Jornada Semanal, 28 de enero del 2001



 
 
 

ANTESALA



Pequeños relatos de adicciones. No están ustedes para saberlo pero yo sí para contarlo. La segunda parte de esta oración es la importante. Debería agregarle “por fortuna”. Esto quiere decir que soy un sobreviviente. No me enorgullezco. Ya no me arrepiento, tampoco. A lo hecho, pecho. Empiezo a redactar estas líneas mientras hojeo un ejemplar de Liberaddictus, revista especializada en adicciones. De pronto llegan a mí en tumulto escenas, viñetas, exvotos, murmullos… Algunas de estas historias son mías, otras deberían serlo pero me las contaron, otras más las he inventado, aunque parten de un hecho cierto. Por ello los nombres se convertirán en iniciales, recurso kafkiano que mantiene el secreto y da verosimilitud. Todas ellas ocurrieron durante el transcurso de una adolescencia que duró más de lo esperado. No son historias ejemplares, por supuesto; si acaso, modélicas, la educación sentimental de una parte de mi generación que descubrió el poder de la adolescencia a nivel global, como dicen ahora. Recuerden que para nosotros todo fue una batalla (dada en el terreno de la ilegalidad): el pelo largo, escuchar rocanrol, vivir en comuna, leer a Hesse, Huxley, Marx, practicar el amor libre, apoyar a la Revolución cubana, hacer un icono del Che Guevara, tener amigos gays, pelear con y apoyar a las feministas. Y, por supuesto, probar todas las drogas a nuestro alcance –o casi todas.

El último picnic del Chinito. El mundo estaba compartimentado en cuadras. O. pertenecía a la cuadra de C., una pequeña cerrada en la colonia Condesa, donde se juntaban entre diez y quince adolescentes a fumar y jugar coladeras. Correría el año de 1966. Tres manzanas más allá había otra cerrada. Ahí los adolescentes habían desaparecido. Habían sido precoces, sobre todo con los alucinógenos. Llegaron demasiado rápido al lsd. Habían sido arrestados o quizá partieron al peregrinaje del que no se vuelve nunca. Sólo quedaban dos hermanos, los Chinos, quienes recalaban de cuando en cuando en el hogar paterno. El Chino Grande había decidido vivir del tráfico de las pastillas de colores. El Chino Chico cargaba la dudosa fama de haber tomado más de dos mil “viajes” en ácido. Tenía la cara ancha y aplastada, el pelo ensortijado, los ojos azules estaban demasiado alejados uno del otro y su sonrisa de dientes separados veía de frente a su interlocutor. Era pequeño, muy delgado y siempre llevaba las manos en los bolsillos. O. llegó un día al tendajón de P.: “El Chinito ya tronó”, le dijeron. Por la mañana se le vio salir de su casa cargando una mesa de cocina y una silla. Las puso exactamente en medio de la calle, volvió a entrar por un ajedrez, lo puso sobre la mesa y se desnudó completamente. Dobló diligentemente su ropa, la dejó en la entrada de la casa y se sentó, en pelotas, a jugar. G. le dijo a O. que fueran a verlo. En el trayecto G. contó que había ido a decirle al Chino que qué onda, que se metiera. El Chinito nomás sonrió y siguió jugando contra nadie. G. tocó en la casa y abrió alguien que parecía el padre. El Chino Mayor tenía la cara golpeada y sólo dijo: “Por mí que se lo lleve la chingada. Pinche drogadicto.” G. dijo que entonces vio las manos del Chinito, gruesas y nudosas: estaban llenas de sangre. G. y O. llegaron a la esquina de la calle y desde ahí vieron al Chino Chico sentado a la mesa. Quince minutos más tarde llegó una ambulancia, bajaron tres hombres con batas blancas. Uno de ellos tomó delicadamente al Chinito por el brazo. Se dejó llevar dócilmente hasta la ambulancia y antes de subir, se dirigió hacia donde estaban G. y O. y pareció despedirse (¿o estaba llamándolos?). La ambulancia arrancó sin prender la sirena.

