Jornada Semanal, 17 de diciembre del 2000 

(h)ojeadas

El Ulises diarístico

Guillermo García Oropeza


Hugo Gutiérrez Vega,
Bazar de asombros,
Aldus,
México, 2000.
Bazar de asombros es una suerte de diario de un señor muy difícil de definir que se llama Hugo Gutiérrez Vega y que vive simultáneamente en varios mundos: en el de la memoria, en el de los placeres literarios y de otros, en el planeta entero y en este país que está cada vez peor, el pobre. Este diario o semanario que tiene un tamaño simbólico y ominoso de 666 páginas (el número del diablo) es abundante, torrencial, generoso, variopinto, complejo, encantador, inquietante, deprimente, nostálgico, pedante light y esperanzado. Dicen que dijo Monsiváis (que es uno de los personajes del Bazar), refiriéndose a cierta novela de cierto exitosísimo gran señor de nuestras letras, que la leería con mucho gusto pero que para ello requeriría una beca de la sep, dado lo extenso y profundo de susodicha novela. A mí me gustaría, hasta sin beca de la sep, reseñar con toda calma este libro de Hugo pero, ciertamente, requeriría muchas tardes de apacible lectura, de las que ya no hay. Digo esto para curarme en salud porque es literal y literariamente imposible hablar de este feliz Ulises diarístico en unas cuantas líneas. Así que disculpa por delante pasaré mi índice por el Índice del Bazar para así invitarlos a que también lean este asombroso bazar, refugio oportunísimo en estos pavorosos días que corren.

El Bazar es un diario literario y también íntimo a querer y sin ganas. Recuerdo aquella ocurrencia de un personaje femenino de Wilde que escribía su diario íntimo, el cual, justamente por íntimo, estaba pensado para ser publicado después. Los diarios literarios, por otra parte, son un espléndido género si se escriben con talento ya que son a medias historia y literatura, una especie de novela-reportaje, de literatura verdad (hace años se hablaba del cinéma verité), de una visión simultáneamente objetiva y personal. Visión vista y sentida. Un género no muy favorecido en nuestra literatura pero sí, por ejemplo, en la inglesa, donde Samuel Pepys dejó un diario que es tan clásico como la obra de Swift. Pepys, primo hermano del buen Boswell, que hizo un diario no sobre una época sino sobre un escritor, aquel arriolesco doctor Johnson. Y me refiero a las letras inglesas porque pienso que Hugo, en el fondo, es más british de lo que conviene a un señor de la izquierda democrática en este excesivo país.

Pero el gran diario también florece en otras literaturas como la francesa, con su monumental duque de Saint Simon y su íntima Madame de Sevigné, y en las hispánicas con Corpus Barga, y me atrevería a mencionar a Salvador Novo, que es como Hugo pero en perverso y deliciosamente letal, y a nuestro Borges, cuyos Textos cautivos, uno de sus libros menos conocidos, en mucho equivalen al bazar huguesco.

Este diario al mismo tiempo laberíntico y transparente comienza con una lágrima dulce: la carta a la abuela (uno de los grandes poemas de Gutiérrez Vega habla de la abuela muerta) y la casa de Guadalajara donde el cronista nace a la vida, la religión, las letras, los amigos y los pecados mortales. Aquella Guadalajara mucho más gozosa y soportable que la de ahora, en donde además cada tarde podía uno organizarse un viaje legal pero igualmente adictivo a una olvidada trinidad de placeres: el Orfeón, el Lux y el Edén, cines de barrio con nombres puestos como por Rubén Darío.

Vendrán luego las malas compañías y entre ellas la Compañía de Jesús y una educación jesuítica como la del artista adolescente, aquel miope y tímido James Joyce que, como Hugo, jamás se repondrá de ella. Y es que todos los que tenemos una inconfesable educación confesional jamás podremos superarla ni recurriendo al psicoanálisis, el marxismo o el jacobinismo feroz. Lo mejor, descubre Hugo, si uno es un fracaso de aquellos santos intentos de los jesuitas o de los maristas por hacernos buenos miembros de la Acción Católica, prósperos empresarios y ahora amigos de Fox, es no guardarles rencor y saludar a los buenos padres agitando la corbata como Oliver Hardy desde la desolación de nuestro agnosticismo. Hugo, al igual que Voltaire, Descartes y el susodicho James Joyce, conserva recuerdos dulces de aquellos apóstoles que, como Kempis a Nervo, nos fastidiaron para siempre los placeres y nos marcaron con la culpa.

