La Jornada Semanal, 15 de octubre del 2000   
 
 
Enrique López Aguilar
DE LA AMISTAD Y SUS ALREDEDORES

El cine norteamericano ha sido uno de los principales cultivadores del tema gangsteril y tal vez sea cierto que, por haber nacido muy cerca de él, casi sean indiscernibles: la figura solitaria, trágica, fascinante o terrible del gángster ha cruzado todo el siglo xx, pero el cine moderno, especialmente el neoyorquino, no sólo ha producido mitos recientes sino que ha tratado de buscar en el tema nuevas posibilidades para reflexionar acerca de la cultura norteamericana. Un nombre constante en muchas de las producciones es el de Robert de Niro, quien ha logrado imprimir un estilo y un rostro multiforme a las películas en las que participa.

Así las cosas, un director italiano decidió hacer una película respecto a la construcción moral de los Estados Unidos en el siglo xx, y eligió a De Niro para protagonizarla: el director es Sergio Leone; la película, Érase una vez en América (1983). El peso actoral de esta película recae sobre De Niro: su rostro, fijo en una fotografía que no tardará en resquebrajarse, es la primera imagen visual del filme; su rostro, resuelto en una sonrisa después del soporífero efecto del opio, es la última: sobre él correrán los créditos finales. Entre ese paréntesis facial, el espectador conocerá la historia de Noodles, dispuesta en tres tiempos (adolescencia, juventud y vejez): su origen judío-neoyorquino, el barrio pobre en el que se cría, su amistad con un grupo de niños parecidos a él (y que más tarde se convertirá en el núcleo de gángsters motivo de la historia) en el que se destaca Max, su iniciación en los negocios sucios, su prisión, la exitosa empresa iniciada por el grupo en la época de la prohibición, su amor por Rebeca, la ruina del proyecto colectivo, el asesinato de sus amigos (acontecimiento que lo lleva a descubrir un súbito e inexplicable empobrecimiento), el exilio, el cambio de identidad y el regreso.

El retorno del viejo Noodles a Nueva York es el reencuentro con su pasado y el principio de un hilo que le hará descubrir el misterio que lo cubre. El viejo Noodles ha aceptado la oscuridad que rompió su vida a los treinta y dos años, y el regreso, ambientado hacia 1965, le arrojará la luz necesaria para articular el rompecabezas. El espectador lo acompañará en ese viaje por el tiempo y aprenderá algo de la gramática de Sergio Leone: el pasado será recuperado mediante intercalamientos extensos alrededor del presente narrativo: la película comienza en 1933, pero después de un rato irrumpirá 1965 para indicar desde qué perspectiva se cuenta la historia y, luego, el siguiente regreso será hacia 1918; después de un brinco más, la película expondrá los años 1927-1933 hasta reentroncar con el exilio de Noodles. A estas alturas, Noodles y el público entienden cómo se fue construyendo el desastre vital del protagonista, aunque sólo hasta la última escena se descubrirá la identidad de quien lo ha destruido tan minuciosamente.

La línea argumental es compleja y requiere de cuatro horas para ser contada, pero si algo sabía hacer Leone era contar una historia con extremado dinamismo. El aparente desorden cronológico exige colaboración con la obra, pero nadie puede sentirse perdido en la película, pues Leone tiene la cortesía de guiar con claridad al espectador. Además, la precisión de las escenas, la sabia secuencia de momentos llenos de acción, violencia, ternura o humor, así como la presencia de una cámara que sabe mirar lo que debe verse y que se puede detener en la contemplación de calles y paisajes para que la música de Morricone construya una intensa escenografía auditiva, son otras de sus estrategias de seducción. El suspenso se prepara con tanto cuidado que la parte más cavernícola del espectador deja de oponer resistencia y se entrega a las caricias de un texto que siempre piensa en él pero que le exige interactuar constantemente.

