La Jornada Semanal, 17 de septiembre del 2000   
Tom Bethell
Un escritor que nunca lo fue
 
Shakespeare, también conocido como William Shakspere de Stratford, Francis Bacon, Edward de Vere, conde de Oxford, como Willy Shakehands –según Les Luthiers– e incluso como “Chicaspeare” –Cantinflas dixit–, no deja de ser, más de trescientos años después, una de las mayorers incógnitas de la literatura universal. “En Stratford tenemos registros de bautizo, matrimonio, litigios, muerte e impuestos. Ninguno nos proporciona pruebas suficientes para concluir que Shakspere fuera un escritor”, afirma Bethell en este polémico ensayo. De lo que no hay duda es de que loonianos, oxfordianos y stratfordianos continuarán buscando reforzar sus respectivas posturas, mientras la obra del más conocido de los desconocidos seguirá consolidando su vigencia lectura tras lectura.

Los antecedentes que existen en los archivos sobre William Shakspere de Stratford son apenas algunas actas legales, un libro importante, el Primer Folio de 1623 y un busto en la iglesia de la Santa Trinidad de Stratford. Estos indicios no prueban que se trate del autor de obra alguna y mucho menos de los trabajos eruditos de “Shakespeare”. De modo que, con toda honestidad, nos encontramos ante la duda de que fuera incluso capaz de escribir su propio nombre. El mayor problema que presenta la biografía convencional es la contradicción que existe entre lo que conocemos del hombre de Stratford (1564-16l6) y el autor de las obras. Saber si son o no la misma persona es precisamente el punto en cuestión. Denominaré al primero Shakspere, como usualmente se escribía su nombre, sobre todo en Stratford, y reservaré el de Shakespeare para el autor, quienquiera que haya sido.

    Se han escrito extensas biografías del bardo, pero en su mayor parte en forma condicional: Shakespeare hubiera tenido... debió tener... difícilmente habría evitado... Surge de ellas un retrato complejo y confuso que mezcla al taciturno almacenista de granos con el elocuente poeta. No poseemos ninguna carta o manuscrito de la mano de Shakespeare, aunque contamos con seis firmas –temblorosas y mal escritas– sobre documentos legales. (Podemos imaginar a su lado a un alguacil tratando de ayudarlo: “Adelante, Will, ahora una S, muy bien...”) En Stratford tenemos registros de bautizo, matrimonio, litigios, muerte e impuestos. Ninguno nos proporciona pruebas suficientes para concluir que Shakspere fuera un escritor. Ignoramos si fue a la escuela, aunque es posible que haya asistido a la primaria de Stratford. Tanto Judith, su hija, como Anne Hathaway, su esposa, firmaban sus nombres mediante una X.

    Shakspere en efecto viajó a Londres y, de acuerdo con un relato, inicialmente encontró trabajo cuidando los caballos del público que asistía a la funciones de teatro. No cabe duda de que más tarde se convirtió en actor, al igual que Edmund, su hermano menor. Will se unió entonces a la compañía Chamberlain’s Men y, durante la Navidad de 1594, se le pagó por sus actuaciones en la corte. En dos ocasiones, durante 1590, los recaudadores de impuestos londinenses fueron en busca suya sin éxito alguno, y concluyeron que debía estar “muerto, ausente o lejos del distrito”. Un tal William Wayte, evidentemente amenazado por nuestro Will, “implora garantías del agente del orden público en contra de William Shakspere”, por lo que se ordenó al sheriff de Surrey que lo arrestara. Al año siguiente Will compró New Place en Stratford. Sabemos que al final de su estadía en Londres rentaba un cuarto en Cripplegate, exiguo detalle descubierto en 1909 por Charles Wallace, hecho que más tarde fue aclamado por el biógrafo S. Schoenbaum, como “el descubrimiento shakespeariano del siglo”. No obstante, con toda razón Wallace se “desilusionó” al darse cuenta de que el huésped de Cripplegate no contribuía en lo absoluto a reforzar la tesis de Stratford. De hecho, todas las investigaciones efectuadas durante los últimos 200 años tienden a reducir las anteriores anécdotas literarias a la categoría de mitos, y exponen ante el lector moderno una evidente contradicción: el autor del Rey Lear era un negociante contencioso.

    Existen indicios de que, en 1604, Shakspere abandonó Londres a la edad de cuarenta años. Debe ser el único gran escritor en la historia que se “retiró” tan joven y en medio del triunfo. Casi de inmediato reaparece en Stratford demandando a un vecino por un adeudo de malta por treinta y cinco chelines –lo anterior, muy poco después de la publicación de Hamlet. J. O. Halliwell-Phillips, un erudito del siglo diecinueve, admitió que se trataba de “uno de los más curiosos documentos de que se tenga noticia relacionados con la historia personal de Shakespeare”. Entonces deberíamos suponer que, en el pináculo de la fama, el escritor más importante de Inglaterra arrojó su pluma, quizá en medio de una obra, y regresó a Warwickshire, prefiriendo el ambiente de los pequeños juzgados de Stratford y de su oficina de traspasos a la vida literaria de Londres.

