Jornada Semanal, 21 de enero del 2001 

León Guillermo Gutiérrez
 
 

Pedro Requena: la condena del olvido






León Guillermo Gutiérrez rescata del injusto olvido algunos aspectos de la vida y la obra del poeta Pedro Requena Legarreta. Modernista ("se fue a pique en el naufragio modernista", dice don Enrique Anderson Imbert, a veces enterrador descuidado), Requena inició su producción en 1914 y se relacionó con el Ateneo. Nació en 1893 y murió en 1918. Pasó gran parte de su vida en Nueva York y –nadie es perfecto– se recibió de abogado en México. Traductor del Gitanjali, fue amigo de Tagore, con quien consultó algunos aspectos del arduo texto. Tradujo, además, a Gibson, Postand y Peguy. Es famosa su antología de traducciones titulada El cancionero de la gran guerra. Quedan sesenta poemas de Requena publicados en revistas y antologías. Vasconcelos, Heliodoro Valle, Rafael López y Carlos Pellicer nos han dejado testimonios sobre su poesía.
 
 
 
 

El 6 de diciembre de 1918 El Universal Ilustrado publicó el poema "Tengo una cita con la muerte" de Allan Seeger, traducido por Pedro Requena; coincidencia o presagio, nueve días después el joven traductor de escasos veinticinco años asiste puntual a la cita como hombre y como poeta, ya que a cien años de su nacimiento el tiempo ha dado cuenta de su olvido, cobrando validez las palabras de Octavio Paz: "En México no es frecuente ocuparse de los escritores fallecidos. Nosotros cumplimos al pie de la letra la máxima terrible: ‘Hay que matar bien a los muertos.’" Triste sentencia ejecutada en Pedro Requena y que nos lleva a preguntarnos: ¿fue justa o hubo equivocación?

Se puede decir que la vida de Pedro Requena Legarreta es paralela a la del modernismo; nace un año antes que la Revista Azul y muere cuando los fulgores del movimiento son escasas cenizas, que de vez en cuando despiden una que otra chispa de tenue colorido. Este mismo periodo impresiona por la calidad y cantidad de los poetas mexicanos, que continúa una tradición inaugurada por Manuel Gutiérrez Nájera, en quien la poesía mexicana moderna cobra el vigor que ha llegado a nuestros días con fuerza y solidez.

Es indudable que el precursor del modernismo en la literatura hispanoamericana fue Manuel Gutiérrez Nájera, pero es con Rubén Darío a la cabeza que triunfará no sólo en el continente; así lo afirma el mismo Darío en el prólogo a Cantos de vida y esperanza: "El movimiento de libertad que me tocó iniciar en América se propagó hasta España, y tanto aquí como allá el triunfo está logrado." Anderson Imbert señala respecto a los jóvenes escritores de América del último tercio del siglo xix: "Lo que hasta entonces se había escrito en sus patrias ya no les inspiraba. Tampoco España les decía nada."

En el modernismo la perfección de la forma, aprendida del parnasianismo francés, se conjuga para buscar nuevos caminos de renovación rítmica, con una percepción propia de la belleza material. Se practican la sinestesia, la aliteración, el cromatismo, las metáforas, lo mismo que símbolos de la aristocracia como el cisne, el pavo real, la rosa; se desborda la pasión por lo exótico y oriental. Según Imbert, "las letras se llenaron de lujos".

En su Historia de las letras mexicanas en el siglo xix, Emmanuel Carballo señala: "El modernismo, como a su modo lo intentaron los movimientos y escuelas anteriores (el neoclasicismo y el romanticismo), se propuso conseguir la autonomía literaria de la ex colonia respecto de la metrópoli española. Por ello acepta de buen agrado cualquier novedad que provenga de los otros países europeos y se adapte a nuestra sensibilidad", y de los poetas que militaron en el movimiento dice: "Desean ser europeos, vivir en la metrópoli y no en los suburbios, pero algo muy hondo y subconsciente les impide dejar de ser americanos."

