La Jornada Semanal, 7 de enero del 2001 
 
Angélica Abelleyra
 
mujeres insumisas
 
Graciela Iturbide: pasión por el asombro
 
A estas alturas de su fructífera y reconocida trayectoria, Graciela Iturbide “sólo detiene su paso si algo le sorprende, si siente que a través de su cámara puede hacer una interpretación de la realidad”. El asombro, esa discreta forma de la insumisión, guía los pasos de Iturbide, una de nuestras fotógrafas fundamentales, como guía los de Angélica Abelleyra en estas líneas que contagian el entusiasmo de su autora.

 

De pequeña su mayor placer era adentrarse en el ropero con los álbumes de familia y robarse algunos de esos retratos con bordes de piquitos. Corría a su recámara y miraba sin descanso aquellas fotografías que su padre había tomado en el campo o en las fiestas de cumpleaños. De inmediato las escondía y se afanaba en otra pasión: la escritura de cuentos que plasmaba en una libreta.

Tendría once años y uno de los regalos de Navidad que más apreció Graciela Iturbide (df, 1942) fue una camarita Kodak con la que vio de cerca por primera vez su mundo lleno de hermanos, juegos y primos. Vivía en Aguascalientes y el disfrute de la imagen se acrecentó de pronto con la llegada de la revista Time, que la niña devoraba con ansia sin saber siquiera lo que era un reportaje gráfico ni un encuadre ni el manejo de los claroscuros.

Pero de repente dejó a un lado la cámara y su interés se centró en aquella otra vocación por las letras. Iba a ser escritora, así que continuaba imaginando cuentos y realizaba algunas entrevistas que se publicaron en periódicos. Luego se casó, tuvo tres hijos y, ya ama de casa y todo, se enteró de la existencia de una escuela de cine donde podría continuar con aquel placer de ver la vida a través de un visor. Pero ahora sería en movimiento.

En 1969 ingresó al Centro Universitario de Estudios Cinematográficos de la unam, realizó una película sobre la vida de José Luis Cuevas y fue asistente de Alfredo Joskowicz y Leobardo López, de la mano de quien Graciela se politizó por la realización de filmaciones complementarias para su cinta El grito, sobre el movimiento estudiantil del ’68.

Tres años estuvo en el cuec y allí conoció a Manuel Álvarez Bravo, quien daba clases en dicho Centro Universitario ante poquísima asistencia ya que todos los alumnos buscaban ser directores y no se interesaban en las enseñanzas del fotógrafo. A Graciela tampoco le correspondía ese curso pero Álvarez Bravo le permitió la entrada, a los cuatro días la invitó a ser su achichincle y allí empezó su enamoramiento pleno de la imagen.

“Lo acompañaba siempre a trabajar, a escuchar música y a ver libros, sobre todo de pintura. Con él no aprendí ni a revelar ni a imprimir pero eso no importaba. Mi mayor suerte fue que estuve cerca de lo más trascendente: experimentar su sentido del tiempo y de la contemplación. Eso fue lo que más me emocionó. Y hasta la fecha, nunca tiene prisa, dice que no hay que precipitarse.”

Así, dándole tiempo a las cosas, Graciela y don Manuel recorrieron calles y campos. Él fotografiaba y ella también, aunque cada vez que iban a un sitio el maestro decía: “Copiaos los unos a los otros, como dice el Evangelio”, lo cual significaba en términos llanos que no se valía copiar ni hacer la misma toma. Por eso la ayudanta era respetuosa y en ocasiones se quedaba mirando nada más, sin escuchar de su cámara el ansiado click.

Año y medio fue su achichincle pero como siempre es bueno cortar los cordones umbilicales, a Iturbide le llegó su hora. No sólo dejó de ser asistente del constructor de La buena fama durmiendo; también se divorció y empezó a trabajar como fotógrafa en varias revistas. En 1974 viajó a Panamá y realizó un reportaje sobre Omar Torrijos. En México fotografió operaciones, hospitales, partos y puso a sus hijos a estornudar cuando el tema era sobre el virus de la gripe en las revistas Médico Moderno y Mundo Médico. Más tarde, fotografió las fiestas populares y las culturas indígenas cuando hizo reportajes para el Fondo Nacional para las Artesanías (Fonart) y para el archivo etnográfico del Instituto Nacional Indigenista (ini).

“Allí inicié mi camino en la foto, cuando comencé a conocer mi país. Me acerqué a los seris, gente amable pero seca, con la que debí tener mucha paciencia porque hacen pocas cosas y no hay muchas fiestas. Los hombres elaboran esculturas de palo fierro y las mujeres esas canastas llamadas coritas, así como collares de conchas que recogen en la arena. Fue en realidad un regalo del cielo por partida doble porque luego de los seris y el libro Los que viven en la arena (1980), vino el proyecto Juchitán de las mujeres. Francisco Toledo me invitó a tomar fotos de la vida juchiteca para llevarlas después a la Casa de la Cultura, pero cuando el trabajo se amplió me propuso hacer mejor un libro.”