Érase una vez en América parece una película de gángsters: tan importante como el tema es la exposición de la tesis de Leone: Estados Unidos se ha construido sobre la base de la corrupción y las componendas entre grupos de delincuentes y el poder. Sin embargo, el director italiano también ofrece matices que alejan a su película del tema. La recreación de las tres épocas es impecable, pero la película no es sólo una revisión nostálgica de ese pasado que ya no está o que está de otra manera; el amor tiene su espacio, pero no es una película fascinada por sus escenas amorosas o eróticas. En realidad, el tema central es el de la amistad, entendida a la manera homérica: la relación entre un grupo de hombres, su camaradería y los vínculos secretos y especiales que la caracterizan (la expulsión de la mujer y del amor de sus límites internos o la solidaridad que toca los límites del crimen y la venganza). Dentro de ese "club", resultan comprensibles la decepción y el dolor de Noodles, porque las traiciones o las victorias deben ser leídas en la dimensión de los integrantes del grupo, del gang.

Conocer Érase una vez en América es ingresar a una cofradía de aficionados que la comentan y la disfrutan incondicionalmente, es llevársela a la hipotética isla desierta, es enzarzarse en comentarios emocionados, conmovidos o deleitosos alrededor de ciertas escenas; también, terminar en el arrasamiento por la seducción implacable de la música de Morricone, no sólo una de las más hermosas y melancólicas que ha compuesto, sino una presencia notable desde que la película comienza. Es, también, lo que haré en breve: volver a verla en cuanto termine de emborronar estas líneas.

 
 
 


 
 
 Huellas perdurables 
(en ocasión de la exposición de Xi’an)

¿Quiénes son los guerreros de terracota que, impasibles y conmovedores, forman el cortejo funerario del primer emperador de China? ¿Quiénes fueron los artesanos que modelaron los rostros, cada uno distinto, de estos miles de soldados fabulosos? Descubiertos accidentalmente en 1974 en la provincia de Lintong a treinta y cinco kilómetros de Xi’an, por campesinos que buscaban agua durante una sequía especialmente severa, estos hombres de terracota han guardado la tumba del emperador por más de veintidós siglos. Hay generales, aurigas, arqueros, soldados de infantería y caballos (y las huellas de los carros de madera persisten) en formación de batalla.

Los guerreros, según el Libro del historiador Sima Qian, son el ejército que habría de proteger en el más allá a Ying Zheng, el hombre que adoptó el título de Primer Emperador de China y que quiso abolir la historia anterior a él. Ying Zheng resumió esa historia en el nombre que tomó: Qin es el nombre del reino en el que nació, shi es el primero, huang son los tres reyes sabios y di los cinco emperadores ideales. El mausoleo de Ying Zheng –cuya totalidad sería una réplica del universo– comenzó a construirse el día en que se hizo del poder, después de que, actuando con la rapidez y determinación de "un gusano de seda que devora una hoja de morera", reunió en un solo país y bajo su puño férreo, a una docena de reinos que habían guerreado por más de dos siglos (475-221 a.C.) y obligó a las familias nobles de todo el país a vivir en la capital, estrechamente vigiladas. Shi Huang Di unificó las medidas y los pesos, extendió su poderío hasta lo que hoy es el norte de Vietnam y cerró el paso a los bárbaros Hsiung-nu (tal vez los hunos). El país que resultó es China. 

En 1950, veinticuatro años antes del descubrimiento del mausoleo, Jorge Luis Borges escribió un breve artículo 
titulado "La muralla y los libros", en el que se interroga sobre las emociones que empujaron a Qin Shi Huang Di a ordenar la edificación de la muralla que aún hoy rodea al Reino Medio, y la quema de todos los libros anteriores a él. Hasta en una historia nacional tan dilatada como la china, los hechos de este hombre, habilísimo estratega y cruel tirano, se destacan por sus alcances; la reunión y sujeción bajo su mando de todos los reinos, la construcción de la muralla, la quema de los libros, la extraña manía de dar nuevos nombres a todo aquello que existía bajo su gobierno...

Borges dice acerca de la muralla que "cercar un huerto o un jardín es común; no cercar un imperio" y que "lo único singular de Shi Huang Di era la escala en la que obró". Tiene razón; la búsqueda de la inmortalidad y la sed de poder son vicios humanos, aunque pocos hombres han dejado testimonios tan duraderos. Una muralla de dos mil quinientos kilómetros de largo, la destrucción de los libros que contenían la sabiduría de Confucio y Lao Tse, el prohibir la mención del Emperador Amarillo so pena de muerte –por lo menos cuatrocientos filósofos fueron enterrados vivos– son actos descomunales.

