La Jornada Semanal, 26 de noviembre del 2000 

Augusto Isla
el cielo en la tierra
 

Wilde: todo sea por la belleza
 
 

En estos momentos de la vida de Wilde, muchos exégetas han caído en la hagiografía (cosa que al poeta le hubiera parecido repugnante), la comparación lloriqueante o el panfleto ideológico. Augusto Isla evita estos excesos y tiene sus dimes y diretes con el autor de De profundis. En este texto provocador e inteligente (características wildeanas), Augusto Isla estudia a fondo el ensayo “El alma del hombre bajo el socialismo”. En él, dice Isla, “se entreveran la crítica social y la utopía” y se analizan los males provenientes del instinto de propiedad, el mal gobierno, la beneficencia, la intolerancia y, entre otras “calamidades”, el periodismo. Para Wilde, la función del Estado “es la de ser útil; la del individuo producir belleza”. “Todo sea por la belleza.” Lo demás es politiquería marrullera, suspicacia y superchería.


A mi maestro Sergio Fernández,
por el don de su amistad

 

Un hombre que hoy hablara día y noche, refiriéndose a sí mismo, de su arte sin par, de su genio resplandeciente, movería a risa. Lo veríamos acaso como un farsante impúdico. Pensaríamos, como Gottfried Benn, que "para llegar a ser genio no basta con tener talento, rendimiento, ni siquiera éxito, sino debe añadirse algo distinto, a saber: la recepción por el grupo, el pueblo, la época, con frecuencia la posteridad (…) La genialidad debería ser considerada más como un proceso dinámico que como una propiedad estática". Oscar Wilde era enormemente inteligente y engreído: una figura histórica indiscutible cuyas huellas perviven por su notable obra pero, sobre todo, por su vida y su desgracia; un egocéntrico que expresaba, en sus desplantes, los residuos de vanidad que aún le quedaban a un imperio caído, pues si un rostro de esa sociedad venida a menos es el puritanismo de la era victoriana –esfuerzo desesperado por mantener la cohesión social–, el otro es ese abandonarse a los goces del instante y a la belleza como compensadora del poder perdido. Aunque había nacido en Irlanda, Wilde se formó en Oxford y se sentía "condenado a hablar la lengua de Shakespeare". Y más que eso: asimiló una cultura arcaizante, patrimonio de la antigua aristocracia, ya que, como lo señaló Perry Anderson en un ensayo sobre la cultura nacional inglesa, "la burguesía británica se negó, desde el principio, a su derecho de nacer intelectual (…) incluso a poner en duda la noción de la sociedad entendida como un todo". Aun entre los suyos, Wilde, como los prerrafaelistas, parecía anacrónico, pues el esteticismo por el que optó en su paso por Oxford había sido abandonado años atrás.

* * *

Wilde era un esteta y así se reconocía. "He puesto el genio en mi vida y sólo el talento en mis obras", le confesó un día a André Gide, quien acabó coincidiendo con él: "Gran escritor, no; un gran viveur, si se le otorga a esta palabra su pleno sentido." Creó para sí mismo un arte de vivir, inventó ingeniosamente sus máscaras. Las necesitaba para ser él mismo en una época que consideraba vulgar; paseó con ellas por la vida no sin ese aire grotesco que le daban el atuendo de terciopelo, el calzón corto, las pieles, las manos alhajadas, el peinado neroniano.

Nada anhelaba más que distinguirse y asombrar. A cualquier precio, incluyendo la cursilería. Toda obsesión nos lleva a la desmesura, sin exceptuar la de la belleza. Cuando Lord Henry le dice a Dorian Gray: "La vida ha sido tu arte. Has puesto en ti la música; tus días son tus sonetos", ¿no se veía Wilde a sí mismo?

