La renta
de la vida
Armando Bartra
Hoy, la creación de riqueza a nivel corporativo
viene de las compañías que comandan las ideas,
no de las que fabrican cosas.
John H. Bryan, Director Ejecutivo de Sara Lee Corp.
Tabla rasa
El capitalismo es el reino
de la uniformidad. No es maldad congénita o gusto por la monotonía,
es que la condición primordial del sistema del mercado absoluto
es la universalidad de los precios como única medida del intercambio.
Y la operación de este mecanismo supone que bienes iguales, que
se venden por montos iguales, se generen a costos tendencialmente iguales
y con iguales tecnologías; es decir homogeneidad productiva, especialización
de las factorías, estandarización de los productos, uniformidad,
uniformidad, uniformidad...
Y si lo heterogéneo es disruptivo
pues atenta contra la universalidad del intercambio monetario, simplemente
hay que suprimirlo. Así, el joven capitalismo apostó al emparejamiento,
emprendiendo una gran cruzada universal por hacer tabla rasa de la diversidad
de los hombres y de la naturaleza. A unos los uniformó con el indiferenciado
overol obrero y a la otra nivelando suelos y talando bosques para establecer
vertiginosos monocultivos. Fracasó, pero en el intento aún
puede llevarnos entre las patas.
Perversiones campestres
El sistema industrial es propicio a la monotonía
tecnológica y la serialidad humana, por eso el capitalismo es fabril
por antonomasia. La agricultura, en cambio, es el reino de la diversidad:
heterogeneidad de climas, suelos, ecosistemas y paisajes, que se expresa
en diversidad productiva y sustenta la pluralidad de talantes socioculturales.
El saldo de la imposición
de los moldes capitalistas a la producción agropecuaria fue perverso.
Monopolios naturales de un bien originario y escaso como la tierra, y diversidad
en el espacio y el tiempo de los costos de producción, generaron
rentas absolutas y diferenciales que distorsionaban la distribución
del excedente económico, propiciando modalidades viciosas de acumulación.
Algunos pensaron que era una herencia del viejo régimen, en realidad
era el saldo de someter un proceso productivo basado en recursos preexistentes,
diversos, desigualmente repartidos y escasos, al sistema de mercado absoluto;
era la resistencia de la naturaleza a la compulsión emparejadora
del capital.
La gran utopía del capitalismo
decimonónico fue una agricultura operando al modo fabril. Un sector
agropecuario dependiente sólo de máquinas e insumos industriales
y por fin independizado de la voluble y dispar naturaleza. Con una producción
que dependiera únicamente de la propia producción, se pensaba,
el mercado podría hacer limpiamente su trabajo igualador y desaparecerían
tanto los monopolios indeseables como las rentas.
La industria de la vida
A fines del siglo XX se cumplió,
por fin, la profecía decimonónica. Al descifrar el germoplasma,
la biotecnología creyó haberse apropiado de las fuerzas productivas
de la naturaleza, que ahora podrían ser aisladas, reproducidas y
transformadas in vitro. Y también, como una máquina
o un insumo de origen industrial, podían ser patentadas y valorizadas
por sus nuevos propietarios.
Pero, al igual que la vieja agricultura,
la flamante biotecnología tiene una base natural, pues el germoplasma
es un recurso diverso, finito y abigarrado, que se ubica en ecosistemas
territoriales, sobre todo del Sur. Como al comienzo lo fueron las tierras
fértiles, irrigadas y con climas propicios, la biodiversidad --base
de la ingeniería genética-- es hoy monopolizable. Y esta
privatización excluyente de un bien natural escaso es, de nuevo,
fuente de especulación y rentas.
Los viejos terratenientes y las antiguas
compañías extractivas depredadoras están dejando paso
a las colosales corporaciones biotecnológicas, gigantes transnacionales
que si antes se especializaban en farmacéutica, cosméticos,
alimentos, semillas, medicina veterinaria o agroquímicos, hoy son
omnipresentes industrias de la vida.
Industrias en expansión, pues
en el capitalismo de fin de milenio está ocupando espacios crecientes
la producción biótica, que durante el siglo pasado fue desplazada
por la multiforme petroquímica y actualmente representa un 45 por
ciento de la economía mundial. Arrinconada junto al fogón
por más de un siglo, madre naturaleza regresa por sus fueros, y
las perversiones que acarrea su sujeción a la horma del mercado
irrestricto es uno de los factores más desquiciantes del capitalismo
crepuscular y un severo riesgo para la vida toda.