"La muralla y los libros" acierta en otro punto: Borges supone que Shi Huang Di presiente a un hombre que vendría después, que trataría de repetir sus hazañas y borrar su nombre. La Revolución Cultural tal vez cumplió esta conjetura. Se quiso olvidar la sabiduría ancestral y borrar las tradiciones en la creación de una China nueva, nacida de un solo impulso. Shi Huang Di deseaba tanto la inmortalidad que la palabra "muerte" fue abolida en su corte. Los médicos y magos a su servicio trabajaron sin descanso buscando el elíxir de la vida eterna. Su imperio terminó con su muerte. También la Revolución Cultural se extinguió. China, el país de "la más tradicional de las razas", recuperó de nuevo su pasado. Persisten los nombres de los príncipes y los jefes; pero más inquietantes y más misteriosas son las huellas de aquellos cuyos nombres no han llegado a nosotros: las obras que perduran a pesar de los intentos de borrar el pasado. De los constructores de la muralla y la tumba. De los artesanos que moldearon a los soldados. De los hombres y mujeres que acompañaron a Mao en la Gran Marcha. De los burgueses e intelectuales que desaparecieron. De quienes tejieron las guirnaldas luctuosas el 9 de septiembre de 1976, el día de la muerte de Mao. Las huellas de la gente de China.
 
  

     
 

 
Luis Tovar
 
Los payasos premiados
    Con mucha mayor frecuencia de lo que usted se imagina, en algunas publicaciones aparecen textos firmados por "críticos" que no han visto la película de la que hablan. Habría que preguntarles, como Lennon a McCartney: ¿cómo duermes por las noches? Aunque esto da tema para rato, sólo quise mencionarlo ahora para curarme en salud, porque es la primera vez que no me queda de otra: no he visto Así es la vida ni La perdición de los hombres, las dos más recientes películas filmadas por Arturo Ripstein y llevadas a concurso al 48 Festival de San Sebastián, y de las cuales, como seguramente sabe usted, la última ganó la Concha de Oro, el Premio del Jurado al mejor guión y el Fipresci de la crítica internacional.

    Otra aclaración: el título de esta columna no lleva jiribilla: sólo se hace eco de la respuesta dada por Paz Alicia Garciadiego a Patricia Landino, para La Jornada: "Nosotros somos payasos." Por lo demás, hace poco que ella y su esposo aseguraron que, en general, siempre han estado cerca del espíritu de la comedia.

    Payasos que caen gordos

    "Es una gente que causa mucha controversia y eso a él le encanta", dijo Julieta Egurrola a Reforma, cuando le preguntaron qué opinaba de este nuevo triunfo de Ripstein en San Sebastián (el primero fue por Principio y fin, en la que ella tuvo un papel protagónico). Conocedora del carácter del director –que, como describe Javier González Rubio Iribarren, "es bastante tosco y austero"–, Julieta remató diciendo que: "me da mucho gusto por los dos [Ripstein y Garciadiego] y, ni modo, les dará coraje a quienes les caiga gordo Ripstein".

    Se necesitaría ser muy mezquino para regatearle méritos a un cineasta con una trayectoria y una solidez formal como las que Ripstein ostenta. Eso sí, don Arturo se ha ocupado tan diligentemente de ser el antónimo de la expresión "monedita de oro", que seguramente sí hay gente a la que este payaso le caiga gordo. Desde luego, esa forma de ser ("incansable, obsesivo, delirante, intolerante, autoritario, violento y tierno", define González Rubio), tiene y al mismo tiempo no tiene que ver con su filmografía. Me explico: tiene que ver por la sencilla razón de que todo creador refleja en la obra que produce su forma de ser y de encarar al mundo, a través de sus intereses, fijaciones u obsesiones. Y no tiene que ver en tanto el trato que el creador le dispense a periodistas y críticos no influye para nada en la obra misma. Un botón de muestra: "La opinión de la crítica es la opinión de la crítica. La otra es la mía. En muchas ocasiones no es semejante. Además, algunos dicen una cosa y otros dicen otra muy diferente": así le contestó Ripstein a Ángel Vargas, cuando éste adujo que La perdición de los hombres no había convencido a algunos críticos. Es curioso que un realizador así de experimentado –tanto haciendo películas como recibiendo buenas y malas críticas por igual– responda sólo con obviedades a un tibio intento por cuestionar a la ganadora de San Sebastián. Uno piensa: si ya había ganado, ¿qué le costaba hacer un poquito de autocrítica, sobre todo en una de las contadas entrevistas que ha concedido? Lo incomprensible –por innecesario– es que le revirara al reportero: "¿Por qué no apunta usted a los que sólo dicen que es prodigiosa?" (Esto se parece a una anécdota que se asocia con Carlos Salinas de Gortari, según la cual una vez alguien le recriminó: "Dicen que usted sólo está dispuesto a escuchar elogios." Salinas respondió: "Eso prueba que no estoy totalmente cerrado al diálogo."

