La Jornada Semanal, 8 de octubre del 2000 
 
Shusaku Endo
el cuento del domingo
 
Una figura evanescente
 
 
"Cada día semejaba una eternidad, pero nunca escuché un solo sonido que proviniese de su cuarto", dice el protagonista de esta historia llena de silencios, quietud, recuerdos y pacientes esperas. La figura evanescente que da título a este magnífico cuento de Shusaku Endo podría ser la voz que narra, su vecina de cuarto en el hospital, el pájaro maina siempre a punto de decir algo fundamental, o el lenguaje mismo, a la manera en que Li Tai Po, otro gran escritor de ese Oriente tan poco frecuentado por los lectores de habla hispana, lo describe: "El río ligero desemboca en el mar y no vuelve jamás...".
 
 
 

En el pasado, siempre que tenía una noche de insomnio, deliberadamente ponía algún libro ininteligible cerca de mi almohada y leía algunas páginas hasta que me adormecía. Pero en estos días basta con ponerme los lentes de lectura para ver lo que hay en la página; ha sido una pena haber abandonado el viejo hábito.

En lugar de eso, me recuesto en la oscuridad y pienso en el pasado. Cuando cierro los ojos, los rostros de la gente que he olvidado por completo acuden lentamente uno tras otro como burbujas en el agua. La mitad de ellos ya están muertos, y los que aún viven, no tengo idea de dónde están ahora, o de lo que hacen.

Medito sobre cada uno de esos rostros hasta que me duermo, y me doy cuenta de lo viejo que me he vuelto. En algún tiempo moriré. Me pregunto si alguien durante una noche de insomnio pensará en mí.

Recuerdo el rostro pálido de una mujer de edad mediana. Sus hombros débiles estaban escondidos bajo un abrigo corto, negro por completo, el día en que salió tímidamente a la veranda en el hospital. Yo estaba afuera poniendo semillas en la jaula del pájaro maina* que tenía en una esquina. Ella me saludó con reserva considerable.

"¿Le han dado fecha para su cirugía?"

Sacudí la cabeza. "Los doctores no parecen ser capaces de tomar una decisión."

Hace ya quince años de eso. Aguardé por varios meses en ese hospital mi tercera operación. Y esa mujer vivió mucho tiempo en la habitación contigua a la mía. Cada día semejaba una eternidad, pero nunca escuché un solo sonido que proviniese de su cuarto, aunque estaba separado del mío sólo por una pared sencilla.

La tarjeta en la puerta de su habitación tenía el nombre de Horiguchi. Yo suponía que era un ama de casa que vivía en la parte vieja y establecida del centro de Tokio. Tenía pocos visitantes; una o dos veces por semana entraba un hombre que aparentaba pertenecer al sector mercantil, vestido con un vistoso traje occidental. Parecía el dueño de una tienda de artículos eléctricos o un mayorista de ropa, y yo asumía que era el esposo.

Aunque habíamos vivido en cuartos adyacentes durante más de medio año, nunca había hablado con ella. Nuestra primera conversación tuvo lugar ese invierno en la veranda cuando alimentaba al maina.

Yo estaba completamente consumido por los casi tres años de estancia en el hospital y dos operaciones mayores. Ya no tenía esperanza alguna de que pudiera recuperarme, y había cesado de creer en las engañosas palabras de consuelo pronunciadas por los doctores. Si bien estaba agradecido con aquellos que me visitaban, algunas veces me sentía muy agotado incluso para querer hablarles. Tales sentimientos me habían arrojado a desembolsar una buena cantidad de dinero para comprarme un pájaro maina.

Entrada la noche, cuando la tranquilidad se había instalado sobre el hospital, yacía solo en mi habitación y hablaba con el ave. "¿Moriré si tengo otra operación?" El maina ladeaba la cabeza y respondía. "Sí–í." "¿Hay un Dios?" "Sí–í". Luego escrutaba dentro de sus ojos humedecidos. Decidí que esta ave era la única que no me mentiría.