El Che ha muerto. F. se encontraba sumido en un sueño hipnótico. Tenía un gesto de dolor y había llorado abundantemente. Cuando abrió los ojos y volteó a ver a E., que iba con él en la parte trasera del Ford Falcon, parecía un gnomo. Nunca lo había visto así: su piel brillaba y era de plástico. La sonrisa fue de complicidad. Ambos sabían por lo que habían pasado y qué era lo que pensaban en ese momento. El coche bajaba lentamente por la vereda de terracería que va de la sierra oaxaqueña, desde Huautla, hacia el Valle de Tehuacán. Cuando subían a cambiar zapatos (que E. le había robado a su madre de la tienda para niñas bien del Pedregal) por hongos en Huautla, pasaron por Puente de Fierro y escucharon en la radio una noticia que los puso extrañamente nerviosos: el Che Guevara había sido capturado y muerto en las montañas de Bolivia. 1967. Ahora bajaban, ondulando por el costado de la sierra, mientras los guijarros crepitaban bajo las llantas. A. manejaba su propio coche. No había comido la mezcla de hongos Derrumbe y San Isidro que F. y E. ingirieron apenas salidos del pueblo que se dispersa entre nubes. Los Beatles habían estado allí hacía poco. Quizá Jagger también. ¿Quiénes eran Benítez y Wasson? Mucho gusto. ¿Les gustó? Chido. Para A. los hongos eran una broma, una superchería. P. también se burlaba pero a escondidas había comido un par de honguitos. Cuando regresaron F. y E. vieron hacia adelante y supieron qué hacer. P. lloraba desconsoladamente. F. le dijo a A. que se detuviera. Le ordenó con suavidad a P. que se pasara atrás y E. le dio una porción completa. F. se instaló adelante y empezó a hablarle al piloto. Sabía que A. estaba cada vez más nervioso y se dedicó a tranquilizarlo. Habló de flores como campanas y de horizontes donde la vida empezaba otra vez. Habló de lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño. A. empezó a viajar en seco. De pronto, F. quiso mirarse en el espejo retrovisor. Lo que vio fue un rostro moreno, quemado, con los ojos demasiado blancos y la cabeza, que había tenido que raparse hacía poco por una apuesta: podía contemplar uno a uno sus pelos, erizados y extendidos hacia el cielo como si fueran un árbol pequeño. Miró hacia afuera y el bosque también se erizaba como un puercoespín.
 
 

CarlosGarcía-Tort

 
 
 
 
 

 


 

     

    SÓLO LOS TONTOS SON BRILLANTES A LA HORA DEL DESAYUNO




    El Departamento de Teatro de Difusión Cultural de la UNAM tiene unos criterios verdaderamente extraños, pues a su jefe de programación se le ha ocurrido que la mejor puesta en escena que ostenta su cartelera tenga sus funciones los sábados y domingos a la una de la tarde en un teatro Sor Juana reducido por alguna razón que le quita la mitad de su aforo. Se trata de El fantasma del Hotel Alsace (Los últimos días de Oscar Wilde) de Vicente Quirarte, dirigida por Eduardo Ruiz Saviñón y actuada por Mauricio Davison, Gilberto Pérez Gallardo, Elena de Haro y Juan Ignacio Aranda.

    Hacía tiempo que este bazarista, antes teatrero, dedicado ahora a las vanidades del mundo literario con un éxito bastante discutible, no había asistido a una aventura teatral de tanta inteligencia, frescura y calidad. El texto de Vicente Quirarte parte de la admiración y, si bien es compasivo, jamás cae en la melcocha sentimental. Predominan el humor ácido y sin salida de los últimos días de Wilde y el conocimiento profundo de su biografía, de sus contradicciones sentimentales y de su más que excelente literatura. Entra Quirarte con paso firme en la dramaturgia y lo hace evitando las boberías hagiográficas en su retrato de un hombre desvalido, golpeado, capaz de cometer indignidades (el maldito chichifo seguía asediándolo), pero heroicamente humorista e inteligente de una manera trágica.