* * *

Vivió en tensión con el entorno social. Se proclamó rebelde y, contradictoriamente, buscó ser aceptado. Desafió a la sociedad, se burló de ella y, a un tiempo, pidió el auxilio de sus instituciones cuando sufrió el acoso del insidioso marqués de Queensberry, padre de Alfred Douglas, quien fue su pasión y su ruina. De sus contradicciones tomó conciencia. En De profundis, la famosa carta que, desde la prisión, envía a "Bosie" –así llamaba al jovenzuelo majadero y abusivo–, dice:

El único acto ignominioso, imperdonable y para siempre despreciable de mi existencia fue haberte permitido que me forzaras a pedir la ayuda y protección de la sociedad contra tu padre. A juicio de un individualista es bastante torpe hacer un llamamiento así para que nos defiendan contra cualquiera. Fue su tragedia endiosar el dinero, la ambición y el éxito, sin asumir que tal vez su destino era la ascética soledad del artista. Un "tal vez" remoto, ya que un temperamento como el suyo sólo podía dar pie al derroche postrero, a la dilapidación hedonista que corresponde a una sociedad conservadora y, a la par, aniquilada. Si el surgimiento de un imperio es un gran acontecimiento, su derrumbe –como la muerte– lo es también. Así, en Wilde encarna ese momento en el que crujen las maderas del barco que se hunde. Es sonoro, excesivo, congruente consigo mismo, con quien, despojado del porvenir, cree en la posibilidad de erigir sobre las pasiones pecaminosas una fortaleza interior. Débil creencia, pues de esa afirmación de una voluntad transgresora pasa, en el desamparo de la prisión, al arrepentimiento, a una certeza sobre la verdad del credo cristiano.

Naturalmente el pecador debe arrepentirse. ¿Por qué? Porque de otro modo sería incapaz de darse cuenta de lo que ha hecho. El instante del arrepentimiento es también el instante de la iniciación. Más aún: es el medio por el cual podemos alterar nuestro pasado (…) estoy seguro de que cuando el Hijo Pródigo cayó de rodillas y derramó lágrimas, convirtió en momentos hermosos y sagrados aquéllos en los que desperdició su hacienda con prostitutas, apacentó a los cerdos y codició los desperdicios con que se alimentaban. Para muchos es difícil comprender esta idea. Yo diría que uno tiene que ir a la cárcel para entenderla. Si logra entenderla, acaso valdrá la pena haber ido a la cárcel.

Y vaya que lo decía él, que la sufrió después de haber sido declarado culpable de sodomía y condenado, en extrema humillación, a dos años de trabajos forzados.

Para un decadentista como él, el pecado es el camino de la perfección, pero la verdadera aurora esplende cuando aquél se purifica merced al arrepentimiento, cuando éste nos conduce a la presencia de Cristo. En este sentido, De profundis ofrece el interés de un texto sembrado de paradojas y abdicaciones propias de un hombre vencido; pero, sobre todo, es un texto quejumbroso y patético, pues centrado en el melodrama de una relación mal avenida y amarga –la que sostuvo con "Bosie"–, es incapaz de ver, salvo en unas cuántas líneas, ese vínculo trágico entre el poder y la prisión.

***

Pero a todo esto, ¿qué tiene que ver este dandy individualista, obstinado con edificar una vida ceñida a ciertos patrones de belleza, dueño de una escritura tan brillante como imperfecta –a juicio de Peter Funke–, qué tiene que ver este escritor dedicado a divertir a las altas capas sociales, a las que venera y desdeña a un tiempo; qué tiene que ver –digo– con el socialismo a cuya doctrina –en una de sus infinitas versiones– se adhiere?

* * *

A principios de 1890, Wilde publica, en Fortnightly Review, "El alma del hombre bajo el socialismo". ¿Cómo explicar su simpatía por el socialismo en el conjunto de una obra tan ajena al espíritu de las luchas políticas? Wilde carecía de esa sensibilidad, a pesar de que su madre, Jane Francesca Elgee, había militado en la causa independentista de Irlanda. Tal vez haya sido su inclinación un eco de sus años juveniles, de ese contacto que, en 1875, tuvo con John Ruskin cuya autoridad académica deslumbraba a los estudiantes de Oxford en aquellos años. Ruskin era un esteticista socializante que, por un espíritu compasivo, mostró siempre una simpatía por la tragedia de los menesterosos. Tanto él como Walter Pater –con su desparpajo pagano– influyeron en Wilde.