Los precursores del modernismo en México fueron propiamente Manuel Gutiérrez Nájera, Salvador Díaz Mirón y Manuel Puga y Acal. Habiendo encontrado el movimiento puerto seguro en México, afirmó sus anclas en dos revistas, que serían las playas por donde entraron las aguas del parnasianismo y del simbolismo para ser devueltas con la riqueza de la realidad americana; me refiero a Revista Azul y a Revista Moderna.

Durante su breve existencia (de 1894 a 1896), la Revista Azul, fundada y dirigida por Manuel Gutiérrez Nájera y Carlos Díaz Dufoo, publicó en forma semanal a los principales escritores de Hispanoamérica. Para Emmanuel Carballo, "fiel a la tradición de nuestras publicaciones, la Revista Azul no sólo fue el órgano de un grupo perfectamente caracterizado; supo ser, con ejemplaridad, el lugar de reunión de sus opositores y de otros más que no tomaron partido en esta contienda literaria".

Antes de referirnos a la otra revista, cabe señalar las características distintivas de cada una y que según Frank Dauster se pueden resumir así: "La Azul aboga por la libertad formal de la poesía; las influencias más marcadas son la romántica y la parnasiana. La Revista Moderna pronto empieza a recibir influencias de los poetas franceses de última hora, los simbolistas, con sus intereses subjetivos, vueltos hacia adentro."

A la Revista Moderna (1898-1911), fundada por Jesús E. Valenzuela, y que agrupó a los modernistas, Max Henríquez Ureña la calificó como "vocero del movimiento modernista en todo el continente", ya que dio cita no sólo a los nacionales; en ella publicaron, entre otros: Lugones, Rubén Darío, Unamuno, Valle-Inclán, Azorín, Manuel Machado y muchos más.

Por último, sólo mencionaremos los nombres de los poetas reunidos en torno a esta etapa de la poesía mexicana, en la que veremos desfilar figuras de talla incomparable: Manuel José Othón, Francisco González León, Francisco A. de Icaza, Luis G. Urbina, Amado Nervo, José Juan Tablada, Enrique González Martínez, María Enriqueta Camarillo de Pereyra, Rafael López, Alfredo R. Placencia; Efrén Rebolledo y Porfirio Barba Jacob.

En 1910 comienza el crepúsculo del modernismo. De esta época dice Raimundo Lazo:
 

Hay entonces poetas que desde el movimiento modernista reaccionan contra él tratando de proyectarlo a nuevas formas de expresión, quienes presienten un nuevo arte, y quienes, más tarde, tratan de incorporarse a los tanteos en busca de una nueva expresión poética que siguieron a la guerra del año 14, actitudes correspondientes propiamente al siglo XX.
Entre estos poetas están Enrique González Martínez, Ramón López Velarde y José Juan Tablada, poetas que llenaron toda una etapa de la poesía mexicana. De Ramón López Velarde dice Antonio Castro Leal: "Lleva la poesía mexicana a nuevo puerto. En lugar de buscar en las cosas un sentido oculto, vivía la emoción de ellas; en su mundo, el árbol, la fuente y la montaña eran anécdotas, y a la sabiduría del búho prefirió la misericordia de la paloma." López Velarde tiene un lugar único y aparte, y ese lugar es muy alto.

Volviendo a Pedro Requena, los pocos que le dedicaron breves líneas no se ponen de acuerdo con su ubicación; Imbert lo señala entre los que "se fueron a pique en el naufragio modernista". En cambio Dauster lo considera contemporáneo del Ateneo; quizá esto obedece a que la producción de Requena se inicia en 1914, cuando el Ateneo llena la vida intelectual del país, por lo que es imprescindible referirse a él.