"¿Es un pájaro maina?", escuché una voz preguntándome un día cuando estaba afuera en la veranda. Me volví para ver a la señora Horiguchi de la habitación contigua. El sol invernal que brillaba sobre ella era débil, y su rostro estaba privado de color. Me miró, después miró la jaula, y murmuró como para sí misma, "Es mejor hacer con la pasta una bolita y dársela al ave cuando esté hambrienta."

Luego permaneció en silencio por un instante.

"Hace más o menos un año… decidí que quería tener un ave que pudiera hablar como nosotros. Todos somos casi iguales, ¿no cree?"

Todos somos casi iguales. Por ese simple comentario era evidente que la Sra. Horiguchi también había padecido su enfermedad durante un largo periodo. Por algún motivo pensé en la historia bíblica acerca de la mujer con un problema de sangre.

Después de eso conversábamos de vez en cuando en la veranda. Incluso luego de que nos familiarizamos, pasó mucho tiempo antes de que descubriera que ella estaba casada con E., el famoso actor de kabuki. Había asumido con ignorancia que el hombre bien vestido que entraba y salía de su habitación era alguna especie de comerciante. Y la señora Horiguchi parecía un poco ordinaria y modesta para ser la esposa de un actor tan popular entre las mujeres jóvenes.

"¿Cuánto tiempo ha estado enferma?", le pregunté.

"Diez años."

"¿Ha estado en el hospital todo el tiempo?"

"No. Me voy y regreso. He sido un gran problema para mi marido."

"Entiendo que está casada con E., el actor de kabuki."

"Sí. Se supone que mi esposo va a adoptar un nuevo nombre artístico, pero lo ha estado posponiendo una y otra vez a causa de mi enfermedad."

No lo sabía entonces, pero aparentemente, cuando un actor de kabuki hereda el nombre de otro, hay cantidad de tareas que su esposa debe emprender. La señora Horiguchi explicó que los rumores de que su esposo adoptaría un nombre nuevo habían empezado dos años atrás, pero debido a que su condición había empeorado y ella debió volver al hospital, la asociación de apoyo hacia su esposo se vio forzada a posponer la ceremonia.

"Toda la gente es casi igual." Me apropié de su frase. "Estoy seguro de que su esposo preferiría tenerla a usted sana que tener un nuevo nombre artístico."

Sus ojos se encapotaron. La señora Horiguchi guardó silencio. Sus débiles hombros lucieron más pequeños que antes. Sabía lo insignificante que había sido mi comentario. Yo mismo había dejado de creer en las palabras de alivio que me decían, y había empezado a encargarme del maina.

Fue un largo invierno el de ese año. Una noche, cuando yacía en la cama mirando el techo, de pronto las luces se apagaron. Un paciente del tercer piso, incapaz de resistir el sufrimiento, se había lanzado desde la azotea y caído encima de los cables eléctricos. Oí el alboroto de las enfermeras corriendo en el pasillo. Dijeron que se había roto el cuello, pero no me sorprendió en absoluto. Todos éramos casi iguales.

"Bien, vamos a ver. Observaremos su condición por más o menos tres meses, y luego decidiremos si operar o no."

Un nuevo año veía la luz, pero las palabras de los doctores eran tan evasivas como siempre. En tres meses llegaría la primavera. Los cerezos en el campo florecerían. Aunque ya en dos ocasiones había visto esos árboles florecer desde la ventana de esa misma habitación.

"Con esta enfermedad en particular…" El doctor sacó una cajetilla de cigarros de su bolsillo, pero cuando advirtió mi semblante, sonrió con vergüenza y se retractó. "…debería pensar que cada año es como un mes. Esto es inclusive corto comparado con la señora Horiguchi, su vecina."

"¿Hay alguna posibilidad de que se recupere?"

"Se recuperará muy bien. Pero no si deja de nuevo el hospital."

De hecho, varios días antes la señora Horiguchi había venido a consultarme. No podía decidirse si dejar o no el hospital.

"El asunto del cambio de nombre resurgió en el Año Nuevo. Sencillamente no me siento bien al causar que mi esposo y sus partidarios lo pospongan por más tiempo."

"Sí, pero…" Repetí confundiendo las palabras "sí, pero" una y otra vez en mi cabeza. "¿Qué opinan los doctores?"