Pero el socialismo era, en la Inglaterra de fines del siglo xix, una moda, una ideología hasta cierto punto inocua. Pues así como la burguesía británica despreció la tarea de guiar intelectualmente a la sociedad, la clase obrera no opuso mayor resistencia como clase revolucionaria. A despecho de los movimientos gremialistas y sindicalistas, no podemos hablar de una tradición beligerante que amenazara al poder burgués. La sociedad fabiana misma, en la que militaron escritores como Bernard Shaw, se inclinaba por una transformación gradual de la sociedad y, por ende, era refractaria a los cambios violentos. Como lo relata G.K. Chesterton en su Pequeña historia de Inglaterra, los mismos patronos se dan a la tarea de organizar la reforma social. La palabra socialismo cayó en la banalidad, a tal punto que, citado por Chesterton, un aristócrata cínico, en pleno Parlamento, afirmaba: "ahora todos somos socialistas".

Así, pues, esa mixtura de compasión –que deja entrever el cuento El príncipe feliz–, de afán de estar al día como el gran snob que era, y de socialismo inofensivo, inspira El alma del hombre bajo el socialismo. En el folleto, que se publicó separadamente en 1895, se entreveran la crítica social y la utopía. De hecho, aquélla resulta más interesante que ésta, a pesar de los destellos de la inteligencia wildeana.

En su discurso asoma la crítica a la propiedad, a todas las formas de gobierno, a las distintas manifestaciones de caridad, a la intolerancia y también al periodismo. La propiedad privada es un "estorbo" para la plena realización del individuo; preservarla y acrecentarla implica deberes insoportables. Estando de por medio, es imposible aliviar los males sociales que derivan de ella misma, principio de la confusión entre el ser y el poseer. Las formas de gobierno, todas, son un "fracaso": el despotismo, la oligarquía, la democracia misma, "aporreamiento del pueblo por el pueblo y para el pueblo": es incluso la más peligrosa, pues al menos cuando la autoridad se ejerce con crueldad y violencia suscita la revuelta, pero cuando es benévola, desmoraliza, adormece, y "la gente tiene menos conciencia de la opresión que sufre". Además, la autoridad del pueblo
 

es algo ciego, feo, grotesco, trágico, divertido, serio y obsceno a la vez, todo déspota corrompe. El pueblo corrompe y embrutece. ¿Quién les dijo que podían ejercer autoridad alguna? Fueron hechos para vivir, escuchar y amar (…) Son como un payaso con el corazón destrozado. Son como un cura cuya alma aún no hubiera nacido. Que todos cuantos amen la belleza tengan piedad de ellos, pues aunque ellos no la amen, hay que compadecerlos. ¿Quién les enseñó las malas tretas de la tiranía?


Abomina del periodismo, de la estúpida autoridad que le concedemos: "¿Qué hay tras un artículo editorial sino prejuicio, estulticia, gazmoñería y disparates?" El periodismo ejerce una nueva tiranía que sacia la curiosidad ilimitada del populacho. Habla, pues, el artista, el enamorado de la belleza, el que ve en la pobreza una imagen de la fealdad. Vulgar y feo es el mundo moderno, para él que no se cansó de decirlo, principalmente en las conferencias que impartió en Estados Unidos por donde viajó adorado como a un "dios joven".

¿Qué significa, pues, el socialismo para Wilde? "Reconstruir la sociedad sobre unas bases tales que en ella resultara imposible la pobreza". Y algo más: "El gran valor del socialismo residirá en que conducirá al individualismo." En esta paradoja descansa la utopía wildeana. Abolida la propiedad privada –¿la propiedad de los medios de producción o aquélla que genéricamente es una carga, una cadena, o aquella otra que crece a la sombra de la codicia? No lo sabemos bien–, se abre el camino de una sociedad de seres libres, creativos, alegres, perfectos. "Para mí, un hombre perfecto es aquél que se desarrolla en perfectas condiciones; alguien que no resulta herido o tiene preocupaciones o queda mutilado o está en algún peligro." Salvar el alma en su condición terrenal, de eso se trata. Por eso, es Cristo su paradigma y el "sé tú mismo", el único imperativo que se leerá sobre el pórtico del nuevo mundo.