    Al igual que su padre, era un comerciante y se involucró en diversos negocios inmobiliarios. En su testamento se encarga de arreglar todo lo relativo a la vajilla, a su vestimenta personal e inclusive a su cama de repuesto. No se refiere en modo alguno a posesiones literarias. En aquel tiempo, la mitad de las obras de Shakespeare no se habían publicado en ninguna parte. El contraste que existe entre la vida del comerciante de Stratford y la excelsitud de los versos llega al colmo de lo absurdo.

    Debemos buscar una explicación a estos problemas, más allá de la respuesta sintetizada en la palabra “genio” a la que acuden los stratfordianos para explicar cualquier incongruencia. La genialidad no confiere el conocimiento; sin embargo, no cabe la menor duda de que el autor era uno de los hombres más instruidos de Inglaterra. Las burlas de Ben Jonson según las cuales Shakespeare poseía un “escaso latín y un poco menos de griego” no pueden tomarse en serio. Cuando Otelo se publicó, su fuente original en italiano aún no había sido traducida al inglés, ni tampoco la fuente de Hamlet del francés cuando esta obra se imprimió por primera vez (1603). Tampoco se había traducido la fuente en latín de Comedy of Errors cuando se presentó la obra originalmente. Love Labour’s Lost, una parodia sobre las costumbres de la corte, que algunos estudiosos ubican hacia finales de 1580, hace alusión a la visita ese mismo año de Margarita de Valois y Catalina de Medici a la corte de Enrique de Navarra en Nérac, y los nombres de los cortesanos franceses casi no se modifican en la obra.

    En el transcurso del siglo xix, estas consideraciones condujeron a los literatos a pensar que el verdadero autor había ocultado su nombre. Durante muchos años el candidato preferido fue Francis Bacon, pero esta hipótesis no fructificó y se fue rodeando de disparates: se mencionaron códigos, manuscritos enterrados y excavaciones a la luz de la luna. Con el arribo del siglo xx, el asunto de la paternidad literaria cobró proporciones ridículas. Los eruditos pontificaban, como dirigiéndose a unos niños: “¡Sólo digamos que Shakespeare escribió Shakespeare!” Durante 1920, en un momento poco propicio, un maestro de escuela llamado J. Thomas Looney publicó un libro en el que afirmaba que el verdadero autor fue Edward de Vere, décimo séptimo conde de Oxford. (¡Hemos llegado a la teoría Looney! ¡Qué divertido!) [Loony: loco en inglés, nota del traductor.]

    De Vere (1550-1604) creció en el hogar y bajo la tutela de un ministro de la Reina Isabel: Lord Burghley. Contrajo matrimonio con Anne, la hija de Burghley y procreó tres hijas con ella: la mayor se comprometió con Henry Wriothesley, tercer conde de Southampton, a quien le fueron dedicados los extensos poemas de Shakespeare. Las otras dos hijas se comprometieron y se casaron respectivamente con los condes de Pembroke y Montgomery, quienes a su vez recibieron la dedicatoria del primer folio. Un tío de De Vere, Henry Howard, fue quien introdujo al inglés el soneto. Otro tío suyo, Arthur Golding, tradujo las Metamorfosis de Ovidio, una fuente importante para Shakespeare. Macaulay escribió que el conde de Oxford “se ganó un honorable lugar entre los antiguos maestros de la poesía inglesa”, y Edmund Chambers afirmó que De Vere era “el más prometedor” de todos los poetas de la corte pero que “más adelante, enmudeció en el transcurso de su vida”.

    El conde de Oxford viajó a Italia en 1575. Con escalas en París y Estrasburgo, visitó Padua, Génova, Venecia y Florencia. El detallado conocimiento de estos lugares de que hace gala Shakespeare ha dejado perplejos durante mucho tiempo a los eruditos convencionales. A la edad de treinta años, Oxford estaba a cargo de la compañía teatral del conde de Warwick, en la que empleó al dramaturgo John Lyly. Su compañía de jóvenes actores masculinos salió de gira (en una ocasión a Stratford) y actuó en la corte. Rentó también el teatro de Blackfriars y Lord Burghley se quejó de sus “impúdicos amigos”. Podría decirse que Oxford andaba de juerga. En 1580 acusó de traición a tres cortesanos y, a su vez, él fue acusado por uno de ellos de “sodomizar a un joven que trabajaba como su cocinero y a muchos otros jóvenes”. Tres de ellos fueron mencionados, incluyendo a uno que Oxford había traído con él a su regreso de Italia. Parece ser que en los círculos de la corte, Oxford era conocido como un pederasta y por lo mismo había caído en desgracia. Son conocidos su libertinaje, su imprudencia y su “reputación decadente”. Existen indicios de homosexualidad en los sonetos dedicados a la “hermosa juventud”, y es posible que Oxford haya vivido una relación homosexual con el joven conde de Southampton, a quien urgió después a contraer matrimonio con su hija Elizabeth.