Una educación jesuítica que terminó con una juventud panista bajo la paternidad vicaria de Efraín González Luna, que llevó a Hugo y sus amigos a salvar a la Patria de la maldad laica y priísta, aventura que les enseñó el país, la oratoria, el gozo masoquista de estar en la oposición mientras que los jóvenes salvadores de la patria descubrían por su cuenta los burdeles. Aquellos entrañables burdeles (que después recordarían proustianamente) a los que Ignacio Arriola, el hermano esencial de Hugo, iba con un silicio en el muslo para compensar el placer con la mortificación de la carne, así, muy a la Tristana de Pérez Galdós. Pero el panismo y el jesuitismo de Hugo no tendrán un final feliz (si lo tuvieran, hoy Hugo estaría en lugar de Sari Bermúdez) sino el desastre de su rectoría en Querétaro, donde se descubrió que esa ciudad no está poblada, como uno pudiera pensar, por queretanos sino por muy católicos, sinarquistas y criollos queretinos que defendían a la patria de la Gran Conspiración Judía y, frustrados por no haber muerto en la cristiada, celebraban, al menos, las victorias de Franco y de Pío XII, aquel tan espiritual cómplice pasivo del Holocausto y padre amoroso de Francisco Franco. Y allí comenzará uno de los temas de Hugo y del Bazar: el divorcio de la derecha. No sé sí decir divorcio o ruptura del cordón umbilical con la Santa Madre Católica que, como buena madre, sólo quiere de nosotros una sola cosa: todo. Y, claro, prohibiendo para empezar la libertad de pensar y disentir del magisterium, pecado mucho más nefasto que el de la carne. A cambio del cielo y de formar parte allí de un coro de dimensiones mahlerianas que cantará por toda la eternidad, gloriosamente, aquello de "Oh María, Madre mía, oh consuelo del mortal..." y nada de Bach o de Häendel porque eran protestantes y en esos tiempos los protestantes no eran "hermanos separados" sino claros herejes que se iban a ir al infierno, que por entonces todavía existía oficialmente, donde estarían acompañados de musulmanes, judíos y similares. Y para llegar al cielo habría que morir en gracia de Dios, dejar una familia mínimo de once, no leer libros prohibidos aunque entonces no era todavía de rigueur ser pederasta, perdón, Legionario de Cristo, como ahora. Hugo siente, como el de la voz, la nostalgia de una reconciliación con la Santa Madre, sólo que, claro, pidiendo una rebajita. Justo como aquel personaje de Fellini en Otto e mezzo, que iba a unas termas para poder ver a un monsignore y pedirle una ayudadita para poder ser bueno de vuelta, pero todo lo que logra es recibir la sentencia inapelable: Fuori di chiesa, non c’e salvezza... Porque todas las comunicaciones con Dios pasan por el monopolio de Roma, justo como con Telmex avant Avantel.

"Aires de la derecha" es una zona fundamental del Bazar: se trata de cinco capítulos inquietantes y lúcidos. Trágicos, quizá. Y tras del joven rector expulsado del paraíso católico y panista no por un ángel blandiendo espada de fuego pero sí por Diego Fernández de Cevallos blandiendo un látigo como si fuera el Zorro aquel de Tyrone Power, el licenciado Gutiérrez Vega encontró asilo político en el mundo. No sé si salió ganando pero sospecho que sí, porque en lugar de Guadalajara, Querétaro y Cristerolandia, se le dieron algunas otras opciones: Roma vista desde el Gianicolo, caminada desde San Carlino alle quatro fontane hasta la Santa Agnese en Agone, con parada para refrescarse con un amaro en la perfecta plaza frente al panteón o en Rizzoli para comprar un lindo Ungaretti sono stancodi urlare senza voce..., un perverso D’Annunzio, un policial Sciascia cronista de México-Sicilia, un Pirandello que triunfaba con obrita llamada Seis Hugos Gutiérrez Vega en busca de autor... Y "dopo Roma" vino Londres, y el caballero Gutiérrez devino Lord Vega, practicando vicios muy ingleses como el amor a los gatos que comparte con T.S. Eliot y una desdeñosa elegancia suavizada por el humour, que allá está muy bien pero que en el df es tan trágica como Eurípides. El Londres de Hugo, por cierto, fue neorromántico, permeado por un gran poesía y un teatro rabioso y magnífico antes de que todo lo matara la señora Thatcher, esa versión masculina de Ernesto Zedillo, aliada del corazón de Reagan y Juan Pablo II para instaurar planetariamente a la Nueva Derecha.

