La Jornada Semanal, 1 de octubre del 2000   
 
 
Enrique López Aguilar
 

TINTINABULACIÓN
 

Lejos de polémicas sobre el gusto musical, debe reconocerse que, incluso para un público relativamente conocedor, y no obstante la presencia de grandes compositores en el siglo XX, la mal llamada música "culta" contemporánea parecía haber entrado en un torbellino que la había alejado de muchos de sus destinatarios, especialmente por su condición experimentadora: el sonido trece, el dodecafonismo, el atonalismo, la música serial, las disonancias y el antimelodismo, no lograban mayores entusiasmos en las salas de conciertos donde se interpretaran obras compuestas bajo dichos esquemas, salvo entre los círculos más vanguardistas o especializados. Los legos tenían la íntima idea de que la música se había perdido en un callejón sin salida y creían que todo era audible hasta Mahler, cuando mucho. Esa aprensión les impidió interesarse por obras que esperaban ser descubiertas y, más recientemente, por nuevas corrientes que explorar. No discutiré aquí la (in)validez de esas apreciaciones: me propongo mostrar un cambio perceptible a partir de los años setenta por el que parece apreciarse un regreso al melodismo, así sea a través de pesquisas minimalistas que, muchas veces, suponen una vuelta a fuentes medievales y renacentistas, como en el caso del compositor sajón John Tavener.

Una de las figuras que protagoniza el cambio mencionado en música se encarna en la persona de un hombre calvo, delgado y barbón, de rostro interesante y ascético, lo cual le da más la apariencia de un monje extraído de alguna novela dostoievskiana que la de un compositor agnóstico al que, paradójicamente, todas las iglesias (luterana, judía y católica, por ejemplo) le encargan obras religiosas para distintas celebraciones: Arvo Pärt. Nació en Paide, Estonia, en 1935, y creció en Tallinn, cuando esos lugares formaban parte del territorio soviético. No obstante el entorno político, creció en un ambiente musical permeado por la atmósfera de la sonoridad litúrgica ortodoxa, en convivencia con la de los dos mejores compositores soviéticos, Prokofiev y Shostakovich. Cuando decidió su vocación musical, fue alumno del compositor Hein Heller, quien mereció comentarios elogiosos de su discípulo.

Entre 1950 y 1960, antes de que, como todo joven artista, Pärt quisiera incorporarse a las corrientes de vanguardia y adoptar sus lenguajes, su música para cello dejó ver la delicadeza que después le sería característica. Luego estrenó obras compuestas bajo el ímpetu de la música serial, como el oratorio Maailma samm (El desarrollo del mundo, 1961), que mereció la reprobación de las autoridades soviéticas; no obstante, entre 1959 y 1970 Pärt se obstinó en explorar las series dodecafónicas y el serialismo, así como el collage (Collage sobre Bach, 1964; Sinfonía 2, 1966) y los juegos musicales con el azar. A comienzos de los setenta, la anterior década de exploración fue interrumpida por dos momentos de silencio, especialmente el de los años cruciales que fueron de 1974 a 1976, cuando el compositor estudió manuscritos de maestros franco-flamencos de los siglos xiv a xvi: Ockeghem, Obrecht y Josquin Des Pres. Eso desembocó en el abandono de las formas musicales que había explorado antes y en el nacimiento de su nuevo y definitivo estilo, al que llamó tintinabulación, de una atmósfera sonora extremadamente "simple".

Enunciar sucintamente un cambio de estilo deja de lado la transformación interior que ese cambio implica, pues al público sólo le es dado percibirlo mediante la materialización de las obras que conoce. Lo único palpable es que el Arvo Pärt merecedor de la atención de sus seguidores y escuchas, y el que le ha dado reconocimiento internacional, es el de la etapa "tintinabularia" o tintineante, a la que arribó a sus cuarenta y un años. Según él, la base técnica de la tintinabulación es un grupo de tres notas, en una triada, con una tonalidad específica: esas tres notas "son como campanas" (de acuerdo a su etimología, tintinnabulum quiere decir "campanilla de metal", y tinnio, "producir un sonido claro"). La música de Pärt posterior a 1976 reúne, en efecto, ambas cualidades, especialmente la de la claridad y la transparencia, como puede apreciarse en la primera obra que compuso en series de triadas, una pequeña pieza pianística, Para Alina, con la que el compositor logró una bella y tranquila creación musical. Que Pärt fue consciente de la importancia de su descubrimiento, se verifica en la cantidad de obras maestras tintinabularias escritas a finales de los setenta: Cantus en memoria de Benjamin Britten (1977), Tabula rasa (1977) y Fratres (1977-1992), una serie de variaciones para distintas combinaciones instrumentales de cámara.

