Jornada Semanal,  7 de enero del 2001
 
 
 
ANTESALA 
 
 
 
 
De la Edad de la Inocencia a la Edad Media. La primera vez que fui a jugar basquetbol a Los Viveros, apenas si me fijé en una larga franja de lo que me pareció zona de juegos infantiles. Las canchas de basquet estaban desiertas, y mientras hacía tiros a la canasta y afinaba ciertos movimientos, me pareció que del otro lado de la malla, tras el seto reseco que dividía las canchas de los juegos infantiles, se encontraban dos o tres hombres sin camiseta y exhibiendo ostentosamente sus músculos. Pensé en un desconocido síntoma pedófilo, que llevaba a estos hombres, seguramente gays, a realizar ejercicios en y con aparatos infantiles de juego. Como estaba un poco nervioso por ser la primera vez que asistía a un territorio desconocido, al grito basurtiano de cada quien su vida me alejé sin ver fijamente a los degenerados tras media hora de practicar en la canasta más alejada de todas y de todos. Debo decir que cuando uno se dirige a las canchas, cruza la primera parte de la zona de juegos, donde efectivamente están los clásicos aparatos que suele haber: los columpios en color rosita, esa especie de paralelas rojas con barrotes de donde se cuelgan los mayorcitos como si fueran simios, el juego de cuatro subibajas en verde, blanco, azul y rosa, una resbaladilla pintada de azul cielo... Hasta allí todo va bien, pero la segunda vez que fui, descubrí un artefacto extraño: una barril de fierro anaranjado, descascarado y brilloso en la zona central, soldado en ambos extremos a una especie de muletas sin protector. De pronto me di cuenta que era la versión primigenia de las ahora computarizadas (y con televisor integrado) caminadoras donde las señoras ricas hacen sus ejercicios mientras ven su programa de cocina y hablan por teléfono con la comadre. Entonces seguí viendo los otros aparatos, los cuales estaban pintados también con los mismos colores que los primeros; era fascinante: había una resbaladilla que tenía cuatro veces el ancho de una normal, estaba lisa y brillante como si fuera de plata, y no había escalones para subir, sino cuadros desparejos que dificultaban a propósito la ascensión... 

El jardín de los aperos que se bifurcan. A partir de ahí los aparatos empiezan a convertirse en extraños pertrechos y avíos cuya utilidad parece más y más misteriosa. Planchas con tubos tiradas en el piso, unas más inclinadas que otras; curiosas mesitas con asientos buenas para un kinder o un club de enanos por su escaso alzado del piso; la estructura de un columpio pero con una altitud tres veces mayor, del cual cuelgan, en lugar de asientos para mecerse, cuerdas, cadenas, tubos, argollas olímpicas. A los lados le crecen barras a diferentes alturas, escaleras que empiezan al nivel de los brazos de un adulto y se remontan hacia lo alto, un caballo olímpico, de nuevo, en su estructura elemental; barras paralelas de diferentes tallas y diversos largos. De pronto, del suelo brotan pequeñas agarraderas pintadas de colores infantiles, si los hay... Poco a poco llegan o ya están por ahí los fortachones niños que ya han descifrado algunos de los usos y costumbres de esa sección para nada infantil. Cada quien efectúa algún ejercicio en algún aparato; después descansa, se da una o dos vueltas, respira profundamente y regresa a realizar otra serie en el mismo aparato o se dirige a otro para utilizar otros músculos. Aquí hay de todo, excepto pesas, para hacer ejercicio y alborotar el músculo. Nadie cobra, nadie paga, nadie enseña, nadie levanta la voz. Estas son las reglas no escritas. Si quieres hacer ejercicio, observa. Llegan mujeres con medidores de biorritmos e interioridades, conectados al antebrazo. También aparece un ser de cuerpo raquítico y pelo gris: la primera vez que lo vi colgándose auténticamente como un pequeño mono, balanceándose y rodando en los anillos olímpicos, pensé que el lugar había entrado en una extraña decadencia. No me explicaba cómo los mamucas que lo rodeaban no lo agarraban a golpes y lo echaban de allí para que nunca más volviera. Después me di cuenta de que era un autista que venía junto con un grupo de artistas de la disfunción que asiste regularmente al lugar. Otro día, jugué basquetbol con otro “sabio idiota”, como les llama Oliver Sacks, que parecía Tarzán: rubio, de pelo enrulado debajo de los hombros y un cuerpo impresionante. Retaron para jugar tercias Tarzán, un primo o hermano suyo, normal si los hay, y el Monito, que no sabía qué hacer con la pelota cada vez que se la daban. Gracias a eso les ganamos. Tarzán le daba reiteradamente la bola al Monito y nosotros de inmediato le caíamos encima con los brazos extendidos y manoteándole en la cara hasta que soltaba el balón en nuestras manos de puro susto. Por ello es que resultan buenos los juegos gregarios; lo prueban a uno; le muestran claramente hasta dónde se es capaz de llegar por obtener una victoria. Yo mismo he caído en abismos de ignominia que reservaba para mejores ocasiones. Aunque uno hable del famoso espíritu olímpico, no hay nada como la victoria. El único, el verdadero secreto de la competencia es saber perder con clase, sonreír convincentemente, incluso felicitar con calor a quien nos ha vencido, aunque por dentro sólo se piensen improperios y maldiciones bíblicas. “Lo importante no es ganar sino competir.” Bah. Nada se parece a la victoria. Amén. (Continuará.) 
 
