Ojarasca 45  enero 2001

oja-profetas


Las reservas indias de Colombia,

botín de las guerras cruzadas

Blanche Petrich


Los líderes espirituales de los curripacos y puinawes, en la Amazonia colombiana, o de los sionas y kofanes de la Orinoquia, realizan rituales de protección cuando sus pueblos están a punto de huir silenciosamente por las vías fluviales o las veredas de la selva. Con magia e invocaciones procuran que las balas no hagan daño a su gente o que los caminos se cierren tras sus pasos, haciéndolos inalcanzables para los enemigos. Con plantas sagradas inducen visiones o sueños que les revelan y anticipan nuevas amenazas.

Durante siglos estas protecciones y conjuros funcionaron. Formaron parte de su cultura de resistencia a la colonización, al despojo y al sometimiento de conquistadores, misioneros, hacendados, gambusinos, madereros, esmeralderos, mineros, petroleros, multinacionales de toda laya y saqueadores diversos. Pero la magnitud e intensidad que ha adquirido la violencia colombiana en las dos últimas décadas parece arrasar con esos antiguos métodos de defensa. No existen, entre los anales de estas ancestrales culturas, ni fórmulas ni pócimas capaces de detener los embates de las guerras cruzadas que han arremetido contra sus territorios y que han convertido sus reservas o "resguardos" en botines de cruentas batallas que se libran con la más alta tecnología y el mejor armamento del mercado. Menos aun en los umbrales del salto definitivo a la internacionalización de las guerras colombianas, que eso es, y no otra cosa, el Plan Colombia de Estados Unidos.

Por su gravedad y sus implicaciones, las guerras colombianas son consideradas, por estrategas y analistas de todo el mundo, tema de importancia capital. Son objeto de estudios, libros, conferencias internacionales e innumerables páginas web el tema de los narcocultivos y su posible sustitución, el de los procesos de diálogo con las fuerzas rebeldes y el de las rutas de la cocaína y el reacomodo de los influyentísimos cárteles colombianos o bien el de las implicaciones geopolíticas del Plan Colombia.

Pero poco o nada se habla del componente indio del conflicto, los pueblos indios como víctimas invisibles y baratas en las pugnas que libran los otros.

Armando Balbuena, dirigente kofán de la Organización Nacional de Pueblos Indios, manifiesta su incredulidad por la insensibilidad, no sólo del mundo sino de los propios colombianos, ante el drama del exterminio de los pueblos autóctonos.

En el segundo informe de la Organización de Pueblos Indígenas de la Amazonia Colombiana (OPIAC) y la Asociación Latinoamericana para los Derechos Humanos (Aldhu), emitido en octubre del 2000, se denuncia que los espacios geográficos de los pueblos indígenas de ese país, frágilmente protegidos por una legislación de papel mojado, se han convertido en un objetivo estratégico para todos los actores armados: militares y paramilitares, cárteles del narcotráfico y bandas de las distintas modalidades de contrabando que florecen en esas regiones, guerrillas y contraguerrillas y de manera notable, asesores del Pentágono, dispuestos a tomar los hilos de la nueva gran batalla del siglo.

La insaciable sed de droga del mundo "del norte" creó la presión suficiente para la expansión de narcoplantaciones --coca, amapola y marihuana-- en vastas zonas del país, especialmente en regiones campesinas e indígenas. En los últimos años, la extensión de áreas cultivadas con plantaciones de droga se duplicó y supera a la fecha las 100 mil hectáreas. Estas plantaciones y sus fantásticas ganancias son, en consecuencia, escenario de encarnizadas batallas y disputas entre cárteles y fuerzas de seguridad pública.

Al mismo tiempo, los territorios indios y sus sociedades marginadas fueron campo fértil para la proliferación de organizaciones guerrilleras. Solamente las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), con una historia de casi 40 años a cuestas, cuentan en áreas indígenas con 23 de sus más de 40 frentes de guerra. Y como donde hay guerrilla se han creado fuerzas paramilitares, desde mediados de los ochenta opera similar número de frentes de las llamadas "autodefensas", vinculadas sobretodo a cárteles de narcotraficantes y que funcionan como grupos de protección privada de ganaderos, comerciantes y terratenientes o como "suplentes" y contrapartes del propio ejército.

Estos no son los únicos actores. Donde hay militares y policías, narcotraficantes, guerrilleros y paramilitares hay armas, contrabando y una prolija cauda de la llamada delincuencia común que deja tras sí su generosa aportación de sangre.
 

Pueblos en extinción
De esta forma, la violencia desatada por el choque de todas estas fuerzas representa, según denuncia el documento citado, la marcha de un proceso que ya ha hecho desaparecer pueblos enteros y que ejerce presión constante sobre formas de organización social, económica y religiosa tradicionales. Un simple vistazo a las estadísticas ilustra esta situación.