Una sociedad de hombres libres es enemiga de todo autoritarismo. Sólo admite la asociación voluntaria. Subsistirá el Estado, pero su función "es ser útil; la del individuo producir belleza". Así, el decadentista que ha hecho suyos los ideales del placer, la felicidad, la belleza, sueña con que tales atributos de la vida, privativos de unos cuantos, derramen sus bondades a todos en otra dimensión de lo real. ¿Utópica? Sí, porque "un mapa del mundo que no incluya la utopía no merece ni que se le eche un fugaz vistazo, pues excluye el único lugar al que siempre ha aspirado la humanidad. Y cuando la humanidad llegue allí, a la utopía, mirará más adelante y al divisar un lugar aún mejor, se embarcará hacia un nuevo destino, porque el progreso es la realización de todas las utopías".

* * *

La utopía de Wilde como visión de justicia y perfección, de salud y hermosura; como deseo de enderezar radicalmente una sociedad torcida, es fragmentaria, no compromete a nadie y a nada; ni de lejos atisbamos un instrumento para consumarla. En todo caso, pone el asunto en manos de agitadores sociales, de ese "grupo dedicado a interferir y a entremeterse que, de pronto, le cae encima a una clase social perfectamente resignada y siembra en ella las simientes del descontento"; un grupo sin el cual no entenderíamos el avance civilizador.

¿Originales sus viñetas de utopía? No. La paradoja misma del socialismo como clave del individualismo, es la pulpa de la doctrina anarquista y está en el príncipe Kropotkin, "un hombre con el alma de ese bello Cristo níveo que parece a punto de surgir de Rusia", al que obviamente leyó y admiró. En efecto, Kropotkin había señalado: "El desarrollo máximo de la individualidad deberá ir unido al máximo desarrollo de la asociación voluntaria en todos sus aspectos, en todos los grados posibles y para los fines más variados." Una de sus frases más fulgurantes sobre el tema, como aquella que afirma: "el progreso es la realización de todas las utopías", se antoja una paráfrasis de Víctor Hugo: "La utopía es la verdad de mañana."

De hecho, Wilde no movió un dedo por su utopía ni por nada que no fuese él mismo, sus empeños esteticistas, su gloria y también su autodestrucción, incluyendo la de su cuerpo, pues a diferencia de Mishima, que construyó para sí un cuerpo hermoso, Wilde acabó siendo un adiposo y horrendo Dionisos. Aunque en la penumbra de su celda, impotente y rabioso, se prometió a sí mismo luchar contra un sistema penitenciario "erróneo" donde irrumpían el hambre, la enfermedad, la miseria, apenas libre volvió a las andadas, al yugo de su detestable "Bosie", no sin enviar, ciertamente, dos cartas al Daily Chronicle en las que denunciaba el infierno de las prisiones.

Víctima de una sociedad podrida y de sus propias necedades, despojado de todo, incluso del derecho paternal sobre sus hijos, ocultándose bajo el nombre de Sebastián Melmoth –símbolo del martirio el uno y del vagabundo el otro– aquel "francés de corazón", tres años después de haber abandonado la cárcel, se fue a morir en París el 30 de noviembre de 1900 a los cuarenta y seis años de edad. Del conversador deslumbrante, del genial escritor que se aventuró exitosamente en todos los géneros, del esteta, del envenenador, del candoroso socialista, no quedaba sino un hombre taciturno y pobre; en fin, el fantasma del mito de un dios decapitado.
 