Y no son sólo flora y fauna
bruta, también el genoma humano anglosajón ha sido descifrado,
y las grandes compañías transnacionales están recopilando
y codificando los caracteres de otras razas, pues --como señala
Pat Mooney-- el dinero está en las diferencias. El diagnóstico
precoz de enfermedades, el diseño de nuevos medicamentos, la producción
de tejidos orgánicos para trasplantes, y otras vertiginosas posibilidades,
se hallan en manos de quienes intentan patentar el código cifrado
de Adán.
En el arranque del nuevo milenio,
el perverso monopolio económico sobre un bien silvestre polimorfo
y escaso, está poniendo la alimentación, la salud y casi
la mitad de la economía, al servicio de capitales y procesos de
acumulación cuya capacidad de chantaje y especulación es
ilimitada pues de ellos depende, ni más ni menos que la existencia
humana.
De la renta de la tierra a la renta de la vida
Si en los siglos XVIII, XIX
y XX un gran conflicto fue el destino de la renta capitalista de la tierra
y del subsuelo, a fines del siglo pasado y en el presente, la rebatinga
es por la renta de la vida. Y en las dos épocas los grandes perdedores
son las comunidades campesinas e indígenas. Los hombres de cuyas
labores y saberes depende gran parte de la producción agropecuaria
y la reproducción social de la biodiversidad, pagaron con trabajo,
dinero o productos, las rentas del antiguo régimen, y cuando no
fueron expropiados en nombre de la modernidad, les tocó la de perder
en el reparto del excendente capitalista. Pero si de una u otra forma siempre
han tenido que pagar por el acceso a una tierra que originalmente era suya,
en el futuro pagarán por acceder a los recursos bióticos,
tanto silvestres, como por ellos domesticados o intervenidos por la biogenética.
Los avatares de las semillas dramatizan
esta historia. Primero fue la selección por el propio productor,
que le daba autonomía; luego los híbridos, que tenía
que comprar año tras año para que no se diluyeran sus atributos;
más tarde los transgénicos, que combinan cualidades de más
de una especie; y ahora la tecnología Terminator, consistente en
la alteración genética de plantas para volverlas estériles
y poner la llave de la reproducción biológica --y la cerradura--
en manos de trasnacionales. Y esta es una saga donde cuentan menos los
rendimientos agrícolas sostenibles que la rentabilidad corporativa
y lo último a considerar es el impacto ambiental de la tecnología.
Si el monopolio sobre la tierra y
sus cosechas dio lugar a rentas colosales generadas especulando con el
hambre, la usurpación de la clave genética de la vida es
una fuente aun más grande de poder económico, pues está
en sus manos la alimentación, la salud y cerca de la mitad de los
procesos productivos.
La tierra y la vida son demasiado
importantes para abandonarlas al juego del mercado y a los dados cargados
de los grandes apostadores. La épica historia de las reformas agrarias
del siglo pasado revela que ordenar el acceso al territorio es prioridad
social y asunto de Estado. Y con más razón lo es el usufructo
sobre las claves de la vida. Pero en verdad, más que asuntos de
Estado son incumbencia de la comunidad humana; y para empezar de las comunidades
agrarias, los responsables directos de la reproducción social de
la biodiversidad.
Banqueros de datos
El sustento de la revolución
biotecnológica es la revolución informática, y el
monopolio del germoplasma adopta cada vez más la forma de bases
de datos. Así, la vida se transforma en bytes y su propiedad
restrictiva deviene fundamento de los modernos procesos de capitalización.
Parafraseando a Brecht, podríamos decir que en los tiempos de la
gran red, peor que el hacker que asalta sistemas informáticos
es la corporación que privatiza vitales bancos de datos.
De hecho los monopolios informáticos
son la nueva clave de la acumulación. La globalización del
dinero virtual y la privatización de la información financiera
reservada es la máxima fuente de ganancias del mundo contemporáneo
y el origen de nuevas crisis planetarias del capital. El ciberespacio deviene
el más importante ámbito de mercadeo, y la privatización
de las direcciones web y de la información sobre los gustos
e intereses de sus usuarios, sustenta los nuevos monopolios comerciales.
Los bancos de germoplasma y la información sobre los códigos
genéticos son base de la inédita industria de la vida.
Así, el nuevo soporte del
capital es la informática, y las ganancias empresariales dependen
cada vez más de la privatización de los bancos de información
y del control sobre las redes por las que fluye. La verdadera riqueza económica
del siglo xxi es la riqueza digitalizada.