    Tal vez esta sea, junto con Sabaoth, El árbol, La casa de Usher, La pata de mono y Alicia, la mejor puesta en escena de un hombre de teatro fiel a sus principios y a su visión romántica (en el sentido más auténtico y exigente) del fenómeno teatral, Eduardo Ruiz Saviñón. Precisa, elegante, justa en sus movimientos, su iluminación, sus efectos musicales, la puesta de El fantasma sólo tiene dos aspectos revisables: un exceso de humo y el trazo del personaje de Bram Stoker que contrasta con la rara perfección de las otras actuaciones. Y no es que la presencia del autor de Drácula no tenga sentido. Todo lo contrario. Su conversación sobre dos vampiros, Lord Henry y el conde transilvano (y vampiros menores y vulgares como el bestia de Lord Alfred y su insoportable hijito), es fundamental para entender los últimos momentos de uno de los genios literarios de todos los tiempos, abatido por la meningitis, la sífilis, la tristeza, la crueldad puritana y la estupidez legaloide.

    Mauricio Davison construye un Wilde manierista, burlón, autodestructivo y totalmente acorralado. Se necesita ser un gran actor para dar todos esos matices y Mauricio lo es. Cuida su gestualidad, maneja todos los tonos de su voz y logra producir en el público emociones encontradas: desagrado por su abatido instinto de vida, simpatía por su humor invencible, compasión por la implacable golpiza (Lord Alfred era un cacique boxístico) que le propinó el destino, respeto ante la cercanía de una muerte esperada con ansia y con miedo. Davison vive el dolor de Wilde y, sin estridencias y con una sabia estilización, pone todos sus medios expresivos al servicio del personaje, su humor final y su agonía. Tendido en el lecho enemigo, luchando con el insomnio (uno de los jinetes del Apocalipsis), naufragando en la madrugada, herido de muerte por el ajenjo, por ese vivir siempre por encima de sus posibilidades, Oscar-Mauricio, con un esfuerzo interior que sabe respirar para no ser notado, agoniza (en todos los sentidos de la palabra), es el protagonista de su propia muerte y concentra todo su asco, su inmenso desagrado en la pérdida de la belleza, en la fealdad de lo enfermo, en el horror del olvido.

    Gilberto Pérez Gallardo es el deuteragonista perfecto. Amable sin ser obsequioso, logra proyectar su enorme admiración por el huésped predilecto de su hotel con la rara dignidad de los hombres generosos que sienten gozo al dar sin esperar nada a cambio. Gilberto alcanza en escena una virtud rara en un actor, la discreción, y hasta en la confidencia entrega a Wilde el protagonismo y se contenta con estar a su lado y ofrecerle los servicios de su hotel. Oscar lo estima de verdad y, sin ironía alguna, lo nombra príncipe de los hoteleros.

    Elena de Haro se desdobla en tres: camarera curiosa y calculadora, botones inquietante y provocador y hada verde del ajenjo lúbrica y fatal. Siempre supo Elena componer personajes, pero en esta obra alcanza una calidad interpretativa sobresaliente. Es la camarera ansiosa de seguridad que pide a Dupoirier poner a su nombre el Hotel Alsace; el botones aventurero, capaz de acercarse a las lues sifilíticas del fantasma, y el hada que se balancea en el lecho del insomnio y frota su cuerpo para calmar el desasosiego del moribundo. Hermosos trabajos escénicos los de esta actriz inteligente y siempre dispuesta a servir a sus personajes.

    Los dos años en la cárcel de Reading liquidaron el entusiasmo de Wilde y lo convirtieron en un fantasma. Separado de sus hijos, objeto de las estúpidas burlas machistas, asediado por la obsesión amorosa, cumplía sus obligaciones para con su personaje mientras la enfermedad lo debilitaba e invadía. Quirarte da forma dramática a esos momentos y centra su idea de Wilde en torno a la literatura. Las referencias a Dorian Grey, al Príncipe feliz, al Ruiseñor y la rosa, al Gigante egoísta, al De profundis y a la terrible Balada de la cárcel de Reading, lo acompañan y reconfortan en medio del hundimiento de su vida.

    Quirarte, Ruiz Saviñón, los actores y los técnicos que participaron en esta notable puesta en escena nos mejoraron un domingo y renovaron nuestra confianza en el prodigio teatral. Salimos de Cultisur escuchando las palabras de Wilde: “Todos matamos lo que más queremos. Algunos lo hacen con una mirada amarga, otros con una palabra lisonjera, el cobarde con un beso, el valiente con la espada...”
     
     

    Hugo Gutiérrez Vega