    Problemas y payasadas

    Los problemas (para quienes no somos Ripstein, pues de seguro a él esto lo tiene sin cuidado) surgen cuando esa relación, de suyo tirante, se fuerza hasta ribetear las fronteras de la soberbia y, peor, cuando el trato ríspido es llevado a los terrenos de colegas y público. En la misma charla con Ángel Vargas, refiriéndose a su segunda Concha de Oro, Ripstein dijo: "...naturalmente, lo comparto con algunos de los cineastas de México; no todos, ciertamente, sino con unos cuantos que aprecio y quiero; con los otros no". Órale, como diría Brozo. A todos nos da por pintar nuestra raya de tanto en tanto, pero la pregunta es: ¿hacía falta pintarla justo ahí, cuando otros cuatro directores mexicanos se fueron con las manos vacías? ¿Se habrán sentido aludidos María Novaro (Sin dejar huella), Juan Carlos de Llaca (Por la libre), Óscar Urrutia (Rito terminal) y Alejandro González Iñárritu (Amores perros)? ¿O "los otros" serán algunos de los que ganaron en la más reciente entrega de Arieles, a la que Ripstein no quiso asistir con El coronel no tiene quien le escriba? Se aceptan respuestas.

    No hace mucho, otra de las gracejadas del payasito de marras consistió en decir (la nota apareció en Reforma), palabras más, palabras menos, que si a cierto público mexicano le desagradaban sus películas, ese era problema del público y no de lo que él filma. No es infrecuente que un creador sostenga que su obra no está para complacer a nadie en especial; tampoco faltan los genios incomprendidos. El hecho es que el cine podrá ser todo lo personal que se quiera, pero no dejará nunca de ser parte de la cultura de masas (por lo cual habría que pensar en ellas de vez en cuando, y eso no significa por fuerza hacer cine "comercial" o dar concesiones de cualquier tipo). Y, sobra decirlo, Ripstein no es un genio; es un director incuestionable, reconocido sobre todo en el extranjero, propositivo y perseverante, pero está muy lejos de la genialidad. (Para que no se me echen encima sus panegiristas –que los hay–, me apresuro a nombrar tres películas de Ripstein que me parecen excepcionales: Tiempo de morir, El lugar sin límites y Principio y fin.)

    Yo tampoco la he visto

    En la antepasada Muestra de Cine Mexicano en Guadalajara, Ripstein confesó un par de cosas: la primera, que pudo filmar El coronel no tiene quien le escriba porque García Márquez se lo permitió puesto que "ahora ya sabía hacer películas"; la segunda, que con esa película "quería que lo quisieran". Evidentemente, Ripstein sabe hacer películas desde hace un buen tiempo. No queda claro si logró que lo quisieran o si todavía busca eso. Como aquí sólo cuenta lo que se ve en pantalla, y como, al igual que usted, yo tampoco he visto La perdición de los hombres, esperemos a que se estrene en México para disfrutar (y hablar de) el trabajo de un cineasta complicado tanto en sus propuestas formales como en su trato. Entretanto, vaya una sincera felicitación a él y a Paz Alicia.