De los 38 millones de habitantes con que cuenta Colombia, 700 mil (1.7 por ciento) pertenecen a alguno de los 84 pueblos indios del país. Estos hablan 64 idiomas distintos y están distribuidos en 190 municipios de 27 departamentos (en total hay 32 departamentos) que abarcan desde las zonas selváticas hasta los altos de la región andina, los llanos y las costas del Pacífico y el Caribe.

Según las reformas constitucionales referentes a los pueblos indios, cuya aplicación data de hace 20 años, en Colombia existen 429 resguardos y 17 reservas que constituyen los territorios indios. Estos resguardos y otras formas de propiedad comunal ocupan aproximadamente 28 millones de hectáreas. El 90 por ciento de esta superficie de propiedad indígena se concentra en las cuencas del Amazonas y el Orinoco (departamentos de Amazonas, Caquetá, Guainía, Guaviare y Meta en las selvas bajas y Putumayo, Vapués y Vichada). Otras entidades con concentraciones indias significativas son Cauca, Chocó, Antioquía, Norte de Santander y la Guajira. Todas estas zonas, sin excepción, aparecen en los mapas de alto riesgo de violencia, ya sea que se hable de drogas, guerrilla o contrainsurgencia.

Según los mapas y documentos del informe, 42 pueblos se ubican en las zonas donde se producen los combates más cruentos. De éstos hay pueblos que ya no cuentan con más de 100 individuos, como ocurre con los bara, los chiricoa, los dujos del Caguán, los macaguajes, los pisamiras, los taiwanos (¡sólo quedan 19!) y los yaunas (¡apenas 20!).

El CODHES considera como grupos en alto riesgo de extinción a los achaguas y sukuanis, en el Meta; a los amorrúas, coreguajes, emberas, pawes y wititos en Caquetá; los wayuu y andokes, chimilas y arhuacos en Magdalena y Guajira; baras, barasanas, cabiyaris, tatuyos, taiwanos, piratapuyos, macunas, yuritis y carapanas en Vaupés; chiricoas y macaguajes en Arauca; yanacaona, waunana y coconucos en Cauca y cuaikier en Nariño.

Otros, en Putumayo, el departamento más conflictivo del país, marcado con un alfiler como el plan piloto del proyecto estadunidense, donde se concentra la mitad de las plantaciones de coca, donde combaten palmo a palmo las FARC y las Autodefensas Unidas de Colombia y donde el ejército simplemente contempla el panorama detrás de los altos muros de sus cuarteles, están en riesgo, ya mermados y disminuidos, los siguientes pueblos: inga, kamsa, kofan, siona y witoto. Otros dos han desaparecido: coreguajes y embera katio fueron objeto desde 1996 de una represión sistemática por parte de los grupos en conflicto. Después de varias masacres, el resto de estos pueblos emigró a Ecuador. Ninguno permaneció en Colombia.

En estos casos, el "alto riesgo" está determinado por el número de habitantes de cada pueblo y por su ubicación en las regiones de mayor violencia.

oja-indumetPutumayo,
un laboratorio para el Pentágono

En la perspectiva del Plan Colombia y sus proyectos de erradicación de narcocultivos de manera intensiva, unilateral, forzosa y cortoplacista, los primeros objetivos se ubican precisamente en zonas indígenas. Es el caso, por ejemplo, del Putumayo. Selvático y fronterizo con Ecuador, es uno de los departamentos más empobrecidos del país. Gran paradoja del mayor productor de cocaína en el mundo.

Ahí se ubica la mitad de las plantaciones de coca del país, en una extensión de 60 mil hectáreas. Pero su producción no se limita a la hoja. Con millares de pequeños laboratorios clandestinos instalados en recodos de la selva y veredas (pequeños caseríos campesinos sin comunicación por carretera) es también un importante consumidor de los productos químicos que se utilizan en el procesamiento de la hoja ya que también es el principal productor de la más pura cocaína.

Después de los grandes golpes contra los legendarios cárteles de Medellín y Cali, las estructuras del narcotráfico se atomizaron y se ampararon detrás de millares de pequeños negocios que con la mayor diversidad de fachadas se vinculan a la compra de coca, la fabricación de pasta básica, la refinación de "la reina blanca" y su distribución.

Adicionalmente, las exitosas erradicaciones en Perú y Bolivia empujaron los cultivos de coca a territorio colombiano. Esta zona, con algunas superficies de selva virgen, ha convocado en la última década a todo tipo de "pequeños empresarios", aventureros, campesinos "raspachines" e intermediarios "chichipatos".