Washington le deja a Hugo unos Georgetown Blues cuyo capítulo en el Bazar es recuerdo indispensable y nostálgico de ese Washington, la Tercera Roma, sitio del fálico poder pero también curioso experimento clásico donde se descubre que Lincoln es héroe no sólo yanqui sino de la humanidad y que es frontera con el mágico sur de Faulkner, Capote, Tennessee Williams y aquel Thomas Wolfe que ya nadie lee pero que nos enseña que jamás podremos regresar ya a casa, a la casa de la abuela.

El nuevo destino es el Brasil donde Hugo se desata en placeres literarios, musicales y culinarios. No vayan a pensar mal. Ese Brasil que los brasileños destruyen todos los días sabiendo que el buen Dios lo volverá a hacer durante la noche porque, es bien sabido, Deus é brasileiro. En Brasil, Lord Vega se permite ciertos desatinos. De mano de Carlos de Araujo se asoma a los misterios gozosos de la macumba y no sé si doña Flor, aquella suculenta mulata de los dos maridos, lo instruye en los misterios de la cocina brasileña, bahiana o mineira donde se puede comer el frango al molho pardo o el quindim, postre de huevos portugueses y coco africano. Ignoro quién fue su guía arquitectónico pero queda constancia en el Bazar de sus apuntes de Congonnhas do Campo donde el Aleijandinho, escultor genial y leproso, gesta un barroco tan espléndido como el de Tepozotlán, aunque más sensual, curvo, valga decir femenino.

Hugo también pasa por el Caribe, por el viejo San Juan, el Borinquen que cantaba Jorge Negrete, ese criollo guanajuatense que nos clavó a los pobres jalisquillos la fama nacional de insoportables. Y la estación caribeña en Hugo artista, no en Hugo diplomático, se justifica por otro de sus vicios: el bolero. En diversas partes del libro, el bolero se apunta como gran tema estético mexicano, y en un momento dado se citan los nombres de los clásicos Bobby Capó, Rafael Hernández o Pedro Flores, autor de lo que Hugo llama nuestro segundo himno y que es el "Amor perdido" que le da nombre al libro de Monsiváis y que cantaban aquellas Avelinas Landines y las Negras Toñas de nuestra perdida infancia, entrañable canción de puta en trance de reponerse de dolor de amores, de abandono de padrote, Medeas de las calles de Niño Perdido o Fray Servando.

Y bueno, está Madrid en la geografía que Dios le dio a Hugo para compensarle la pérdida de Querétaro. Un Madrid y una España ya democráticas y en vía de espectacular enriquecimiento, la España ya no de Santa Teresa, ni de Felipe II, ni –¡horror de los horrores goyescos!– de Fernando VII, ni del Caudillo de España por la Gracia de Dios sino... del corte inglés y los travestis de Pedro Almodóvar como la entrañable Agrado en esa película que nos da en la madre y que gana el Oscar. En España Gutiérrez se convierte en don Hugo, último poeta del ’98 y del ’27 que cruza con Azorín los campos de Castilla y que se encanalla con el Valle-Inclán del Ruedo Ibérico, que le reza jaculatoria liberal a Machado y se va para a Coruña con os galegos, esos celtas tan líricos, migratorios y nostálgicos como los irlandeses de Joyce. Hugo se siente en España como, dicen los alemanes, se siente Dios en Francia, pues regresa a su lengua y ya no tiene que inventar poetas rumanos, itálicos, turcomanos o cretenses de ésos de quienes traduce poemas que son en realidad de alguno de los seis Hugos en busca de un poeta.