En 1909 se funda el Ateneo de la Juventud como una nueva generación literaria, congregada originalmente en la revista Savia Moderna, creada en 1906 por Luis Castillo Ledón y Alfonso Cravioto. El Ateneo fue un estímulo para los jóvenes intelectuales, inquietos y rebeldes ante el estancamiento que se respiraba; para Dauster, esta fue "una de las mayores promociones intelectuales de toda América". El más grande de ellos, Alfonso Reyes, la define así : "Era aquella, sobre todo, una generación de ensayistas, filósofos y humanistas autodidactas." Entre sus miembros figuraron personalidades como Antonio Caso, José Vasconcelos, Carlos González Peña, Manuel M. Ponce y Diego Rivera, entre muchos más.

Los poetas del Ateneo, con Alfonso Reyes a la cabeza, fueron los ya mencionados Luis Castillo Ledón y Alfonso Cravioto, así como Rafael López, quien anteriormente colaboró en la Revista Moderna; Manuel de la Parra, Eduardo Colín, Ricardo Gómez Robelo, Julio Torri y Joaquín Méndez Rivas.

Durante esta época, por una u otra razón se fueron apagando las voces de los grandes poetas; Enrique González Martínez llenaba todo el escenario. De él decía Xavier Villaurrutia en 1928: "Era el dios mayor y casi único de nuestra poesía."

Trazada la ruta literaria paralela a la vida de Requena, diremos que nació en la Ciudad de México el 13 de enero de 1893, estudió en la Escuela Preparatoria y en la de Jurisprudencia, donde obtuvo el título de abogado, y continuó sus estudios en Washington. Posteriormente viajó por Europa y después de una breve temporada en México se fue a radicar junto con su familia a Nueva York, donde murió el 15 de diciembre de 1918.

Conocedor de lenguas y sensible al arte, dedicó la mayor parte de su vida productiva a la traducción de obras; la versión que hiciera al español del Gitanjali le valió el reconocimiento de propios y extraños. Según sus contemporáneos, tenía el empeño de ser el mejor traductor de nuestro idioma. Para verter al español el Gitanjali y darle el valor y significado justos, contó con la ayuda del propio Tagore en las entrevistas que tuvo con él.

Joaquín Méndez Rivas, quien prologó este trabajo, dice:
 

Requena gastó muchas horas en el estudio de los principios de la Teología que dio origen a la obra primordial y aún llegó a escudriñar la dispersa filosofía de los "Upanishads". Conjuntamente, analizó el ritmo, la cadencia, los valores prosódicos y la métrica del bengalí, que es idioma esencialmente eufónico y propicio a la rima.


Desde el inicio de su carrera literaria se dio a conocer como traductor; así, tradujo a franceses, británicos, belgas, alemanes, etcétera, entre los que encontramos los nombres de Seeger, Gibson, Rostand, Peguy y Bourgnol. Sus traducciones aparecieron, desde 1914, en Nueva York en Revista Universal, La prensa y Las Novedades, así como en El Diluvio y Juan Bobo de San Juan de Puerto Rico. En 1918 publicó en Nueva York El cancionero de la Gran Guerra, en tres volúmenes dedicados a Francia, Bélgica, Inglaterra, Alemania y demás países. En México, en 1919, se publicó parcialmente con el nombre de Antología de poetas muertos en la guerra, coedición con Antonio Castro Leal, Cultura, tomo X.

En forma unánime fue reconocido como traductor en México y en Nueva York; así, a cinco años de su muerte, en The Evening Post apareció un artículo que decía: "Como traductor del inglés no ha tenido igual. Poetas como Pombo, quien tradujo a Longfellow, Heredia que tradujo a Byron; literatos como Miguel de Unamuno, que ha traducido algo de Coleridge, parecen pequeños a su lado."

La obra poética de Requena abarca alrededor de sesenta poesías de diversa índole; cuya publicación fue parcial y dispersa en México y en Estados Unidos. La mayoría quedó inédita hasta después de su muerte, en que fueron reunidas en las antologías de Rafael López y José Luis Requena, padre del poeta, en 1921 y 1930, respectivamente.