En 1980, Pärt dejó su natal Estonia para dirigirse a Jerusalén (su esposa es judía), pero nunca llegó ahí: se radicó en Viena, de donde pasó, finalmente, a Berlín, lugares en los que ha recibido encargos para componer misas y otras piezas de tipo religioso. Aparte de ellas, no ha dejado de elaborar obras instrumentales en formato tintinabulario: Festina lente (1988-1990), Summa (1991), Salmo (19?) y Trisagion (19?), por mencionar sólo algunas de las que vale la pena conocer. El repertorio de Pärt incluye composiciones de cámara, orquestales y vocales, y casi toda su obra reciente se consigue con relativa facilidad, no obstante que las primeras grabaciones fueron realizadas por pequeñas compañías discográficas. Ya se puede hablar de un modesto éxito reciente de Pärt: la televisión alemana le dedicó un programa y su música se ha empleado en películas como Hiroshima y El informante (The Insider), aunque eso no significa que se trate de un compositor particularmente popular, ni siquiera en Europa.

Que yo sepa, en México no se ha estrenado ninguna obra de Arvo Pärt. Más allá del espaldarazo de la fama, no se puede comenzar el siguiente milenio sin haber escuchado la obra ineludible de ese compositor estoniano.

 
 
 


  
 
 Sobre la risa
Para Francisco González Crussí

Nos dice Henri Bergson, en las primeras páginas de su tratado sobre la risa, que "fuera de lo propiamente humano, no existe nada cómico". Tal vez la más amable de las definiciones que los filósofos han acuñado para mostrarnos al hombre, sea aquella que lo señala como "el animal que ríe". Sólo los humanos sonreímos y reímos. Para los demás primates, hasta para aquellos tan cercanos a nosotros como los bonobos –esa fantástica especie de chimpancé pigmeo cuyos genes son idénticos a los humanos en un noventa y nueve por ciento–, la mueca que se parece a la sonrisa, ese gesto en el que las comisuras de los labios se apartan y se estiran hacia arriba mostrando los dientes, es una señal de amenaza o de sumisión. Y aunque es evidente que los animales juegan, también es obvio que no se ríen.

¿Cuál será el origen de la risa? Bergon nos habla de la risa como un gesto social y afirma que la risa "por espontánea que parezca, siempre esconde un prejuicio de asociación con otros rientes, reales o imaginarios" y se pregunta: "¿Cuántas veces no se ha dicho que en un teatro la risa del espectador es tanto más frecuente cuanto más llena está la sala?" Algunos investigadores contemporáneos apoyan esta idea. La psicóloga Jo Anne Bachorowski y su colega Michael J. Owren afirman que la risa surgió de la necesidad de establecer códigos corporales que permitieran a los seres humanos comunicar y establecer alianzas sin que mediara el lenguaje hablado. Al principio bastaba con la sonrisa. La sonrisa permitía a nuestros ancestros expresar una buena disposición hacia los demás. Pero como sabemos, la sonrisa puede ser falsificada. Se puede sonreír en casi cualquier estado de ánimo. Entonces la risa, mucho más difícil de falsificar, hizo su aparición. La risa, con su esfuerzo vocal y gestual, es un heraldo mucho más sincero de la simpatía que la sonrisa.