Y qué bonito iba el mundo, y el kirios Gutiérrez Vega, nuestro embajador en Atenas, con extensión a Líbano, Sofía y el Cáucaso, tiene que regresar a México, al df, y aquí quisiera parar, porque este Bazar que estaba tan bonito y donde había tanta fayuca internacional se torna de pronto una pesadilla donde la derecha que no sabe leer, ya no la de don Efraín ni la de Gómez Morín, va tomando para los próximos trescientos años el poder y ya no están los buenos padres de la Compañía, ni Vértiz ni Castiello sino los de la Obra y los de su competencia de Cotija, Michoacán, y la región más transparente que había sido de Humboldt, de Reyes o del joven Ixca Cienfuegos es hoy híbrido pavoroso de Bombay y de Santa Fe de Bogotá y donde, así lo registra nuestro bazarista, asaltan a Carlos Monsiváis en un taxi sin saber que es el profeta de la nueva izquierda y el paladín de las causas perdidas y que ama a esa ciudad con el amor perdido de Pedro Flores y Avelina Landín. Y del df vía Santa Fe, campus de la Ibero, Toluca y Atlacomulco se viene Huguito (¿porqué no te quedaste en Plaka llevando diputados a conocer la Acrópolis o descubriendo desde el cabo Sunion que el Egeo es mar sin límites?), y del df se viene el licenciado a recuperar el Occidente por una carretera hecha por Solidaridad y para pagar cuyos peajes hay que estar en Fobaproa, y luego aparece tras una caseta de cobro un Jalisco que es uno de los paisajes maternos de este laguense del mundo y la parda Guadalajara que todavía no es el df –guárdela Dios–, pero que no se salva de ser una especie de cruza entre Houston y East Los Angeles. Y Hugo redescubre la Suave Patria porque ahora es presentador de todos los poetas, juez de todos los concursos, intelectual favorito de los gobernadores analfabetos y panistas que ven en él a un intelectual que no fue ni rojo, ni es prieto, que es gente conocida, que sabe anécdotas donde sale medio mundo y que dice sabias y divertidas conferencias. Y Hugo vuelve a ver a los mexicanos y a descubrir que muchos ya se murieron y que Pellicer ya no habla de los ríos de Tabasco ni de la Virgen de la Soledad, que Buñuel ya no recorre la Vía Láctea, que don Antonio Gómez Robledo ya terminó su lección sobre Platón y, lo más doloroso, que Ignacio Arriola ya no lo espera como profeta del Antiguo Testamento anunciando su llegada del Mesías. Que el México de los de entonces ya se murió. Ese México que es su México y que es mi México. Y que en su lugar emerge quizá la pesadilla, quizá un brave new world con un ingreso per cápita de dieciocho mil dólares al año.

Bazar de asombros es múltiple laberinto transparente. Guía de placeres, biblioteca personal, libro de viajes, crónica de una derecha temible y de una izquierda patética, recreación de la Suave Patria, receta de cocina, programa de teatro, memoria íntima de Hugo el que finalmente no sabemos quién es. Bazar de asombros quizá pertenezca a ese género de los libros laberinto, concepto medio Joyce y medio Borges •
 
 


FICHERO
Los libros que llegan a nuestra redacción

ensayo

• Por el país de Montaigne, Adolfo Castañón, Col. Amateurs, Editorial Paidós, México, 2000, 204 pp.

ensayo (político)

• Chile-México. Dos transiciones frente a frente, Carlos Elizondo y Luis Maira (editores), Editorial Grijalbo/cide/Ministerio de Relaciones Exteriores de Chile, México, 2000, 464 pp.

narrativa

• El príncipe Siddharta. La fuga de palacio, Ferruccio Parazzoli y Patricia Chendi, traducción de Juan Vivanco, Editorial Grijalbo Mondadori, Barcelona, España, 2000, 222 pp.

• Manual del guerrero de la luz, Paulo Coelho, traducción de Montserrat Mira, Editorial Grijalbo, México, 2000, 155 pp.

poesía

• Enebro y Jazinto, Porfirio Hernández, La Tinta del Alcatraz/uaem, México, 2000, 67 pp.

• En la gruta azul de mi conciencia, Alinda Valladares Cárdenas, Serie José Yurrieta Valdés, La Tinta del Alcatraz/uaem, México, 2000, 59 pp.

• Erótica, Oscar Herbe Sauri Bazán, Serie José Yurrieta Valdés, La Tinta del Alcatraz/uaem, México, 2000, 53 pp.

• La balada de la cárcel de Reading, Oscar Wilde, traducción de Hernán Bravo Varela, Ácrono Producciones, México, 2000, 67 pp.

• Más allá del tiempo, Juanita Conejero Teijeiro, Serie José Yurrieta Valdés, La Tinta del Alcatraz/uaem, México, 2000, 76 pp.

• Tesoro de poemas y reflexiones, Gibrán Jalil Gibrán, Serie Superación, Editorial Diana, México, 2000, 135 pp.

• Travesías, Armando Alanís, Víctor Alejandro, Sergio Alonzo, et al., Ximar Ediciones, México, 1999, 61 pp.

• Sin esconder la pena, Luisa Margarita García Ortega, Serie José Yurrieta Valdés, La Tinta del Alcatraz/uaem, México, 2000, 50 pp.

• Visitas guiadas. 36 poemas comentados por su autor, Gerardo Deniz, Gatuperio Editores, México, 2000, 156 pp.

revistas

• Archipiélago, núm. 29, julio-septiembre de 2000, año 5, textos de Luis Ramiro Beltrán, Carlos Véjar, Lauro Zavala, entre otros, Confluencia, México, 81 pp.

• Metapolítica, núm. 16, octubre-diciembre 2000, volumen 4, textos de Javier Campos Daroca, Israel Arroyo, Eduardo Zamarrón, entre otros, Centro de Estudios de Política Comparada, México, 186 pp.