De hecho, ese libro publicado por Ediciones Toledo en 1989 es el que ha dejado la marca más profunda en la carrera de Iturbide. Muchos la asociarán para siempre con ese conjunto de mujeres robustas del Istmo y su entorno de iguanas, pollos, santos, fiestas y rituales. Galardonado desde antes de volverse publicación, el reportaje juchiteco llamó la atención lo mismo en Estados Unidos que en Francia y Japón. En 1987 recibió el premio Eugene Smith y un año más tarde la exposición Juchitán mereció el Gran Premio del Mes de la Fotografía en París.

“Sí. Muchos me han encasillado en ese proyecto de Juchitán. Pero eso me ha servido para tratar de cambiar, clausurar en mí esa manera de fotografiar a México y viajar. Muchas veces para romper es necesario salir y yo me encontraba un poco abrumada, cansada del esfuerzo que implica acercarte a las comunidades indígenas o campesinas y de ser delicada para no interferir en sus vidas. Al salir y buscar el paisaje ya no requiero de la complicidad con la gente sino con algo más íntimo mío y con el entorno.”

Así, caminante por parajes de la India, Oaxaca, Sonora, Louisiana, Memphis, Tampa y Mississippi, la fotógrafa sólo detiene su paso si algo le sorprende, si siente que a través de su cámara puede hacer una interpretación de la realidad. Cuaderno de viaje es el libro-catálogo que nació de esa renovada condición de trotamundos, y junto con el poeta Roberto Tejada continúa el periplo para seguir retratando paisajes (ella con la imagen y él con la escritura) sin más determinaciones que el asombro, lo inesperado y hasta el sinsentido.

En esta sociedad hiper habitada por la imagen, “todo está visto, hecho y registrado”, acepta Iturbide. Sin embargo, añade que siempre habrá fotos que nos sigan causando pasmo gracias a la manera en que interpretan la realidad. Ella, con una amplia cultura visual, hace que su memoria sea selectiva y si asume en una toma alguna copia de otro autor, mejor los convierte en homenajes. En su caso, las influencias reiteradas son de Josep Koudelka y Christer Strömholm.

“Lo importante de estas marcas es que pasen por un cedazo hasta que las asumas, pero con un lenguaje propio”, comenta, y en los treinta años que tiene como profesional ella reconoce algunos acentos y reiteraciones: “Me reconozco en mis fotos como viajera. Al principio fue la gente, la convivencia, conocer las leyendas de los pueblos para poder hacer un buen retrato humano. Pero ahora con los paisajes sigo interesada en el prodigio.”

Apasionada por la alquimia de la foto en el laboratorio, ha sido jurado y analista de la foto construida, de esa que es producto de la digitalización, el escaneo y el uso de las nuevas tecnologías. Ella aprecia ese trabajo cuando es de calidad y hasta puede llegar a comprar una pieza si la atrapa el encanto. Pero prefiere el camino a la antigüita y no ceja en su pasión por la plata sobre gelatina y las técnicas tradicionales. Opta por salir con su cámara normalita, revelar su rollo y disfrutar plenamente la parte mágica que otorga el laboratorio.

En la actualidad Graciela es una de las artistas mexicanas más reconocidas en el mundo dentro de su área creativa. Vive de las fotos que sus galerías en Estados Unidos mueven entre coleccionistas y museos. Da cursos en universidades, pláticas en galerías y es dictaminadora en bienales y concursos europeos y latinoamericanos. Entre sus exposiciones individuales destacan “Graciela Iturbide: Images of the Spirit” (retrospectiva en el Philadelphia Museum of Art, 1997-1998); “Graciela Iturbide: La forma y la memoria” (retrospectiva en el Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, 1996); “En el nombre del padre” (Galería Juan Martín, México, d.f.; Galería Foto Óptica, Sao Paulo, Brasil; Museo de Arte Moderno, Río de Janeiro, Brasil, 1993); “External Encounters, Internal Imaginings: The Photographs of Graciela Iturbide” (Museum of Modern Art, San Francisco, 1990) y “Juchitán pueblo de nube” (itinerante por Argentina, Inglaterra y Japón, 1987-1998).

Ganadora de la Beca Guggenheim en 1988 por su proyecto “Fiesta y muerte”, en el futuro inmediato espera continuar con su trabajo en torno de los parajes humanos y naturales de la India y otro que se centra en los pájaros. Porque uno de los acentos actuales de la fotógrafa es el vuelo de las aves, su aleteo nervioso, su reposo momentáneo y su planear libre sobre el mar o el basurero. Todo, con una llave única que le provoca accionar el obturador: el asombro.