Pero, ¿y cuándo reímos a solas? Hay un dicho que dice: el que a solas se ríe, de sus maldades se acuerda. Pero uno no se ríe a solas nada más por el recuerdo de sus maldades. También nos hacen reír a solas los recuerdos de gestos, de chistes, de Vitola bailando detrás de Tin Tán, del gato que salta hacia el hilo que le tiende la mano del dueño, del balbuceo del niño. Y ese regalo que nos hace la memoria nos otorga también una pequeña sensación de triunfo, una diminuta victoria de nuestra individualidad. Es por esa grata sensación, y porque para Bergson la risa no es tan buena y "tiene la misión de intimidar humillando", que no estoy de acuerdo con el grave filósofo francés.

En cambio, en su libro Mors repentina, el médico y escritor mexicano Francisco Gónzalez Crussí analiza la risa, todas las formas de ésta. Hay una, "aquella que es únicamente corpórea, no nacida de la pasión", a la que los griegos daban un lugar en el cuerpo: el diafragma. Y es verdad que, como señala González Crussí, hay "algo mecánico" en la risa provocada por las cosquillas, aunque yo me atrevería a añadir que el miedo y la aprensión juegan un papel importante. Cuando alguien nos hace cosquillas, no importa qué tan cercano sea a nosotros, estamos permitiendo que dedos ajenos nos toquen con fuerza el estómago, el cuello, los pies, las axilas, todas zonas vulnerables y, en nuestra cultura, ocultas a medias o del todo. Una de las risas más icómodas, me parece que cercana a las cosquillas, es la que convulsiona al paciente en el momento en el que el médico lo examina, cuando aprieta o golpea levemente. Es la "risa de nervios". González Crussí enumera otras que surgen de estados patológicos; de ciertas formas de epilepsia, de la extensión anormal de la espalda, de la repentina satisfacción del hambre de quien no ha comido durante días, y quizás podríamos añadir a la lista la risa exuberante y reiterativa del que ha bebido, o esa otra, un poco sosa, de quien ha fumado mariguana. Y a pesar de conocer sus aspectos patológicos, de analizar las teorías de Bergson y de Marcel Pagnol –para quien la risa es pariente de la arrogancia–, para González Crussí la risa es también valor, autoafirmación y entusiasmo.

La lectura de su ensayo me hizo preguntarme: ¿y si la risa fuera la contraparte de la conciencia de la muerte? Si los mismos mecanismos que nos permiten saber que somos seres mortales y efímeros, que nos permiten tener conciencia de nosotros mismos y de la "tragedia del devenir" fueran igualmente el origen de esa deliciosa compensación que involucra al cuerpo, al pensamiento y a las emociones, ¿no sería ello una especie de justicia poética?
 
  

     
 

Luis Tovar
 
    La actuada (I)
    Suele tachársenos de irracionales, pero existimos algunos excéntricos que aún tenemos fe en el resurgimiento del cine mexicano. Rodeados como estamos de tantos y tan incansables enterradores de un arte que sigue negándose a morir, no queda otro remedio que explicarnos, y tratar de hacerlo bien, para que quede claro ese poco motivado entusiasmo. Empezaré con la parte más visible, si cabe decirlo así, del cine: los actores.

    La primera aclaración tiene que ver con el concepto resurgimiento. Eso no significa que forzosamente hagan falta nuevos Pedros Infante, Marías Félix, Pedros Armendáriz (como el padre, se entiende) o Dolores del Río. Si aparecen, qué bien –lo cual va en función de una larga serie de factores que trataremos de exponer en esta columna–, pero con resurgimiento sólo queremos llamarle de algún modo a la necesaria y tan buscada empatía entre quienes aparecen en la pantalla grande y quienes los ven.

    La segunda aclaración radica en los nombres o, mejor dicho, en la forma como los aceptamos o rechazamos. Para muchos conocedores (de a deveras o de los otros), no hay nada más trillado que hablar mal de la presencia de María Rojo o de "uno de los Bichires" en una nueva película mexicana. Hacerlo es ya casi un deporte nacional. Por supuesto que nadie es monedita de oro, pero ya dijo Perogrullo que toda crítica debe tener un fundamento, y es ahí donde algunos conocedores demuestran más defectos que Thalía tratando de actuar en Mambo Café.