El mapa y el territorio
La especulación basada
en prospectivas de los flujos financieros mundiales del capital virtual,
el acceso planetario a los consumidores que navegan en el ciberespacio,
los códigos genéticos de millares de plantas y animales,
y del propio genoma humano descifrado, son sin duda fuentes colosales de
acumulación. Pero no son la verdadera riqueza. Son los nuevos valores
de cambio pero en sí mismos no son valores de uso.
La cartografía no es el territorio,
y la biodiversidad no son sólo los jardines botánicos, las
colecciones, los bancos de germoplasma y su forma superior, los códigos
genéticos descifrados. La riqueza biológica está sustantivamente
en los ecosistemas. Originalmente, es claro que se encuentra ahí,
y por eso la nueva guerra territorial del capital se expresa en el avasallamiento
o la seducción de las comunidades agrarias y en la pugna de los
gigantes corporativos por el control sobre las regiones biodiversas, sobre
todo del Sur.
Pero, en la perspectiva depredatoria
de los saqueadores, una vez obtenidas las muestras el ecosistema sale sobrando,
pues su estrategia económica consiste en sustituir la biodiversidad
y las prácticas culturales que la preservan por monocultivos de
variedades transgénicas, de ser posible basados en semillas castradas
que intensifican la dependencia del agricultor.
Entonces, la acción de los
corsarios genéticos y la privatización de los códigos
de la vida no son sólo mecanismos de enriquecimiento especulativo;
son también y sobre todo acciones ecocidas, un atentado a la biodiversidad,
un suicidio planetario.
La biodiversidad in situ está
mayormente en el Sur, en manos de comunidades campesinas, con frecuencia
indígenas; en cambio la biodiversidad ex situ está
en el Norte, en los bancos de germoplasma y las bases de datos que posee
el gran capital. La perspectiva de controlar y expoliar a los pequeños
agricultores --y también a los consumidores-- con el monopolio de
la tecnología genética, es indeseable pero fundada; en cambio
la pretensión de que así las corporaciones se apropian de
la biodiversidad, es un espejismo. La verdadera industria de la vida está
en los ecosistemas y los sociosistemas, lo otro es la industria de la muerte.
In situ, ex situ
El monopolio ex situ
de la biodiversidad, representada por los bancos de germoplasma y los códigos
genéticos, y por la diseminación de variedades transgénicas,
de preferencia castradas, es socialmente expoliador, económicamente
injusto y ecológicamente suicida; es, en fin, la antítesis
de la sustentabilidad. Pero hay que admitir, también, que el manejo
comunitario y empírico de la biodioversidad in situ devino
incompatible con los retos de la demografía; que con frecuencia
tecnologías que antes fueron racionales se tornan depredadoras y
que los campesinos al filo de la hambruna difícilmente resisten
la seducción de monocultivos ferticidas y paquetes tecnológicos
agresivos pero prometedores.
La posibilidad de sobrevivencia humana,
inseparable de la conservación de la biodiversidad, no está
entonces en el germoplasma cultivado in vitro, que hoy controla
el gran capital; pero no está tampoco en el germoplasma silvestre
o domesticado que aún usufructúan las comunidades.
La salida no está en ninguno
de los dos vistos por separado, la solución está en ambos
operando concertadamente. Sólo que la lógica mercantil del
polo empresarial del dilema, se ha mostrado históricamente incompatible
con una estrategia cuyo sustento es el respeto a lo diverso y el reconocimiento
de la irreductibilidad última de los valores de uso a los precios
de mercado. Sin duda podemos, y debemos, ponerle precio a la conservación
de los ecosistemas, pagar los llamados servicios ambientales y restituir
a las comunidades por el uso de plantas, animales y saberes por ellas generados.
Hay que reconocer que si bien con tales acciones le ponemos precio a lo
inapreciable, imponemos normas de economía moral a fuerza de voluntad
societaria y en nombre de la economía del sujeto le torcemos la
mano a la economía del objeto.
La solución está en
articular códigos y biodiversidad viviente, bancos de germoplasma
y ecosistemas, saberes locales y saberes formales. Pero la clave del proceso
no radica en el mapa sino en el territorio, pues en última instancia
la biodivesidad se pierde in situ y se restituye in situ.
El proceso empieza y termina en el ecosistema y su piedra de toque no está
en el capital sino en la comunidad.
*
No son, éstas, visiones apocalípticas ni anticapitalismo trasnochado. Es que la irreductible diversidad biológica y la perseverante pluralidad sociocultural, son en verdad los límites de un sistema que ha creado riqueza pero también miseria, que ha dominado a la naturaleza pero también la ha destruido; de un sistema emparejador que quiso hacer tabla rasa de la diversidad en nombre del impersonal intercambio de mercancías y por fortuna ha fracasado en el intento.