"¿Los doctores? Siempre dicen lo mismo: ‘Sus oportunidades de mejoría han aumentado con este nuevo medicamento, así que no debe exagerar las cosas.’"

Cruzó las manos y respiró profundamente. Había probado casi toda medicina disponible, y ahora no tenía nada en que confiar salvo en un antibiótico recientemente descubierto. Si dejaba ahora el hospital y su condición se deterioraba, había poca esperanza de que volviera a recuperarse. No supe qué respuesta darle. A nuestros pies, el maina en su jaula inclinaba la cabeza y decía algo en una voz que sonaba casi humana.

Luego de aquello no vi a la señora Horiguchi por un tiempo. En su habitación no se percibía ruido alguno. Era como si el silencio mismo comunicara su tormento y ansiedad. Durante los periodos de descanso vespertinos escuché el mudo silencio de su habitación y aguardé la decisión que ella había tomado. Mientras esperaba, recordé lo que había visto a través de la ventana de un cuarto al otro lado del patio dos años antes, durante el verano, tras ingresar al hospital.

El paciente de esa habitación había sido un hombre de unos cincuenta años; tenía leucemia. Su joven esposa, que siempre usaba delantal blanco, lo había cuidado fielmente. Hacia el final del verano lo vi limpiarse la boca con un papel y luego mirarlo con intensidad. Ese fue el día en que se dio cuenta de que sus encías estaban sangrando. Una vez que hay hemorragia en las encías, la leucemia ha avanzado más allá de toda esperanza de recuperación.

Entonces, como ahora, miraba por la ventana todos los días, preguntándome qué harían este hombre y su esposa. Sé que fue descortés de mi parte espiarlos, pero quería estampar en mis ojos una imagen precisa del sufrimiento humano. Y luego, una tarde, con el sol poniente inflamado, los vi acurrucarse el uno contra el otro como las aves. Estaban sentados en la cama, sus ojos clavados en el piso. El esposo, que estaba por morir, y la esposa, que iba a ser abandonada, se sujetaban de las manos. Recordé esa imagen mientras escuchaba el silencio absoluto proveniente del cuarto de la señora Horiguchi.

Hubo una fuerte tormenta de nieve en febrero. Incluso después de que se derritió la nieve, una deslucida capa semifundida persistió en el patio. Me resfrié y tuve un poco de fiebre. Cada tarde mi temperatura subía hasta alrededor de 38 ºC; debido a la experiencia acumulada era capaz de medir mi temperatura sin termómetro, sencillamente por el rubor en las mejillas y el lánguido peso de mis extremidades. Pasé los días viendo al maina, que inclinaba la cabeza hacia mí.

Uno de esos días por la tarde llamaron a mi puerta. Era nuestro periodo de descanso entre una y tres, de forma que ignoraba quién podía ser el visitante. Abrí los ojos y grité: "¿Quién es?" La puerta se abrió un poco, y el pálido rostro de la señora Horiguchi apareció tímidamente.

"Quiero agradecerle por todo lo que ha hecho." Iba vestida de manera elegante con un kimono formal y una chaqueta haori. "Lo he meditado un buen tiempo… y he decidido dejar el hospital."

"¿Ahora?"

"Sí."

Una sonrisa vaciló en su blanco rostro demacrado. El comentario del doctor en cuanto a que ella tenía pocas esperanzas de recuperación si se iba recorrió mi pensamiento, pero no dije nada.

"Gracias de nuevo." Respiró profundamente y agregó: "Usted… cuídese mucho."

La puerta se cerró con suavidad. Me incorporé de la cama, me puse deprisa las pantuflas y salí al pasillo. La señora Horiguchi iba caminando con la cabeza inclinada por el corredor largo y silencioso. Sus hombros y espalda parecían notablemente delgados y pequeños. Eventualmente la perdí de vista, pero aun después de que se hubo ido, la reminiscencia de su figura evanescente permaneció ante mis ojos. Tres años más tarde leí en los obituarios que había muerto.

Traducción del inglés por José Abdón Flores

 
* Gracula religiosa. Ave de la familia de los estorninos que sólo vive en el sur de la India y en Sri Lanka. Es entre las aves el mejor imitador de la voz humana. (N. del T.)