 
 

Rafael Vargas
 
 

"Los dioses me lo concedieron casi todo"
 
 
 
 

Rafael Vargas utiliza aquí un soneto primerizo de Wilde, “Tædium vitæ” –tan escaso de mérito poético como rico en resonancias proféticas–,a manera de leitmotiv de la paradoja que signó la vida del autor de El retrato de Dorian Gray: la celebridad mundana y “la necesidad de recogerse para escribir”. A la luz de los abismos y los picos que esbozan su biografía, podríamos decir que Oscar vivió con intensidad ambos estados: tanto el beso de “la impura boca del pecado”, encarnado en su extraordinaria elocuencia y su refulgente conversación que le acarreó fama pública; así como la abrumadora soledad carcelaria que dio origen a De profundis y la Balada de la cárcel de Reading.

 
La gente grita en contra del pecador;
sin embargo, no es el pecador,
sino el estúpido el que representa
nuestra vergüenza.
No hay más pecado que la estupidez.

Wilde, "El crítico como artista"
Para José Emilio Pacheco,
espléndido lector y traductor de Wilde


 

En 1878, a los veinticuatro años, Oscar Wilde escribe "Tædium vitæ", un soneto en el que intenta imitar a Baudelaire, y que recogerá un par de años más tarde en Poems, su primer libro:
 

Acuchillar mi juventud con los puñales de la
  desesperanza,
llevar el grotesco uniforme de esta época
  mezquina,
permitir a cuanta mano vil que robe algo de
  mi tesoro,
enredar mi alma en una cabellera femenina.

Y no ser más que el lacayo de la Fortuna –¡juro
que no me agrada! Para mí valen menos esas
  cosas
que la tenue espuma que recama el mar,
menos que el cardo que en el aire estival flota:

es mejor alejarse de esos necios que se burlan
de mi vida sin conocerme; mejor morar
en la vivienda más humilde, que volver

a esa áspera caverna de combates
donde mi alma inocente besó por vez primera
la impura boca del pecado.


Es un poema de escaso mérito, como lo son, en general, sus poemas escritos en verso, lastrados por el artificio de la época, e incapaces de conmovernos hoy ("afortunadamente para todos –escribió Wystan Hugh Auden, uno de sus más perspicaces lectores– [Wilde] pasó de la poesía a la prosa"), pero su lectura interesa y conmueve porque muestra al novel escritor que se debate entre el anhelo de la celebridad mundana –que empieza a disfrutar– y la necesidad de recogerse para escribir. Como se sabe, Wilde fue desde muy joven un conversador brillante, en una época en que los grandes conversadores eran muy estimados en los salones de los pudientes y, de hecho, por ello comenzó a hacerse famoso y a suscitar admiración y recelos. "Tædium vitæ" transparenta el malestar de Wilde por haberse convertido en animador de esos salones, ásperas cavernas de combates, donde seguramente se prodigó muchas veces en forma innecesaria (otro escritor de la época, el francés Maurice de Guérin, hizo una entrada en su Diario, que seguramente habría hecho eco en el espíritu de Wilde: "con frecuencia, al término de la conversación, me invade el sentimiento de haber dejado caer mis mejores frutos sobre piedras"). Sin embargo, Wilde adora esos salones; ama tener escuchas, provocarlos y conocer sus reacciones. A instancias suyas, su madre, que también ha escrito y sabe de literatura, mantiene uno de esos salones, en donde él es la estrella absoluta.

Los contemporáneos de Wilde coinciden en que lo mejor de su inteligencia se daba en la conversación, y debe haber sido, sin duda, un conversador y un orador formidable, puesto que tanto en Estados Unidos como en Francia quedan testimonios de ese talento. En Estados Unidos, a donde fue en 1882 con el propósito de hacer una gira brindando cincuenta y dos conferencias, acabó realizando 140 en 260 días, y en París, en 1891, en el apogeo de su fama, recibió invitaciones para cenar con los hermanos Goncourt, Jean Lorreain, Marcel Schwob, Mallarmé, Anatole France, Maurice Barrès, Jean Moras y André Gide (quien lo retrata en dos novelas: El inmoralista y, especialmente, Corydon).