    Empecemos con el aspecto más sencillo. Cuando me toca escuchar la más que traída y llevada frase "siempre son los mismos", antes de ponerme a aclarar que tal axioma precisa de una larga lista de matices, hago el intento de eliminar lo que de gratuito pueda tener el ataque. En nueve de cada diez casos, el enterrador no sabe bien a bien en cuántas películas ha aparecido Damián Alcázar, por poner un ejemplo cualquiera. Se trata de una simple cifra, pero habría que tener una de tres: una memoria elefantiásica, una buena fuente de datos siempre disponible y actualizada (pues si Alcázar sale en todas, hay que estar sume y sume), o el número telefónico de Damián para preguntarle.

    Si fuera verdad que Damián Alcázar es uno de "los mismos", ¿entonces por qué no aparece en los créditos ni en una sola escena de Amores perros, Del olvido al no me acuerdo, Rito terminal, En un claroscuro de la luna y En el país de no pasa nada, para mencionar solamente cuatro películas actualmente en cartelera y una más que se exhibió recientemente? Tampoco es parte del elenco de Por la libre, muy próxima a exhibirse, ni de Sin dejar huella, que actualmente participa en el Festival de San Sebastián.

    Puede acusárseme de que elaboré tramposamente el anterior ejemplo, cuidándome de elegir a un actor que, en efecto, no es uno de esos "mismos". Asómbrese: funcionaría igual cambiando el nombre de Alcázar por el de María Rojo y, believe it or not, por el de Demián Bichir. No hay que perder de vista un dato importante: las películas arriba mencionadas son siete, y esa cifra es bastante más que la mitad del promedio anual de largometrajes que actualmente se filman en México. Eso no significa, por supuesto, que Alcázar, Rojo y Bichir aparezcan en otros cuatro o cinco filmes; de hecho, María Rojo ya lleva un buen rato ausente de la cartelera, y eso que es una de las actrices más atacadas en este sentido. ¿Tendrá lógica reprocharle al cine mexicano una supuesta escasez de actores cuando no se tiene ni la menor idea de esta numeralia? ¿Se vale esta comodona forma de tirar la piedra y esconder la mano?

    Lo anterior sólo tiene que ver con cantidades. Después habría que abordar un aspecto más sutil: para sostener la afirmación de "siempre son los mismos" hay que tener bien claro cuál o cuáles actores han aparecido en qué películas y, en cada caso, qué papel han desempeñado: actor o actriz principal, coactuación, actor o actriz de cuadro, incidental, cameo, extra, etcétera. No es ningún descubrimiento, pero suele olvidarse que hay diferencias absolutas entre el desempeño de un papel protagónico y el de un coestelar, ya no digamos entre aquél y uno de cuadro, o entre el coestelar y el incidental, y así ad infinitum.

    Un buen referente para darse cuenta de cómo varían los matices en materia actoral es el estilo de trabajo de Woody Allen. Para Celebrity (rebautizada en México con el inefable y creativísimo título de El precio del éxito), Allen recurrió a Kenneth Branagh y Judy Davis para los personajes protagónicos de la historia, lo cual no tiene nada de extraño, dados el talento y el peso histriónico de Branagh y Davis. Pero, como es su costumbre, Woody contó con un reparto de superlujo para sus coestelares y aun para sus incidentales: Joe Mantegna, Charlize Theron, Winona Ryder, ¡Leonardo DiCaprio!, Melanie Griffith... Si usted vio la película, sabe que el divo DiCaprio no aparece más de quince minutos, por muy imán de taquilla que sea, y sabe también que esa breve intervención no le sirvió, ni mucho menos, para su lucimiento personal; hizo su papel obedeciendo las órdenes de un director como Allen, especialmente riguroso y poco dado a la improvisación y a dejar que los actores le pongan de su cosecha. Algo similar ocurre con el resto del elenco, incluido el protagonista Branagh.

    Aunque no entramos en pormenores, este es un modelo típico de cómo se construye, por lo que toca a la actuación, el llamado cine de autor, que es de manera casi exclusiva el que se filma en México, tanto por razones estructurales como por causas de necesidad expresiva de cada cineasta. Hay aquí una rígida fórmula demiurgo-criatura, cuya verticalidad y dirección son exactamente el lado opuesto del cine basado en el star system, cuyas reglas no escritas siguió siempre el cine mexicano de la época de oro, y gracias al cual alcanzó los niveles que todos conocemos. (Continuará.)

