Jornada Semanal, 14 de enero del 2001 

Poetas de distintos lais
 
 

Nuestro rusófilo de cabecera, Jorge Bustamante, nos entrega una nota preliminar y la traducción de cuatro poemas de Maximilian Voloshin, escritor, personaje y hombre bueno “en el buen sentido de la palabra”. Marina Tsvietáieva afirmaba que la casa de Voloshin en Koktebel era “uno de los mejores sitios de la tierra”. En ella cabía todo menos la intolerancia y su dueño “era un ser neutral, pero no indiferente que rechazaba todas las formas del terror”. Publicamos también dos poemas del catalán Rodolfo Häsler, voz marginal de la actual poesía española que, lejos del canon académico o mercantil, se afirma día con día, poema tras poema.
 
 

Cuatro poemas

Maximilian Voloshin

Maximilian Voloshin (1877-1932) fue un simbolista venido a menos que se convirtió inesperadamente en un gran poeta durante la revolución. De barba canosa y cabello abundante, rostro transparente y amable como el de un abuelo de las nieves, fue “una suerte de Santa Claus de la poesía rusa de su tiempo”, según la ocurrente opinión de Evgueni Evtuchenko. Su casa en la isla de Koktebel, en Crimea, fue refugio para todos en plena guerra civil: cuando se imponían los blancos salvaba a los rojos, y cuando triunfaban los rojos salvaba a los blancos. Era un ser neutral, pero no indiferente: rechazaba el terror que ejercían unos y otros. Lo frecuentaban también los escritores: Bulgakov, Ehrenburg, Balmont, Zamiatin, Osip Mandelstam, Marina Tsvietáieva, quien llegó a afirmar que la casa de Voloshin en Koktebel era “uno de los mejores sitios de la tierra”, el “lugar de mi alma en donde, en 1911, pasé el año más feliz de mi vida”. En 1932, a la muerte del poeta, Tsvietáieva escribió en una carta a una amiga: “A Voloshin le debo el haberme descubierto a mí misma, por primera vez, como poeta.”

Viajero infatigable durante más de dos décadas, amante de la poesía francesa, estudioso de su estructura y de su métrica, lector permanente de la prosa de Flaubert, polígrafo autodidacta de curiosidad sutil e insaciable a la manera de Sologub, Briúsov, Viacheslav Ivánov y Velemir Jlébnikov, Voloshin escribió poemas preciosistas sobre las ciudades en las que vivió (Venecia y París, entre otras), pero su escritura no fue ajena a las palpitaciones de la Rusia que se debatía en medio de la guerra civil, el hambre y la revolución: “La noche cada día se entumece/ lívida, salvaje y sordamente./ La vida en el viento fétido se apaga/ sin ayuda, sin gritos, sin palabras./ Es turbia la suerte del poeta ruso:/ el destino arcano condujo/ a Pushkin a los azares de un duelo/ y a Dostoievski al cadalso”, escribió en un hermoso poema dedicado a la memoria de sus colegas Alexandr Blok y Nikolái Gumiliov. Entre sus libros, publicados en vida del poeta, destacan Los años de viaje (1910), Altares en el desierto (1910), Anno Mundi Ardentis (1915) y Los demonios sordomudos (1919). Fue un escritor de una clarividencia excepcional, que cuenta con un lugar y un peso específico propios en la tabla periódica de la poesía rusa del siglo XX.

Jorge Bustamante García


 
 


Arriba: Ekorroca de Eko


         Venecia
 
 
 

Venecia es un cuento. Los viejos edificios
Lucen nacarinos en los reflejos de la bruma.
En todo se sospecha la infinita tristeza,
La marchitez de los tonos otoñales de Tiziano.
 
 
 
 
 
 
 

Poema



Engáñate del todo, para siempre...
Para no recordar, para no saber cuándo y por qué...
Para, sin pensar, creer libremente en el engaño...
Para ir tras alguien al azar en la oscuridad...
Y no saber quién vino, quién me vendó los ojos,
Quién me guía por intrincados mundos misteriosos,
De quién es el aliento que arde en las mejillas,
Ni quién me aprieta fuerte la mano entre su mano...
Que los que despierten, vean sólo noche y bruma...
Engáñate y cree tú mismo en el engaño.
 


 
París en la lluvia
 
 

París en la lluvia florece
En un tono gris...
Murmura, se embriaga
De narcótica humedad.

Por las ventanas bailando
Cada vez más apuradas,
Riendo y alborozando,
Ondulan las grises hadas...

Miles de dedos jalan
Los hilos de seda gris
Y las agujas rozan
Deprisa los bastidores.