     
     

    De un cuaderno de notas

    1. Primitivo. ¿Qué decimos cuando calificamos algo de "primitivo", arte primitivo, sociedad primitiva? Antes decíamos "salvaje", esto es, no civilizado. Aplicado a entes naturales es claro: jardín salvaje (no cultivado), perro salvaje (no domesticado), pero aplicado a humanos dista de ser claro: todo pueblo tiene una cultura, la expresión "humano salvaje" carece de sentido. Por eso los antropólogos niegan un sentido del concepto "primitivo". Lévi-Strauss dice de las sociedades primitivas: "Esas sociedades son tan primitivas como las nuestras. En todas partes el pasado de la humanidad es el mismo. Desde que existen homínidos en la Tierra se han formado sociedades que han evolucionado para cambiar o desaparecer y, en este caso, dejar lugar a otras nuevas. Ninguna de las que se han podido estudiar en directo en el curso de los últimos siglos o que todavía pueden observarse ofrecen la imagen, milagrosamente preservada, de las sociedades en las que habitaron nuestros más lejanos antepasados."

    ¿Qué es lo que está diciendo Lévi-Strauss? Interpretemos: no se piense que las "sociedades civilizadas" pasaron por estados primitivos (como los que ahora vemos) y siguieron adelante en su desarrollo. Por eso, no debe entenderse "primitivo" como "detenido en su desarrollo" o como "en fase anterior o embrionaria". No, las sociedades primitivas son, a su modo, plenamente desarrolladas, complejas, artificiales, estilizadas, en su propio y peculiar desarrollo, diferente del nuestro. En una palabra: el modelo niño-adulto no se aplica para esclarecer el término "primitivo". Ni por consecuencia sirven esas sociedades para estudiar estadios anteriores de nuestra civilizada sociedad. Esto es, no hay "evolucionismo unilateral".

    Esta restricción del término "primitivo" es, creo, buena y sana. Y voy a dar una prueba contundente de su verdad. Dice así simplemente: no hay lenguajes primitivos. "El papel indispensable del habla en la cultura humana –escribe Max Black– puede servir para explicar el hecho sorprendente de que todas las sociedades conocidas, por "primitivas" que sean en otros aspectos, poseen lenguajes plenamente desarrollados. El bosquimano de África y el aborigen de Australia cuentan con un vocabulario y una gramática de tal complejidad que ponen a prueba la capacidad de aprendizaje del lingüista más avezado."

    Las sociedades humanas son objetos en extremo complejos, con un número de variables tan elevado que, asienta Lévi-Strauss, "uno no puede estar nunca seguro de haber alcanzado su verdadera o última naturaleza". Pero el lenguaje hablado en una sociedad es una variable sólida, clara, que puede estudiarse, compararse. Ahora bien, la complejidad de un lenguaje dado corresponde por necesidad a una complejidad social dada porque el lenguaje opera cubriendo los requerimientos de esa sociedad. Por tanto no hay sociedades primitivas en el sentido repudiado aquí de "primitivo".

    2. Desapariciones. Repugna a la inteligencia que algo que está deje de estar. Entendemos que algo deje de estar aquí para estar allá o que deje de ser X para ser Y, esto es, que se transforme en otra cosa. Pero que esté y, pum, como por prestidigitación, desaparezca por completo, eso, no lo podemos admitir, comprender o asimilar. ¿Qué ejemplo claro podrías dar de algo tan extraño como una desaparición absoluta?

    Creo que esta limitación intelectual está en la base de las creencias en la inmortalidad del alma porque, cuando alguien muere, la persona desaparece así, pum, como por arte de magia. El cuerpo queda ahí, y sabemos en qué se transforma lentamente, pero la persona se evapora en el éter, pum, ya no está. Y eso repugna a la inteligencia y sentimos que, simplemente, no puede ser.

    De ahí que la tendencia histórica inmediata de la gente sea creer en la inmortalidad del alma. Todos los pueblos empiezan creyendo eso de una manera u otra, y se precisa un alto grado de desarrollo, de refinamiento mental, filosófico, científico, para razonar que el alma muere con el cuerpo que habita y más aún para no creer siquiera que hay eso de "alma" en el humano.

    Sin embargo, entre nosotros es al revés, casi todo mundo se ríe de la posibilidad de que el alma sea inmortal. ¿Por qué será?