El don de la conversación acabará perdiendo y salvando a Wilde. Por un lado, porque lo aparta de la concentración indispensable para la escritura de la que era capaz, como la que se advierte en sus poemas en prosa y en sus ensayos (en particular, en "El crítico como artista", "Pluma, lápiz y veneno" y "El alma del hombre bajo el socialismo"), y hace que su obra tenga un carácter superficial; por el otro, no obstante, es gracias a ese don que realiza La importancia de llamarse Ernesto, su principal obra, una comedia deliciosa que realiza prácticamente sin empeñarse en otra cosa que en escribir una pieza de éxito para ganar dinero.

Lo impresionante –para volver a "Tædium vitæ"– es que Wilde parece, desde el comienzo, perfectamente consciente de la ambigüedad de su posición, pero es llevado, por su narcisismo, a elegir lo que en el poema jura detestar. Nadie como él porta el uniforme de la época, aunque no vista con el almidonamiento del burgués, sino con el arrogante desparpajo del dandy. Nadie como él permite que sea saqueado su tesoro (intelectual y pecuniario). Es evidente que fue seducido por "la boca impura del pecado".

Se antoja obvio que, por desgracia, la idea del pecado, derivada de su condición homosexual, atormentó siempre a Wilde. Aunque dijera que "el placer es la única cosa por la que se debería vivir", la sociedad victoriana había logrado instilar en él un sentimiento de culpa que muy probablemente decidió su conducta cuando el marqués de Queensberry lo acusó de sodomita y Wilde decidió demandarlo por libelo. Las páginas finales de El retrato de Dorian Gray, escritas diez años antes de los juicios que enfrentaría, traslucen un deseo de expiación que no se sublimó de manera suficiente con la novela.

Wilde fue a la cárcel pero, a pesar del sufrimiento físico, su inteligencia sobrevivió a ese castigo. Es notable la lucidez con que el artista se propone (en De profundis) transformar el quebranto en un nuevo punto de partida. A lo que no pudo sobrevivir, como ha señalado Auden, fue a verse rechazado y aislado, algo, para él, aun peor que la cárcel. Veinte años de ser el centro de atención de la sociedad londinense lo habituaron a una forma de vida que jamás recuperaría; no tanto por su situación económica, que nunca llegó a ser tan precaria como él mismo proclamaba, sino por carecer de la estimación y el reconocimiento de los otros. Eso le restó fuerzas para continuar escribiendo. Incluso alguien como Gide, en otro tiempo tan devoto de Wilde (durante tres de las cinco semanas que el irlandés estuvo en París, en 1891, él y Gide se vieron diariamente, y es dable suponer que hayan sido amantes, aunque ello nunca se sabrá de manera cierta, pues Gide cortó de su Diario las páginas correspondientes a ese periodo), confiesa en su remembranza sobre Wilde haberse sentido incómodo al reencontrarlo inesperadamente una noche en un bulevar de París, y conversar con él "en un lugar donde podía pasar tanta gente".

En mayo de 1895, poco antes de ser condenado, Wilde publicó "El alma del hombre bajo el socialismo". Allí se lee: "Es preferible para el artista no vivir con el príncipe." Si Wilde hubiese optado quince años antes por el techo más humilde que menciona en "Tædium vitæ", quizás habría tenido la entereza moral para mandar al diablo a su sociedad, como lo hizo en su turno Paul Verlaine. Habría sabido llevar sus vicios como un manto real (la frase es de César Moro, y le habría gustado a Wilde) en vez de verse abrumado por ellos.

Pero no debería hablarse ya de vicios a estas alturas.
 



 
 

Jorge Bustamante García
 

Wilde sólo supo volar
 
 

Jorge Bustamante, nuestro colaborador y rusófilo eminente, nos recuerda la idea de Wilde sobre la vivienda del hombre. Así la expresaba: “¿Usted se preocupa por los lugares? Yo no; mi casa siempre está en otra parte.” De ese modo transcurrió la vida de Wilde, como una constante pérdida del lugar. Su vida recorrió caminos de la tierra y el mar, pasó por aduanas, encierros, amores bellos y amores sórdidos. Cuando el aduanero neoyorquino se aprestaba a revisar las maletas de Wilde, éste lo detuvo diciéndole: “No tengo nada que declarar, salvo mi genio.”