No obstante la distancia que lo separaba de México, era conocida su labor de traductor y de poeta, y mantuvo relaciones y amistades con los escritores de su época. Con Amado Nervo entabló amistad, después de alternar con él en una sesión literaria en Nueva York. Pero realmente la poesía de Requena despierta interés a partir de su fallecimiento, y lo hace sólo como un destello que durará escasos años.

Dada la situación que atravesaba el país, no fue posible trasladar los restos de Requena sino hasta cuatro años más tarde, y es José Vasconcelos, rector de la Universidad, quien da a conocer el acontecimiento en una nota informativa en la que "invita a los hombres de letras, a los amantes de la poesía, a todos los que creen en la virtud ennoblecedora del canto, para que vayan a solemnizar el suceso desgarrador y misterioso de una vida llena de promesas que súbitamente se trunca, suceso triste como la columna rota, como el fracaso injusto, como la vida misma que es incomprensión y dolor y misterio".

En la misma invitación, al referirse al poeta, Vasconcelos lo señala como "una de sus más indudables promesas de gloria", y califica sus poemas como "llenos de vigor y de belleza, apenas son un presagio de lo que hubiera podido hacer, si la muerte no lo sorprende. Su alma era un chorro lírico inexhausto".

En el acto luctuoso pronunciaron oraciones fúnebres, junto con Vasconcelos, Rafael Heliodoro Valle, Rafael López y Carlos Pellicer, entre otros. Rafael López expresó:

Su obra dejará en los corazones sensibles una impresión semejante a la que produce un ave de la melodiosa familia de los ruiseñores, abatida por la tempestad al pie de la fronda, con multitud de trinos amortajados bajo las alas inertes: las jóvenes alas que todavía ayer persignaban los horizontes patrios con la cruz vagabunda de un rápido, pero glorioso vuelo.

Antonio Castro Leal lo incluyó en su famosa antología Las cien mejores poesías mexicanas modernas (1939), así como en La poesía mexicana moderna (1953). En la primera dice de él: "[Su] asombrosa facilidad escondía un espíritu fino que se maduraba rápidamente", y en la segunda: "Murió prematuramente, antes de que se templara su abundancia, de que se resistiera su facilidad. Su obra ofrece la melancólica visión de un torso roto."

Aparece también en diversas antologías de la poesía mexicana como la de Velázquez, la de Salvador Novo, la de Dauster y las mencionadas de Castro Leal, con el soneto "Dorada juventud".

Como mencionamos, José Luis Requena se dio a la tarea de recopilar en un tomo la obra completa de su hijo, haciendo la selección en la forma como la estaba preparando el propio autor para su publicación. Así, encontramos las siguientes divisiones: La alegoría del águila, Rústicas, Anacreónticas, Idilios, Preludios, Nostalgias, Madrigales, Rondeles, Villancicos, Arabescos, y otras.

Los temas de su poesía son varios y vastos; en la parte denominada Rústicas hay, ante todo, un reconocimiento de su residencia en la tierra, como el de Neruda, pero la tierra de Requena es la de los campos, la eternamente fecunda, pródiga y siempre renovada; conmueve la frescura con la que canta su amor por la vida, por el hombre, por la tierra y por el sol que dora su piel. La naturaleza le sirve de marco para desbordar su lirismo; lirismo auténtico, manejado con técnica impecable: para el logro de sus versos aprovecha la estructura clásica y los recursos del modernismo:
 

jamás fue más brillante la piel de la pantera
ni fueron más aéreas las blancas mariposas


No escamotea el uso de la sinestesia, del cromatismo ni de las metáforas para expresar todo cuanto inunda su alma lírica, para devolverlo en versos pulidos, en los que el ritmo y la musicalidad son una cualidad que corre en toda su poesía, para regalarnos el goce de los sentidos en versos donde apresa la exuberancia de la misma naturaleza:
 

Y en los gritos estridentes de los troncos,
en el lúgubre chirrido de las ruecas,
de los cierzos en los largos ayes roncos
y en las voces de las mustias hojas secas...