       
     
     

     

    Sombra serás de bulto grave (I)

    Compañera diligente, mancha separada y fiel, tenaz, ágil araña, sombra nuestra de cada instante.

    Piel pura, sin cuerpo, piel de dragón soñado, símbolo universal de lo que no es, ahí estás, sombra. Lo que es, por liviano que sea, como el gas, tiene cierto bulto y pesa (el aire, pesa), todo menos tú, monstruo, que no pesas. Pero las ideas, sentimientos, creencias y demás propiedades mentales tampoco pesan y no por eso son monstruos. Es cierto, pero lo mental no tiene extensión, ¿cómo medirías una idea?, esto es, no se dan en el espacio (por eso no pesan). Y si la sombra es algo, ese algo es extensión, espacio rápidamente configurado, extensión sin peso, esto es, piel sin espesor. ¿Entonces?

    Respondió el Mago: la luz está en el espacio y la luz no pesa; la sombra es hija de la luz, luego la sombra está en el espacio y no pesa. Pero digamos nosotros, la sombra es hija de las bodas de la luz purísima y sutil (príncipe femenino, gentil, suave) y el bulto opaco y denso (principio masculino, grosero, tosco). Y como todo hijo hereda caracteres de las dos partes: de madre le vienen la agilidad acrobática y la velocidad alucinante, de padre, la figura trazada y el color moreno.

    Cuidado aquí: los impresionistas negaron en bloque que las sombras fueran grises o negras (como en nuestro apresuramiento y barbarie las vemos nosotros). Son azules, verdes, moradas, alegaban, todo depende, pero nunca grises. Tú empiezas a aprender el arte de mirar cuando empiezas a ver sombras de colores, colores roncos, profundos, como las notas graves, cavernosas, abajo, en el piano, se entiende.

    Si a una escultura le quitas las sombras, la escultura desaparece, porque la sombra es la tinta con que la luz dibuja. El claroscuro es todo, el Caravaggio y Rembrandt lo sabían muy bien. Esto es, como dicen los chinos, no hay luz sin sombra. ¿Cómo sabrías que hay luz si no hubiera tinieblas? O, si prefieres, como en Hegel, la sombra genera la luz.

    Los místicos cristianos, siempre exagerados, invierten los términos y dicen simplemente: la luz es la sombra de Dios, que es luz de luz.

    Romeo, en escala modesta, aunque hiperbólico y apasionado, como siempre, se permite decir que cuando Julieta entró al baile, "iluminó las antorchas" con su presencia. De modo semejante, en la Antología griega un enamorado dice, al dar un regalo: "El regalo es para el aroma que te doy porque tú eres perfume del perfume."

    Luz de luz, sombra de sombra. En la famosa metáfora de la Caverna, afirma Platón que todo lo que percibimos, árboles, gansos, juegos de futbol, vasos de agua, son sólo sombras de las Formas o Ideas. La realidad está en la Idea, lo particular es mera apariencia. Por lo tanto, la sombra es sombra de una sombra, objeto a todas luces imposible. Porque, considera, si la sombra diera sombra habría, en cada sombra, un infinito de sombras, qué proliferación de entidades, a fe mía.

    Louis-Charles Adelaide Chamisso de Boncourt (1781-1838), "poeta y narrador de origen francés aposentado en Alemania que escribió en alemán. Produjo lírica romántica, sentimental, de gran frescura y simplicidad, baladas y poemas narrativos. Su cuento ‘La maravillosa historia de Peter Schlemihl, el hombre que perdió su sombra’, de 1814, es una alegoría de su vida y de la historia de Alemania." Promete, habría que leerlo, mientras tanto, guardemos silencio sobre el particular.

    ¿A quién no le gusta el título art nouveau A la sombra de las muchachas en flor? Me gusta también La luna y las fogatas, es de Pavese, y digo no hay sombra como la sombra danzante que producen las fogatas, y aun la humilde candela de parafina.

    La continuación de estas notas deja caer su sombra amenazadora sobre esta pausa hebdomadaria.