En su libro La cola del lagarto, el investigador Alonso Salazar advierte que el narcotráfico colombiano se ha "descartelizado, diversificado y mimetizado". Y como la caza del "gran capo" es imposible en estas condiciones, los asesores militares estadunidenses, que suman ya 600 en distintos cuarteles del país, se disponen, por decirlo de alguna forma, a cazar a toda la parvada arrasando el bosque entero.

Putumayo cuenta con cinco zonas de sionas, kamsas, kofanes, paez y cinco pueblos más. En total, 17 mil indígenas cautivos en la red de intereses opuestos de las dos fuerzas armadas irregulares de mayor implantación, las farc y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), divididas en el Bloque Llanero y el Bloque Sur. La AUC realiza desde 1996 acciones sistemáticas en los centros urbanos y puertos fluviales y cuenta ya con enclaves en Puerto Asís y La Hormiga, practicamente a la sombra de los muros de los cuarteles de militares y policías.

En su afán de disputarle base social y abastecedores de coca a la guerrilla, los paramilitares recurren a la amenaza, la coacción y, de fallar ambas, a las masacres. Destaca por su dimensión la conocida matanza de El Tigre, perpetrada en noviembre de 1999. En una serie de operaciones en las que según se reporta participaron 120 paras, fueron ejecutados a manera de ejemplo para el resto de la población 54 campesinos.

A fines de 1997 y hasta el año 2000, periodo en el cual las FARC llegaron a registrar hasta 60 frentes militares en todo el territorio nacional, organizaciones indígenas hicieron llegar a grupos de derechos humanos la denuncia de que esta fuerza guerrillera, fuertemente arraigada en zonas rurales, había echado a andar una estrategia de reclutamiento entre jóvenes indígenas de los departamentos de Caquetá, Guainía, Putumayo, Vaupés y Vichada. Se decía que el objetivo era contar con entre 2 mil y 3 mil nuevos milicianos que fueran profundos conocedores de la selva, cultural y físicamente adaptados a las condiciones ambientales de la zona.

En efecto, durante las incursiones de las farc en Mitú y Puerto Inírida, departamentos de Vaupés y Guainía, en 1999, se pudo constatar que la mayoría de los combatientes eran indios. En el Putumayo los corredores estratégicos de la guerrilla atraviesan de norte a sur el departamento y controlan además el río.

Atrapados entre estos fuegos múltiples, comunidades enteras se han desplazado y desarraigado. Unos marchan hacia Ecuador, otros hacia los centros urbanos de la Amazonia y hasta Bogotá. En todos los casos, la huida es una puerta abierta a la dependencia de organizaciones de asistencia a refugiados o a la mendicidad.

Pero si las disputas entre comerciantes de droga y los choques entre la guerrilla y los paramilitares ponen en riesgo la sobrevivencia de los indios en el Putumayo, el Plan Colombia representa el tiro de gracia.

El proyecto, aprobado por el Congreso en Washington y aceptado contra viento y marea por el presidente Andrés Pastrana, pretende como primer paso erradicar las 60 mil hectáreas de coca en el Putumayo en un plazo de diez meses. (En seis años esperan haber acabado con todas las plantaciones de estupefacientes de Colombia). La presión de un proyecto de este tipo viene a echar por tierra los incipientes esfuerzos de los gobernantes locales por consolidar proyectos de erradicación voluntaria y sustitución de cultivos concertados con los campesinos y sus organizaciones y mediante acuerdos con las FARC y las AUC. Claro, un proceso de este tipo tomaría, según los expertos, más de dos años y tendría un costo quizá el doble que el propio Plan Colombia. Y todo esto está far out de la visión estadunidense. Y el gobierno en Bogotá se muestra escéptico, moroso y tacaño frente a la alternativa social. Después de todo, Washington exige resultados. Y Washington deposita los cheques.

Hay algo aun peor: el fusarium oxysporum. Por décadas los gobiernos han usado la guerra química contra las plantaciones de droga sin éxitos contables, aunque sí publicitarios. Pero esta vez el Pentágono está decidido a ir más allá y ensayar precisamente en el Putumayo la guerra bacteriológica. Es parte integral del Plan Colombia.

Un informe del Ministerio de Medio Ambiente reconocía recientemente que este hongo fusarium ataca la salud humana causando alteraciones de piel (queratitis, oncomicosis y micetomas) y artritis, con una alta incidencia de mortandad. Provoca también marchitamiento vascular de plantaciones de banano, café, algodón, maíz y otros. Y es fácilmente transmisible en cualquier ecosistema.

La Amazonia es el bosque tropical más grande y rico del planeta. Es húmedo y cálido, favorable para la reproducción en masa de cualquier hongo introducido. El Putumayo es una puerta de entrada a ese paraíso terrenal. Saque usted sus conclusiones.

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