 

CarlosGarcía-Tort
 
 
 
 
 
 
 
    LA CIUDADANIZACIÓN DE SAN GORDIANO 
     

    Los gordianenses han organizado comités ciudadanos para la defensa de la salud moral y de las buenas costumbres. La risueña población (nunca entendí muy bien por qué eran risueñas las poblaciones de pequeño formato) ya tiene quien vele por sus familias poniéndolas a salvo de los degenerados que se disfrazan de artistas y de los diseminadores de ideas exóticas que atentan contra la idiosincrasia y los valores tradicionales de la fe y la decencia. 

    Esos comités escogerán las pinturas para las exposiciones, leerán las obras de teatro que quieran ponerse en escena y estarán muy pendientes de las películas que lleguen a los tres cines de la ciudad. Sobre esto, algunos gordianenses recordaban experiencias pasadas. La maestras Pitaluga y Rosado, educadoras de los hijos de las familias decentes, y el padre Mendieta y Lelo de Larrea, tenían muy presente lo sucedido cuando llegó a la Atenas de los llanos la terrible película Lolita, tan repleta de inmoralidades. Todo el mundo sabe que se basaba en la novela de un comunista ruso decidido a destruir los valores familiares. En la película pasaban (no nos atrevimos a verla, pero el padre Mendieta hizo un análisis de esas porquerías) cosas espantosas: se usaban condones, abortaban las señoras y las solteras, salían homosexuales vestidos de mujer y dedicados a pervertir a la juventud y todos los que actuaban hacían burlas de la religión verdadera y de las costumbres decentes. Las señoritas Pitaluga y Rosado y el señor cura Mendieta organizaron grupos de militantes de las agrupaciones católicas y los colocaron en la puerta de los cines para que, con buenas maneras y discurso persuasivo, evitaran que la juventud (la película, claro, pasaba del C3 y llegaba al fuera de clasificación por indecente) entrara a la sala para poner en peligro su virtud. Cumplieron su tarea con santa eficacia, pero tuvieron que enfrentar algunas cosas muy bochornosas. El padre Mendieta recordaba uno de esos momentos desagradables: la señorita Paniagua y Bolio, jovencita de muy buena familia, llegó sola al cine, compró su boleto y, muy oronda, se dirigió hacia la sala. El virtuoso presbítero multicitado, la señora Monteleón de la Breña, don Miguelito Picaflor y las señoritas Entrambasaguas, la detuvieron e intentaron advertirle que su ingreso a ese lugar diabólico pondría en peligro su alma. La niña Paniagua y Bolio (recordemos que su papá es dueño de la Librería del Sagrado Corazón y jerarca de la Unión de Padres de Familia) escuchó con una sonrisilla cínica los buenos argumentos de los defensores de la decencia y, de repente, soltó la siguiente barbaridad: “Pues yo creo que sí puedo entrar porque yo soy puta.” Se hizo un silencio embarazoso que la perversa jovencita aprovechó para romper el cerco y entrar a la sala con un cinismo terrible. Esto pasó hace muchos años. Figúrense lo que podría pasar ahora que las costumbres están cada día más relajadas y la juventud anda tan desorientada (algunos y algunas están peor que los personajes de aquella película moralizante que se llamaba El alucinante mundo de los hippies) y tan proclive a las drogas y a la promiscuidad. 