Henry James era un escritor fino y erudito que consideraba que la principal virtud de una narración era su concisión, motivo por el cual adoraba a Iván Turguéniev y a Guy de Maupassant. Muchos de los personajes de James son americanos que viven en Europa y que sufren, por lo general, crisis recurrentes de identidad, lo que motivó en una ocasión un comentario irónico del casi siempre corrosivo Oscar Wilde: "¿Usted se preocupa por los lugares? Yo no; mi casa siempre está en otra parte." Por supuesto, semejante afirmación sólo la podía hacer alguien con un espíritu como el de Wilde, cuyo genio rebasaba todas las fronteras y que tal vez sólo hubiera padecido crisis de identidad si se encontrara totalmente aislado en un paraje marciano. Pero hay algo más: el "mi casa siempre está en otra parte" wildeano significa que su casa siempre estaba con él, que sin importar dónde se encontrara, él habitaba ese lugar sin falsas nostalgias: su casa era la imaginación y la capacidad de fabular, de inventar, de estar siempre en "otra parte". Pero es pertinente agregar que la ambición de Henry James no era crear personajes tipo Wilde, sino seres un tanto mediocres que sufrieran crisis de identidad por encontrarse lejos de casa, pues personajes así no pueden llevar su casa portátil a todas partes por el solo hecho de fabular.

Al mismo Oscar Wilde debemos otro comentario, ácido y mordaz, pero también definitivo, que además posee la rara cualidad de poder ser trasladado a cualquier época, sin perder un ápice de su efectividad: "Hay dos maneras de aborrecer la poesía; la primera es aborrecerla, la segunda es leer a Pope." De un solo golpe, sin argumentaciones de ningún tipo, sin alardes de analista y sin temer caer en injusticias, Wilde es demoledor en su juicio hacia el perspicaz autor de Ensayo sobre el hombre, que en su época había sido aclamado como el mayor poeta inglés, insigne traductor de La Ilíada y La Odisea y que ejerció una verdadera tiranía de pensamiento, gracias a su ingenio corrosivamente wildeano doscientos años antes que Wilde, y al que todos sus contemporáneos temían.

Para un hombre como Oscar Wilde, lleno de inteligencia, ironía, sensibilidad y un dejo de cristalina perversidad, poseedor de una memoria portentosa y una asimilación literaria inusual, estar en el mundo, y más en un mundo como el victoriano de finales del siglo XIX, debió ser como permanecer en una celda, en una cárcel nauseabunda, sin poder volar. Nunca reconoció límites a su talento, ni señas de identidad que lo ataran a convenciones establecidas, ni a tradiciones espúreas. De estirpe shakespeariana, sabía que lo esencial de lo humano residía en su precariedad y, aunque rico y privilegiado, creía sólo en la realización del talento como grandeza y extensión del alma. En un viaje a Estados Unidos, donde fascinaba por desenvainar afiladas paradojas, fue requerido por la aduana al llegar a Nueva York y, con la mayor naturalidad del mundo, le espetó a su interlocutor: "No tengo nada que declarar, salvo mi genio."

Wilde fue uno de esos escritores que puso todo su genio en su vida y sólo su talento en su obra, como se lo expresó alguna vez a André Gide. Con esto sugería que de haber puesto su genio en su obra habría estado seguramente al lado de Shakespeare en el olimpo inglés. Y no es para menos en un hombre capaz de crear una pieza tan sugerente y colmada de resonancias inauditas y vibrantes como La importancia de llamarse Ernesto, una "comedia trivial para gente seria" según sus propias palabras, pero que en realidad es un derroche de intriga y chispeante diálogo, sin asomos del sentimentalismo que aquejó a sus primeras obras dramáticas, como El abanico de Lady Windermere y Una mujer sin importancia. Aunque, víctima del oscurantismo de su época, pasó dos años en el penal de Reading por un delito que no es delito –sostener públicamente su credo estético y reconocer su homosexualidad–, Wilde no supo hacer otra cosa en la vida más que volar.