    En Venus and Adonis, el debut de Shakespeare (“el primer heredero de mi invención”), con toda probabilidad intentaba glorificar al joven conde, al cual le fue dedicada la obra. Si así fue, “no era como para publicarlo en forma anónima”, escribe Joseph Sobran en Alias Shakespeare: “Necesitaba un subterfugio para alejar las sospechas acerca de su relación con el joven noble.” En el año de 1609, los Sonetos de Shakespeare se publicaron sin la cooperación del autor y durante ese mismo año apareció el enigmático prefacio para Troilus and CressidaA Never Writer, to an Ever Reader. News”), en el que se insinuaba que los manuscritos estaban en poder de “importantes propietarios” anónimos; sin duda se refería al conde de Montgomery, yerno de Oxford, y a su hermano. Ellos eran el “incomparable par de hermanos” a los que hace alusión la dedicatoria
del folio.

    John Paul Stevens, un oxfordiano más y Juez de la Suprema Corte, ha comentado que los partidarios de Oxford carecen de “una teoría sencilla y coherente sobre el caso”. Esa teoría podría ser la siguiente: cuando escribían obras para ser publicadas, y en particular para el teatro, los escritores pertenecientes a la nobleza no podían permitir que sus nombres fueran utilizados. El autor isabelino de The Art of English Poesie (probablemente George Puttenham) conocía a “nobles y caballeros al servicio directo de Su Majestad que han escrito en forma excelente, lo que se descubriría si se publicaran sus obras junto a las de otros, entre los cuales el primero es ese noble caballero de nombre Edward, conde de Oxford”. Añadía que aunque a menudo escribían con talento, ellos “toleraban ser publicados sin que aparecieran sus verdaderos nombres, como si ser hombre de letras fuera un descrédito para los caballeros”. En el libro Palladis Tamia (1598), Francis Meres escribió que “el mejor entre nosotros para la comedia es Edward, conde de Oxford”.

    No han llegado a nuestras manos obras de teatro bajo el nombre de Oxford, pero se nos dice que las escribía omitiendo su verdadero nombre. Si este era el caso, ¿por qué iría tan lejos el autor como para atribuírselas a una persona que en verdad existió? La atribución aparece en el material preliminar del primer folio y debemos recalcar que se trata del único documento que sin ambigüedad relaciona a Shakspere con Shakespeare. En el folio, Ben Jonson se refiere al autor como el “Dulce Cisne de Avon”, y Leonard Digges hace alusión a thy Stratford Moniment. Existe efectivamente un monumento en la iglesia de Stratford. Las referencias a “Shakespeare” en las notas privadas de Jonson, las presuntas alusiones en Groatsworth of Wit de Greene, así como otros insuficientes pormenores presentados por los exponentes de la teoría tradicional, en nada contribuyen al progreso de la misma. Pueden tomarse fácilmente como una referencia al seudónimo, tal y como nos referimos usualmente a Mark Twain y George Orwell por sus apodos.

    Si lo anterior es correcto, podemos estar seguros de que Southampton, quien para 1623 ya era una figura prominente, no deseaba recordatorio alguno sobre su juventud malograda con Oxford. Pembroke y Montgomery seguramente pensaban lo mismo. Toda huella de Southampton y de los poemas de Shakespeare, ya sea dedicados a él o asociados con él, fue eliminada del folio. Para los stratfordianos, el folio (y todo lo demás), debe aceptarse irrefutablemente. Quizás esto sea razonable. Existen concesiones en ambos bandos; sin embargo, los partidarios de Stratford quedan a merced de numerosas preguntas desconcertantes, mientras que los oxfordianos pueden dar respuesta a las siguientes: ¿Por qué en dos o tres ocasiones, después de 1604, se habla del autor en tiempo pasado? ¿Por qué se “retiró” tan joven? ¿Por qué empleó a un colaborador en su madurez? ¿Por qué no fue sino hasta después de 1604 cuando obras como The London Prodigal (1605) y A Yorkshire Tragedy (1608) fueron publicadas con su nombre en la portada? ¿Por qué se publicaron los Sonetos sin su cooperación en 1609? ¿Por qué se referían a él como “eterno”, si efectivamente estaba vivo? ¿Por qué no se rindió ningún homenaje a Shakespeare en Londres cuando falleció en 1616? ¿Por qué el autor afirmó que su poesía perduraría aunque su nombre quedaría “enterrado”; y escribió también, en el “Soneto 76”: “Bien que cada palabra casi pregona mi nombre,/ revela su nacimiento e indica su procedencia?

Traducción de Alfonso Herrera Salcedo