En esta misma naturaleza, manifiesta la comunión del hombre con la tierra y el disfrute sensorial que se cumple en el prodigio de esa naturaleza, que es también seductora y sensual; el poeta no la observa como algo estático, la siente en su justa medida de eterna gestación de vida con la que el hombre es incapaz de competir
y, así, dice:
 

y la misma ola erótica que cubre
las ramas de los árboles ubérrimas,
avasalla la mente de los hombres
y a través de los mundos se dispersa...


A su lirismo no escapa el verso místico, como diálogo espiritual que le produjeron su traducción del Gitanjali y su relación con Tagore, porque no es un misticismo a lo cristiano; su devoción por la muerte como puerta a una vida de realización la encuentra a la manera oriental:
 

Y mis brazos se extienden hacia el fin
de la ruta,
por buscar otros brazos más allá del nirvana,
y se asoma a mi espíritu una noche absoluta
a través de mis ojos como de una ventana...


Para el poeta todo es un ciclo de renovación en el que se difuminan el principio y el fin; así, tierra y hombre son una misma materia: polvo, pero no polvo fallido, sino el polvo que generoso nos regala la inmortalidad en la incesante rueca del devenir, en el que sólo somos tránsito y mediación de lo que fue y de lo que será, condición que no nos empequeñece;
al contrario, es la victoria de nuestra eternidad.

A partir de sus "Rimas paganas" hay un cambio de tono; ahora el poeta se muestra seguro y no canta a la sensualidad de la tierra; la vive, se regocija en los placeres que el mundo le ofrece al vigor de su juventud, de suerte que el yo lírico se manifiesta en una potente alegría juvenil y da paso a la presencia del motor que la aviva: la mujer como rico vino que se renueva en las ánforas de Pedro Requena, ánforas que se llenan y vacían en el cíclico goce sensual, sensualidad que no se detiene en el beso casto y la caricia soñada; la sensualidad es erotismo lascivo que se convierte en el poeta en fuente de sabiduría:
 

[...] para fuego de sapiencia las caricias
de una dama,
para sed de erudiciones una copa de
cristal!...

[...] pues magníficos maestros, tan
amenos cuanto sabios
son un vaso de buen Chipre y unos labios
de mujer!


Los clásicos y la mitología, como muestra de su vasta cultura, le sirven de pretexto y marco para divinizar lo que en la juventud es divino: el goce de los sentidos. En su poesía no faltan el cisne, el orientalismo y las palabras lujosas del modernismo; no obstante, también descubre su herencia romántica en versos que nos recuerdan a Manuel Acuña.

Aunque mostró preferencia por el cuarteto clásico, es en el soneto donde encontramos dominio y seguridad, y si se acercó al umbral de la posteridad fue gracias a uno de ellos, "Dorada juventud", en el que se sintetizan los elementos que rigieron su obra y su pensamiento.

Requena murió en el tránsito de la liquidación del modernismo y de la ruptura que traería el advenimiento del estridentismo y del grupo de los Contemporáneos, que ya no le tocó vivir. Nadie dudó en calificarlo de una gloriosa promesa por su muerte prematura; pero no fue promesa, porque en él se cumplieron el vigor y la fuerza de su lirismo juvenil, en el que la forma no se le resistió.

A cien años de su nacimiento nos preguntamos la causa de su olvido, y tratamos de saber dónde quedaron las palabras que Carlos Pellicer pronunciara en su funeral: "Indudablemente la juventud de México ha perdido en él a su poeta mejor." En 1920, René Borgia expresó: "¿En dónde está la corona de laurel, la consagración definitiva de este joven? –dirán muchos impacientes. La hora no ha llegado todavía."

Habiendo cumplido la condena del olvido durante largos setenta y cinco años, ha llegado la hora de revocar el veredicto a la poesía de Pedro Requena y abrir las puertas no a una promesa fallida sino a una juventud cumplida y madurada en la poesía.