A 19 años de su desaparición:
El ejército guatemalteco debe responder por el asesinato de Alaíde Foppa

Carmen Lugo
(*) Esta semblanza fue publicada en Triple Jornada en diciembre de 1999

 

 

El crimen cometido contra la vida de la intelectual, feminista y luchadora social Alaíde Foppa el 19 de diciembre de 1980 es un crimen de Estado que permanece impune.
Los militares que detentaban el poder en los 70-80 temían a la inteligencia. Su estrategia era destruir aquello que significaba una amenaza a su espurio ejercicio de poder.
Alfonso Solórzano (1912-1980), esposo de Alaíde , fue uno de los más constantes adversarios de las dictaduras militares. Colaborador cercano del gobierno democrático de Jacobo Arbeitz (1954), autor del Código del Trabajo, de buena parte de la legislación laboral guatemalteca, creador del Seguro Social.
Los golpes militares encabezados por Ubico de los Llanos y Castillo Armas orillan al matrimonio Solórzano Foppa a aislarse en México. Las instituciones avanzadas que creó el abogado Solórzano fueron destruidas por los militares.
En México, Alfonso Solórzano trabajó como abogado en la STPS, como consultor internacional en la OIT. Realizó investigación sobre el trabajo infantil. Fue también el creador del PCT (Partido Comunista de Guatemala).
Alaíde compartió sus luchas y sus ideales, los cuales le costaron la vida a ambos y a sus hijos Mario y Juan Pablo.
Esas cuatro muertes ocurren en 1980, en el lapso de seis meses. En enero de 1980, el Ejército guatemalteco comete -entre otras atrocidades- la quema de la Embajada de España, donde mueren familiares de Rigoberta Menchú.
El pasado lunes 20 de diciembre, Rigoberta -quien fue, paradójicamente, la última persona que Alaíde entrevistó para su programa Foro de Mujeres, transmitido por Radio Universidad- acaba de interponer una demanda ante la jurisdicción española, en ella acusa directamente a los generales Fernando Romeo Lucas García, Efraín Ríos Montt, Germán Chupina Barahona, Angel Aníbal Guevara, Donaldo Alvarez , Pedro García y Oscar Mejía Víctores por los delitos de lesa humanidad cometidos durante las dictaduras y las guerras civiles en América Latina.
Menchú centra su denuncia ante los tribunales españoles en dos hechos punibles por la legislación humanitaria: el asalto-incendio a la embajada de España y la masacre efectuada en contra de 200 mil víctimas del conflicto armado interno. Sin embargo, habría que ampliar esa denuncia para exigir que el Ejército guatemalteco responda por los diversos delitos cometidos contra Alaíde Foppa. Falta el secuestro, tortura y el asesinato de Alaíde, la periodista Irma Flaquer y de otras decenas de mujeres víctimas de los militares.
Una justa exigencia del movimiento de mujeres que Alaíde Foppa postuló, es la de ampliar la denuncia para que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) Amnistía Internacional (AI), la Comisión de Derechos Humanos de la ONU y los grupos defensores de los derechos humanos citen a declarar a los responsables de ese crimen.
Debe investigarse también cuál fue la posición del gobierno de México que guardó silencio y nunca hizo reclamación alguna.
El juicio a Pinochet es el inicio de una corriente reivindicatoria de los agraviados por el poder.
Los generales guatemaltecos deben dar cuentas de sus actos.
El mejor homenaje a Alaíde Foppa y a Alfonso Solórzano es exigir la justicia por la que ellos ofrendaron sus valiosas vidas.