En la laca azulada
Los reflejos se dispersan...
En la oscuridad veloz
Sus semblantes se enturbian.

Cuántos ojitos disímiles
Flotan en la confusión
Y besan a los caminantes
Mientras acarician la hierba...

En la pila de los tesoros,
Desbordados sobre las piedras,
Los hocicos de los magos miran
Desde lo alto de Notre Dame.
                                                                            1904
 

Terror
Nos reuníamos en las noches. Leíamos
        Informes, certificados, expedientes,
Aprisa firmábamos sentencias,
        Bebíamos vino. Bostezábamos.

Temprano dábamos vodka a los soldados.
        En las tardes, sin luz,
Pasábamos lista a hombres y mujeres
        Y al patio los echábamos.

Les quitábamos sus ropas, sus zapatos,
        En bultos los atábamos,
Cargábamos un carro. Conducíamos.
        Anillos y relojes repartíamos.

Los acorralábamos a culatazos,
        Con linternas alumbrábamos,
Hacíamos tronar las metrallas,
        A bayoneta terminábamos.

Los enterrábamos aún moribundos,
        Rápido de tierra los cubríamos
Y a casa luego regresábamos
        Cantando una larga canción.

Y al alba a ese lugar conducíamos
        A las esposas, los hijos, las madres:
Excavaban la tierra, roían los huesos,
Besaban la sangre querida.


26 de abril de 1921, Sinferópol



Versiones de Jorge Bustamante García

 
Dos poemas
Rodolfo Häsler

 
El poeta en Tánger
 
 

Todo aquel que estudia poesía
anuda en primer lugar la esquina de su turbante,
solitario y azul en torno a la cabeza.
Lo que dice quiere ser diáfano, en palabras cíclicas
que nunca aclaran el enigma, quizá por culpa de la luz
o de tanta desesperación que aflora en ávido tacto.

El signo caritativo del pez o de la flor,
seres escasamente humanos en una línea que no pretende
el arabesco, sí la libertad presente en la escritura.
Las formas se diluyen por las cuestas de la ciudad,
en la pincelada arenosa de muchas de sus calles,
por haber transitado siempre el camino intacto.

El inquilino
 

a Paul Bowles


Sonaba en la calle una grabación de la cofradía gnaua
en un charco turbulento
y el inquilino se despertó confuso,
con profunda sensación de desamparo.
Paseó la vista por la habitación en penumbra
y advirtió que aún faltaba hasta que le sirvieran
su acostumbrada infusión de especias,
y con el corazón fúnebre de una rosa
me confesó que se durmió vestido.
Le dije que yo también me despertaba
con sabor a arena en la boca
y que nunca había asistido a una ceremonia secreta
de ñáñigos en Cuba. Él sí.

El día había comenzado con signo favorable
y de nuevo se escuchó la música en la calle,
un grito de mujer, y las palabras dejaron de contar
para ser dulce deleite del idioma
en el bochorno salobre de la tarde.

Una historia

W.S. Merwin

Siempre en alguna parte de la historia
que hasta el día de hoy pensábamos
que era nuestra historia quien
quiera que fuésemos entonces
teníamos que salir a vagar en
la verde espesura del bosque
hasta alcanzar el final
del mundo y más allá más viejos
que nada quien quiera
que fuésemos podíamos recordar
y encontrar allí que eso no era
nada distinto de la historia

en cualquier otro lugar del bosque
y ser incapaces de afirmar
mientras durara la historia
si las fieras voces
lo mismo lejanas que bajo
los pies los ojos mirando desde
su instante que encierra la historia
como un suspiro las sombras
ofreciendo sus flores abiertas
y el escalofrío que saltaba desde su
órbita a través del cabello de la nuca
como una luz en el bosque

sabían la historia no contada
todo el tiempo y estaban esperando
en el lugar preciso mientras llegaba
el momento para que quien quiera
que fuésemos fuéramos guiados al fin
por las trampas de la ignorancia
a través del bosque y enfrentados
cara a cara por vez primera
reconociéndolas sin nombres
y sobreviviendo otra vez
atrapando algo vivo de la historia
para llevar a casa

pero todo lo que salió del bosque
formaba parte de la historia
todo lo que murió en el camino
o tuvo un nombre pero resultaba
ya irreconocible incluso
lo que se desvaneció de la historia
finalmente día tras día
se estaba convirtiendo en la historia
de tal forma que cuando ya no haya
historia esa será nuestra
historia y cuando ya no haya
bosque ese será nuestro bosque

 

                               Traducción de Alberto Blanco