    Andan los dizque artistas tan soliviantados con eso de la libertad de expresión que se permiten no sólo atentar en contra de la modestia sino de los valores religiosos y de las buenas costumbres. En el teatro hay un relajamiento de la moral y los temas escabrosos y perversos son los únicos que les interesan a los dizque dramaturgos. Todos añoramos los buenos tiempos de la carpa Talita y del teatro de los padres salesianos que, por aquello de “entre santa y santo pared de cal y canto”, evitaban la presencia de mujeres en el escenario (nos dicen que los japoneses tienen también esa precaución). Las obras mostraban buenos ejemplos morales y en ellas siempre la virtud triunfaba sobre el vicio y la maldad. Ahí estaban El divino impaciente, Lodo y armiño, El signo de la cruz, La herida luminosa, Genoveva de Bravante y unas comedias muy sanas y divertidas. La misma televisión ha descuidado un poco la vigilancia de la decencia en sus programas cómicos y en algunas telenovelas (hasta la virtuosa señora Lucero se anda dando besotes y revolcones en una que pasa en horas peligrosas para la infancia) y el cine ya perdió la vergüenza por completo. En las librerías venden (afortunadamente a precios que están fuera del alcance de las clases populares) novelas de temas inmorales, de palabrotas y de malos consejos. Ya no se declaman en las tertulias y estrados (para más datos ya ni hay tertulias y los estrados han desaparecido) poemas moralizantes como el del gladiador cristiano, el del seminarista de los ojos negros, la chacha Micaila, por qué me quité el vicio, la caída de las hojas o el del Cristo de mi cabecera. En su lugar han aparecido esos dizque poemas que, para mayor desgracia, tienen influencias ajenas a nuestra idiosincrasia. 

    Los comités ciudadanos se encargarán de vigilar la actividad cultural de San Gordiano (y que no nos salgan los ardidos con la tontería de que esta sana vigilancia atenta contra la libertad de expresión. Todo lo contrario. Se limita a impedir que el error prevalezca sobre la verdad y a cuidar la moral social establecida por la única Iglesia verdadera. Impedir, no castigar. Tampoco somos inquisidores), cuidarla y, si es necesario, reprobar a los que atenten contra los sanos principios. Los ciudadanos saben distinguir entre lo bueno y lo malo y no permitirán que los dizque cultos, los raritos y los pseudoartistas impongan sus desfiguros. Los decentes y buenos cristianos son mayoría y sabrán defender sus rectos criterios, asesorados por los religiosos y los laicos defensores de la verdadera fe y de las sanas costumbres. 

    Algunos comunistoides (desenmascarados por los constantes antiestalinistas) andan diciendo que los comités gordianenses se parecen a otros que funcionaron hace años en Italia, España y China. Son puras mentiras. Estas obras cuentan con el apoyo de la sociedad y defienden la verdadera libertad, esa que los heresiarcas confunden con el libertinaje. 
     
     

    Hugo Gutiérrez Vega