Libro tibetano de los muertos.

Y precisamente Ediciones B lanzó al mercado una nueva edición comentada por Stephen Hodge y Martin Boord –bellamente ilustrada con fotos del Tíbet eterno, desgraciadamente aún sojuzgado por China– que sigue paso a paso cada uno de los encuentros que el difunto vive en la otra vida antes de decidir por sí mismo si reencarna o se funde con las divinidades budistas que se le aparecen durante los siete días posteriores a la muerte: algunas van acompañadas de sus consortes y bodhisattvas –seres dedicados a ayudar al prójimo en su búsqueda espiritual– y destellan con los colores primordiales. Muchas veces el muerto huye de estas manifestaciones y poco a poco abandona la posibilidad de fundirse con los grandes iluminados: su destino entonces es la reencarnación, pero aun en este caso las plegarias que se rezan tienen como objetivo indicarle el mejor camino posible, entrar en aquella matriz que lo eleve espiritualmente.

Para los lamas, este libro de los muertos –cuyo título tiene su origen en el texto del mismo nombre utilizado en el antiguo Egipto– es de gran importancia: las plegarias, leídas y estudiadas mucho antes de su enfrentamiento con la muerte, les ayudan a vislumbrar el camino: Hodge y Boord nos dicen que el fondo, el verdadero fin del libro, es aleccionarnos sobre la vida puesto que “nos enseña a reconocer nuestra mente pura y primigenia para alcanzar así la iluminación”.

Sin lugar a dudas, para muchos el texto encierra un mensaje optimista que lo acerca mucho al ideal del catolicismo: el fin no es más que el comienzo y bien haríamos en practicar el desapego tal y como lo hicieron los primeros cristianos. Pero, sobre todo, El libro tibetano de los muertos nos ayuda y quizá nos consuela ante las pérdidas de la vida ya que, de una u otra manera, tal como lo dice otro hermoso texto budista, estamos condenados a perder todo aquello que amamos. Y un poeta budista llamado Jorge Luis Borges diría: “sólo es nuestro lo que perdimos” •